"Y en apoyo de de esta Declaración, con una firme confianza en la protección de la divina Providencia, comprometemos todos nuestras Vidas, nuestras Fortunas y nuestro sagrado Honor". Con esa sentencia concluye el documento, firmado el 4 de julio de 1776 y redactado por Thomas Jefferson, que supuso la génesis de Estados Unidos como país. Un pequeño pasaje que, entre líneas, estaba mandando una petición de ayuda a dos naciones potencialmente aliadas en la guerra contra Gran Bretaña: Francia y España.
Los rebeldes, para convertirse en un territorio independiente y con gobierno propio, necesitaban establecer una alianza militar con dos países europeos que ya desde antes del estallido de la contienda habían permitido el flujo de aprovisionamiento clandestino. Su Marina era inexistente, el desorganizado Ejército carecía de algo tan básico como la pólvora y también la artillería escaseaba. Un enemigo fácil de aplastar para las profesionalizadas tropas británicas y sus navíos de guerra.
En ese contexto, los delegados de las Trece Colonias reunidos en el Segundo Congreso Continental lanzaron, con la Declaración de Independencia, una solemne invitación de auxilio a Versalles y al Palacio de Buen Retiro, a Luis XVI y Carlos III. Ese documento, que a priori estaba dirigido al rey Jorge III de Inglaterra para explicarle las razones de la rebelión, se convirtió, en cierto modo, en una "Declaración de que dependemos de Francia (y también de España)".
Esa es la hipótesis con la que arranca Hermanos de armas (Desperta Ferro), un delicioso ensayo del historiador estadounidense Larrie D. Ferreiro que aborda la Guerra de Independencia (1775-1783) como un conflicto global, desarrollado más allá de los límites y los mares del continente americano, en el que España y Francia jugaron un papel determinante —y bastante olvidado—. Es decir: el Ejército Continental, liderado por George Washington, nunca se hubiera alzado con la victoria de no ser por la intervención de sus dos aliados del otro lado del Atlántico.
El autor reconstruye gracias a numerosas fuentes primarias —documentos de archivos, correspondencia sellada por los mandamases de ambos bandos, memorias de los soldados que participaron en la principales batallas, etcétera— una compleja partida de ajedrez que se jugó durante casi una década y que terminó modificando la política y la diplomacia en el continente europeo. Una historia de cómo se orquestó y resolvió entre bastidores un conflicto que comenzó siendo local y pronto adquirió una dimensión internacional.
Con la victoria británica en la Guerra de los Siete Años todavía reciente, España y sobre todo Francia hallaron en la causa de los estadounidenses la manera de solventar rencillas del pasado: "Lo que acabó por poner el foco en aquel conflicto fue la comprensión de que no se trataba de un peligro para las naciones borbónicas, sino de una oportunidad para contener a la mayor amenaza potencial de ambas, Gran Bretaña: aquello llevó a una reanudación de facto de la estrategia, soslayada durante unos años, de revancha contra la nación isleña", escribe Ferreiro.
Los países de Luis XVI y Carlos III proporcionaron a los rebeldes cerca de 30 billones de dólares al precio de hoy y el 90% de todas las armas utilizadas por los soldados de Washington —se llegaron a crear empresas fantasma para el transporte de provisiones como Roderigue Hortalez y Compañía, organizada por el comerciante y dramaturgo Beaumarchais—. Asimismo, se enviaron miles de militares que se batieron por el triunfo de la independencia de las Trece Colonias. "En lugar del mito de la heroica autosuficiencia, la verdad es que la nación estadounidense nació como la pieza central de una coalición internacional", resume el historiador.
"Yo solo"
Hermanos de armas, finalista del Premio Pulitzer en la categoría de Historia, sigue las negociaciones de los delegados continentales en París y Madrid —Benjamin Franklin y Silas Deane fueron los más destacados— para recabar apoyos; las cavilaciones de ministros como Grimaldi, Choiseul o el conde de Vergennes sobre los beneficios e inconvenientes de declarar la guerra al enemigo de siempre, Gran Bretaña; y las acometidas militares de generales como Lafayette o Rochambeau, quienes certificaron el triunfo en el asedio de Yorktown, la batalla que decantó la contienda.
En cuanto a la aportación española a las acometidas bélicas, la figura más sobresaliente fue la del malagueño Bernardo de Gálvez. Desde mayo de 1777, comerciantes españoles dirigidos por el que era entonces gobernador de Luisiana proporcionaron munición, ropa y medicinas al Ejército Continental. "Estos suministros se convirtieron en el cordón umbilical que mantuvo activa la lucha de las tropas estadounidenses contra los británicos en el teatro de operaciones occidental", expone Ferreiro.
Pero fueron decisivas sus maniobras para recuperar el control del Caribe y del golfo de México y arrebatarles a los británicos el dominio de la Florida Occidental. Gálvez es célebre por la toma de la bahía y la ciudad de Pensacola (1781), una plaza estratégica, a bordo de su bergantín, el Galveztown, y al grito de "el que tenga valor y honor que me siga". Como reconocimiento a su gesta, el rey Carlos III le concedería el título de conde, lo que le permitió llevar el lema de "Yo Solo" en su escudo nobiliario para conmemorar su entrada triunfal (y kamikaze) en la ensenada.
Resulta curioso que para los estadounidenses —y también para los británicos— Penascola no era un lugar clave para la resolución de la guerra. Sin embargo, pronto resultó evidente que la recuperación del control del golfo de México permitió a los franceses la libertad de concentrar allí todos sus efectivos navales para dar el golpe de gracia a Gran Bretaña en las batallas de la bahía de Chesapeake y Yorktown. "Más adelante se comprobó también que, gracias a la expulsión española de los británicos de Florida Occidental, con la que desaparecía la amenaza e influencia, la nueva nación ganaba una frontera sur segura y veía allanado el camino para convertirse en una potencia soberana".