Rafael del Riego apenas había logrado pegar ojo en toda la noche. Cuando los capitanes José Rabadán y Carlos Hoyos entraron en sus estancias a las siete de la mañana, hallaron al militar asturiano sentado en una silla y con la cabeza apoyada en una mano. Este les conminó a darse un buen desayuno ante la jornada de gloria que amanecía, y les dijo: "Yo, aunque joven, cuento con más años que ustedes. Conozco el precio de la libertad, pero no olvido el de la sangre humana".
Todo estaba ya listo para que los cuerpos de un ejército que se dirigía a América se pronunciasen en Las Cabezas de San Juan (Sevilla) a primera hora del 1 enero de 1820. El objetivo fundamental era restablecer el régimen de Cádiz de 1812, pero sin cometer locuras, sin que hubiese una masacre: "España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la nación. El rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la Guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución (...) pacto entre el monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda nación moderna (...) justa y liberal", justificaría Riego ante sus partidarios.
Que este pronunciamiento el día de Año Nuevo, del que se cumplen exactamente dos siglos, el embrión del Trienio Liberal (1820-1823), caldeado por otros levantamientos fallidos y que aglutinaba el rechazo popular al absolutismo reinstaurado por Fernando VII en 1814, al término de la contienda contra el invasor Napoleón. Se trata de un efímero periodo democrático que derramó luz sobre el oscuro reinado del rey felón, un monarca represor y repudiado, uno de los peores en la historia de España según los expertos.
Riego se convirtió inmediatamente en héroe nacional: era el patriótico militar que había conseguido -a priori- la conversión liberal del rey.
El Trágala, perro y el Viva la Pepa se impusieron al Vivan las cadenas que proclamaban los partidarios de Fernando VII, a quien los militares del Ejército de Ultramar le dejaron bien claras sus intenciones con la declaración de aquel primero de enero: "Las luces de Europa no permiten ya, Señor, que las naciones sean gobernadas como posesiones absolutas de los reyes. Los pueblos exigen instituciones diferentes, y el gobierno representativo (…) es el que las naciones sabias adoptaron, el que todos apetecen, el gobierno cuya posesión ha costado tanta sangre y del que no hay pueblo más digno que el de España".
El pronunciamiento de Riego triunfó a medias: ni los rebeldes lograron tomar la ciudad de Cádiz, el principal objetivo militar, ni las fuerzas reales sofocar la sublevación. Riego y sus seguidores recorrieron durante las semanas siguientes media Andalucía lanzando proclamas revolucionarias, acogidas por un ambiente de indiferencia, y cuando todo parecía perdido, cuando el propio teniente coronel se disponía a cruzar la frontera con Portugal desde un pueblo de Extremadura -restaban apenas cincuenta soldados a sus órdenes-, una junta militar proclamó también la Constitución en A Coruña, contagiándose el movimiento a otras ciudades españolas: Zaragoza, Barcelona, Pamplona… La revolución contra la tiranía absolutista había estallado.
La ola liberal aterrizó también en Madrid, poniendo en jaque a Fernando VII. En una mezcla de cinismo e hipocresía, el rey, a quien se le arrebató el cetro pero no el trono, proclamaría en su célebre Manifiesto a la Nación Española publicado el 10 de marzo de 1820: "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Pero desde ese mismo momento, como señala el historiador Emilio La Parra, biógrafo del Borbón, se puso en marcha un movimiento contrarrevolucionario para derribar el régimen liberal, "con participación directa, en primera línea" del monarca en la organización e impulso del complot.
Rupturas internas
Riego se convirtió inmediatamente en héroe nacional: era el patriótico militar que había conseguido -a priori- la conversión liberal del rey. Multitudes de ciudadanos entonaban su himno, escrito por Evaristo Fernández de San Miguel y que ya habían cantado sus soldados durante las marchas que siguieron al pronunciamiento -también se utilizaría durante la Primera y Segunda República- y que rezaba: "El mundo vio nunca / más noble osadía, / ni vio nunca un día / más grande el valor, / que aquel que, inflamados, / nos vimos del fuego / excitar a Riego / de Patria el amor".
Fernando VII convocó las elecciones a Cortes y ganaron los doceañistas o moderados, partidarios de continuar con el proceso abierto con la Constitución de 1812, frente al mayor radicalismo de los exaltados, quienes desconfiaban del rey y desplegaron un discurso antimonárquico. Lo cierto es que Riego siempre comulgó más con los postulados del segundo bando y cuando se encontraba en Madrid en el verano de 1820, le desposeyeron de todos sus cargos por repetir en público las mofas del Trágala. El héroe había caído rápidamente en desgracia.
La represión contra los liberales fue implacable, a pesar de que el rey, en una nueva treta plagada de engaños, les había garantizado lo contrario.
Desde su despegue, el Trienio estuvo marcado por la inestabilidad, por el choque entre los propios liberales, divididos en dos facciones y enfrentados entre ellos mismos y contra los que querían restaurar el absolutismo. Era una doble zancadilla a un régimen frágil, abocado definitivamente al colapso desde que en julio de 1822 el rey Fernando VII, conspirador desde el primer momento buscando apoyos en el extranjero, en naciones que veían en la revolución liberal española una amenaza a su status quo, intentó derrocar al Gobierno mediante un golpe de la guardia real.
Falló pero esa sublevación sería culminada al lograr el apoyo diplomático y material de las potencias de la Santa Alianza (Rusia, Austria, Prusia y Francia), quienes acordaron enviar un cuerpo expedicionario mandado por el duque de Angulema: los Cien Mil Hijos de San Luis, que atravesaron la frontera el 7 de abril de 1823 y recuperaron el trono para Fernando VII.
La represión abierta contra los liberales fue implacable, a pesar de que el rey, en una nueva treta plagada de engaños, les había garantizado lo contrario. Y una de las primeras víctimas fue el general Riego, quien había renunciado al puesto de presidente de las Cortes para enfrentarse, esta vez sin éxito, a los ejércitos invasores. Fue juzgado y declarado culpable de alta traición. Lo ejecutaron mediante ahorcamiento en la Plaza de la Cebada de Madrid el 7 de noviembre de 1823.