También en el infierno real se producen acontecimientos insólitos. A finales de 1940, ya eran varios los centenares de republicanos españoles que habían sido encerrados en el campo de concentración nazi de Mauthausen, en Austria. Desde el verano de ese mismo año en que empezaron a llegar los primeros convoyes hasta 1941, dos de cada tres exiliados por el devenir de la Guerra Civil que habían sido capturados fundamentalmente en Francia fueron exterminados por palizas o agotamiento.
Fue ese periodo el punto álgido de la masacre auspiciado por la temible SS de Himmler, que tenía en Mautuhausen como comandante al psicópata Franz Ziereis y este, de segundo, a Georg Bachmayer. En ese contexto de inhumanidad, Marcelino Bilbao, un joven vasco que había combatido en las filas del ejército republicano el golpe de Franco, cruzó preso, en la madrugada del 13 de diciembre de 1940, la pesada puerta de Mauthausen. El paraje al que se enfrentó fue desolador: no había personas, sino despojos.
Marcelino y sus compañeros contemplaron absortos los cadáveres de sus compatriotas, fueron obligados a desnudarse a palos y a lavarse en una ducha de agua congelada. Después, los nazis les dieron unos sucios y asquerosos trajes a rayas que habían sido utilizados con anterioridad: los agujeros de bala indicaban el trágico destino de sus anteriores portadores, la ejecución.
"En los años que estuve en aquel siniestro campo pude comprobar que entre pasar frío, hambre o miedo, lo peor, sin duda, es el miedo. Aunque tengas la certeza de que te van a matar. Si tienes hambres es horroroso. El frío todavía es peor. Pero el miedo no tiene remedio. (...) Si nos hubiésemos dejado paralizar por el miedo, ninguno de nosotros habría sobrevivido a Mauthausen". Esto es lo que le contó Marcelino Bilbao a su sobrino nieto Etxabhun Galparsoro, historiador que ha recogido su escalofriante testimonio en el libro de memorias Bilbao en Mauthausen (Crítica).
La obra recoge las vivencias del deportado vasco en el campo de concentración, desde su llegada en 1940 hasta la liberación en en mayo de 1945 por las tropas aliadas, que inmortalizó la cámara de Francesc Boix. Es la memoria del horror, una enfermedad en forma de recuerdo de la que Marecelino y el resto de supervivientes nunca lograron sanar. Porque la maquinaria de exterminio nazi se prolongó más allá del desenlace de la II Guerra Mundial en forma de secuelas psciológicas, patologías crónicas o fallecimientos prematuros.
Los partidos de fútbol
La escena en la que Marcelino Bilbao estuvo más cerca de la muerte se registró cuando llevaba poco más de un mes en Mauthausen. El primer día que bajó a trabajar a la cantera del campo, uno de los lugares donde más atrocidades se cometieron, el joven vasco se saltó las rigurosas y absurdas normas del salvaje kabo por desconocimiento. Este, de nombre Otto, le propinó un golpazo tremendo en la frente con el astil de un pico que le hizo perder el conocimiento.
Ante la mirada de todos sus camaradas españoles, que no podían socorrerle si no querían llevarse otra paliza todavía peor, Marcelino, el número 4628, comenzó a desangrarse. Lo que le salvó fue el frío extremo que hacía aquella mañana: la brecha paró de verter sangre porque se había congelado. Se reincorporó como malamente pudo, se puso un trozo de tela mugriento sobre la herida y a trabajar malherido. Tardaría unas semanas en recuperarse de todo, hasta encontrar una válvula de escape en medio de la barbarie: el fútbol.
Según explica Galparsoro en el libro citando el testimonio de otro preso español, Luis Gil, el Peque, un grupo de republicanos creó un domingo de finales de 1940 o principios de 1941 una pelota con trapos, papeles, trozos de cuero y cordel. Se pusieron a jugar un partido de fútbol delante de unos barracones y en vez de ser castigados por las SS por indisciplina, los nazis terminarían por regalarles un balón en condiciones para jugar una liga interna entre los equipos polaco, austriaco, alemán y español.
Estos partidos se disputaban los domingos por la tarde, y según le recordó Marcelino a su sobrino nieto durante las entrevistas para redactar sus memorias, "en Mauthausen jugar al fútbol equivalía a poder salvar momentáneamente la vida". El vasco era un jugador de nivel, cuya popularidad aumentó en el campo por sus filigranas con el balón.
"Alguien podría preguntarse cómo teníamos ganas de practicar el fútbol después de haber sobrevivido a toda una terrorífica semana, trabajando esclavizados y con esporádicos desfallecimientos que nos causaba el hambre. ¡Pues menos mal que teníamos esa suerte, porque precisamente en eso radicaba el éxito de mi supervivencia hasta el momento, en ser un buen futbolista", recordaría Bilbao, que sufrió el boicot deportivo de unos "mangantes" catalanes y 'fichó' por el equipo austriaco.
Pero la mayor retribución de esta popularidad venía en forma de los contactos que se hacían y, en consecuencia, en el aumento de las probabilidades de recibir un trozo de pan extra. Marecelino, que hasta 1945 sería partícipe de las labores de resistencia de los presos españoles en el campo —aunque se muestra muy crítico con el egoísmo de los comunistas— lo tuvo claro: "De esa manera sobreviví yo también a Mauthausen, mediante el fútbol". Una historia increíble.