Atravesar las puertas del campo de exterminio de Auschwitz era la sentencia de muerte para cualquier judío. Fritz Kleinmann, un joven austriaco de 18 años, había escuchado los rumores sobre las cámaras de gas que permitían a los nazis asesinar a cientos de personas al mismo tiempo. No le achantaron los comentarios perturbadores, y decidió entregarse a un suicido seguro con tal de permanecer al lado de su progenitor, Gustav, que iba a ser enviado desde Buchenwald a Auschwitz en octubre de 1942. "Tienes que olvidarte de tu padre. Van a gasearlos a todos", le advirtió el kapo; él permaneció firme, determinado: "Quiero estar con mi padre pase lo que pase. No puedo seguir viviendo sin él".
Ambos habían sido apresados en Viena, donde vivía la familia, en septiembre de 1939 y fueron deportados, con escasos días de diferencia, a Buchenwald, uno de los mayores centros de prisioneros de Alemania. Cómo lograron sobrevivir durante casi seis años, pasando por cinco campos de concentración diferentes y manteniéndose unidos, es una odisea de supervivencia imposible de explicar (y de creer); un compendio de suerte —si se le puede llamar así— y solidaridad que provocó uno de los mayores milagros del Holocausto.
La historia de Gustav y Fritz, padre e hijo, la cuenta Jeremy Dronfield, escritor e historiador británico, en El chico que siguió a su padre hasta Auschwitz, que llegar ahora a España editado por Planeta. Se trata de un relato vertiginoso, novelesco, inverosímil, que adquiere la forma de un thriller pero que no esconde ningún vestigio de ficción. Provoca escalofríos recorrer el drama de los Kleinmann, reconstruido por Dronfield gracias al diario que logró escribir Gustav en los campos de concentración de forma clandestina, unas memorias de Fritz y una serie de entrevistas con otros miembros de la familia.
Antes del estallido de la II Guerra Mundial, Gustav Kleinmann, un veterano de la Gran Guerra herido en dos ocasiones, trabajaba como tapicero en la capital austriaca. Se había casado con una chica, Tini, con la que había tenido cuatro hijos. Pero la aparente calma explosionó con el Anschluss: los judíos comenzaron a sufrir los ataques de los nazis y fueron desposeídos de sus negocios. Los que no lograron huir, acabarían en los campos de concentración.
Tras un breve periodo trabajando en los desagües, Gustav y Fritz fueron destinados a la cantera de Buchenwald como vagoneros, una tarea peligrosísima por el enorme peso de los volquetes que debían transportar, y que a menudo aplastaban y desmembraban a los prisioneros. Y es que no se priva Jeremy Dronfield en narrar las prácticas más salvajes que emplearon los oficiales nazis en los campos de concentración. En ese mismo, se creó el llamado Bloque de la Muerte, un barracón a donde destinaban a los judíos enfermos que tenían prohibida la entrada a la enfermería. También actuó allí el doctor de las SS Hanns Eisele, que pinchaba inyecciones letales a los heridos más graves.
Una historia inverosímil
"El chico es mi mayor alegría. Nos damos fuerzas el uno al otro. Somos uno, inseparables", escribió Gustav en su libretita secreta en Buchenwald, donde contrajo disentería y a punto estuvo de morir. Las palabras que reflejó en su diario en el infierno antes de ser trasladado con su hijo a Auschwitz son de una entereza admirable, conmovedoras: "Todo el mundo dice que este es un viaje hacia la muerte, pero Fritz y yo no nos desanimamos. Me digo a mí mismo que un hombre solo puede morir una vez".
En el mayor campo de exterminio lograron sobrevivir gracias a sus dotes de albañilería, construyendo, junto a otros reclusos, como Primo Levi, el subcampo de Monowitz. Pero más allá de todos los horrores perpetrados durante el Holocausto, tan documentados en multitud de libros y testimonios, destaca un encuentro absurdo, ilógico, que tuvo Fritz con Alfred Wocher, un soldado alemán invalidado para el combate en el frente, un ingenuo que creía que "el fürher nunca encerraría a nadie que no hubiera hecho nada malo". Unas declaraciones más difíciles de creer incluso que la propia historia de los Kleinmann.
La milagrosa historia de Gustav y Fritz cuenta con tantos giros de guion, tantas situaciones al límite, que parece imposible que de todas saliesen con la esperanza renovada de permanecer un día más con vida. No les sucedió lo mismo a Tini, la madre, y a Herta, una de las hijas, asesinadas en Bielorrusia junto con otros mil judíos. Los otros dos hermanos, Kurt y Edith, lograron salvar sus vidas huyendo a América y Reino Unido. "No hubo otro padre e hijo que pasaran por todo el infierno juntos, de principio a fin: la vida bajo la ocupación nazi, Buchenwald, Auschwitz, la resistencia de los presos contra las SS, las marchas de la muerte, Mauthausen, Mittelbau-Dora, Bergen-Belsen... y volvieran a casa vivos", escribe Jeremy Dronfield.
Solo se separaron Gustav y Fritz en enero de 1945, en el traslado de Auschwitz a Mauthausen. Iban en vagones descubiertos, muertos de frío. El padre estaba exhausto, sin fuerzas; el hijo había conseguido ropa de abrigo y había ingeniado un plan para escapar, pero no era capaz de dejar a su progenitor atrás después de tanto tiempo, de superar tantos momentos críticos. Este le dijo que lo intentase, no podía negarle la oportunidad de vivir. Sus caminos se bifurcaron, pero la historia tendría un final feliz, como el de las obras de ficción. Solo que esta fue real.