Eran niños imberbes, menores que de repente se vieron enfrascados en una guerra interminable; en alpargatas y con un fusil vetusto, fueron arrojados a las trincheras, donde descubrieron el miedo, el hambre, los efectos de las granadas de los obuses que impactaban en sus carnes inocentes. El día que cumplía dieciocho años, a Joan Guasch ya le faltaba una pierna. Su camarada Eudald Vila, como tantos otros, asomaba la mano por encima del parapeto buscando una bala que le hiriese. Una estampa absurda, pero la única forma que tenía de escapar con vida de aquel infierno del Ebro.
Santiago Pujol se cubría de los disparos enemigos imitando a las perdices que estaban a su lado: "Pegaditas al terreno, sin atreverse a levantar el vuelo, qué listas...". La cremallera de la chaqueta de Pere Torrents se teñía de rojo cada vez que la subía: era la sangre de los piojos aplastados que se agazapaban ahí y en todas partes. Pere Godall soñaba en la trinchera que tocaba el piano, tumbado boca abajo y repiqueteando los dedos contra la tierra polvorienta, como si se tratase de un teclado. Microescenas del frente, las vidas de unos chavales que murieron de España, como decía Unamuno.
Todos ellos resultaron afortunados si hacemos caso a lo que decía Josep Benet: "Desde julio de 1938 vivo de regalo". Son los supervivientes de la bautizada como Quinta del Biberón, los 27.000 muchachos que la Segunda República llamó a filas cuando la derrota en la Guerra Civil era inevitable. "Resistir es vencer", clamaba sin esperanza el presidente Negrín para justificarse. Pero a qué precio: sacrificando a miles de estos adolescentes nacidos en 1920 en el frente del Segre, en la fallida ofensiva del Ebro; sentenciándoles luego a las cárceles franquistas y al silencio.
Las historias de veinticinco de estos biberones, narradas en toda su crudeza y por los propios protagonistas, las rescata y entrelaza el periodista Víctor Amela en Nos robaron la juventud (Plaza&Janés), un libro tan necesario como emocionalmente demoledor; un cúmulo de conmociones en forma de entrevistas que manifiestan lo repugnante de la guerra, las situaciones inverosímiles que acontecen cuando la muerte planea sobre los seres humanos, más todavía si no llegan ni siquiera a la edad adulta.
Muchas de estas conversaciones, ya de ancianos —solo quedan siete vivos—, con los jóvenes que lograron sobrevivir, las fue publicando Amela cada 25 de julio, aniversario del inicio de la batalla del Ebro, en las páginas de su periódico, La Vanguardia. Pero había una razón detrás: su tío Josep, hermano de su padre, fue un biberón. Lo descubrió el día de Navidad de 1977, cuando su tío se desabrochó la camisa y le dijo: "¿Ves la cicatriz? La bala me entró por aquí y salió por aquí". "A mis diecisiete años entiendo que un disparo de fusil pudo matar a Pepito, mi tío Josep, a la misma edad que ahora tengo yo", reflexiona el periodista en su obra.
Pero nunca le contó nada más. "El libro es el diálogo interior con mis incógnitas, el proceso de comprender los motivos del silencio de mi tío", dice el también novelista barcelonés. Hay más fibra humana que Historia. Josep Amela murió en 2005 y, entre sus pertenencias, su sobrino halló una caja de zapatos con cinco fotografías y seis cartas redactadas desde las entrañas de la guerra, en las que le decía a su madre que todo iba bien para no preocuparla. "Eso fue lo que me movió a saber más, a hacer todas estas entrevistas hasta ahora", explica el autor.
—¿Cómo lograste romper ese silencio permanente de los biberones?
—La mayoría de supervivientes de esta generación, después de que les obligaran a cumplir con cinco años de servicio militar, se incorporaron a la vida social y callaron: sabían que si van a un bar y decían una inconveniencia o tenían un conflicto, iban a ser denunciados y, con su pasado, encarcelados. Por eso se convirtieron en sombras en vida, sin casi interacción con el mundo hasta la muerte de Franco.
—Otra especie de topos del régimen.
—Algunos escribieron cuadernos o grabaron cintas narrando sus peripecias de la guerra por las noches, en secreto en sus habitaciones. Eran personas que no podían compartir lo que llevaban dentro. Mantuvieron vidas de topos integrados, pero en realidad eran topos emocionales.
—¿Qué fue lo que cambió?
—En 1983 crearon la Agrupación de Supervivientes de la Quinta del Biberón y a partir de ahí empezaron a hablar, a organizar colectas e incluso inauguran ¡de su bolsillo! un monumento por la paz en la Cota 705 de Serra de Pàndols, un lugar inaccesible, brutal, donde murieron muchos de sus amigos. Compartían haber sido miembros de una misma generación y que les putearan la vida. El año pasado se reunieron cinco. Van a cumplir cien años...
Los pelargones
Desesperados por el transcurso de la guerra, los dirigentes republicanos (Azaña, Negrín, Companys) aprobaron en abril de 1938 reclutar a chiquillos que jamás habían empuñado un fusil para engrosar las filas del Ejército Popular. Tan solo les pidieron que llevasen de sus casas un plato, un cubierto, una cantimplora y una manta. El decreto fue enviado a 27.000 de ellos; algunos huyeron despavoridos, la gran mayoría llegaron en unos días al frente. Se calcula que unos 12.000 lograron cruzar al otro lado de la ribera del río Ebro y atacar las posiciones franquistas. Más de 5.000 perdieron su juventud en aquellos barrancos.
¿Cómo se sabe tan poco de ellos? ¿Por qué sus historias han caído en el olvido? "Es algo que también me intriga", reflexiona Víctor Amela. "Hay libros muy buenos, pero se ha hecho muy poco sobre esta quinta en particular. Supongo que este silencio se debe a que es una vergüenza para los gobernantes de la República. Lo refleja muy bien lo que dice el biberón Pere Godall: 'Las guerras sirven para que los que mandan envíen a otros a morir. Los políticos de la Generalitat nos enviaron como carne de cañón a los de mi quinta'".
Pero el periodista recuerda que en el otro bando se registró un fenómeno similar: la Quinta del Pelargón, investigado por Francisco Gragera y que le ha servido para dibujar un retrato más genérico: "Al principio muchos jóvenes se incorporaron a la Falange voluntariamente, pero el 25 de agosto de 1938 Franco aprobó un decreto por el que los jóvenes de 17-18 iban a ser militarizados y enviados al frente", detalla Amela. "Todo esto es incómodo incluso para España como país".
Porque todo el absurdo de la Guerra Civil devorando las prometedoras e inofensivas vidas de estos chicos lo resume esta sentencia del biberón Eudald Vila: "Enviaron al sacrificio a los niños de familias pobres. Y nadie de los que nos masacraron nos pidió jamás perdón: ni Franco, ni Negrín, ni Companys, ni Rojo. Yo nunca he podido ver una película de guerra: ¡yo sé cómo sangra alguien al que ha herido una bala!".
Y ejemplo de una generación rota, de todos los jóvenes que se marcharon al frente y nunca más hubo noticias de ellos, la resume la historia del joven de la portada del libro, inmortalizado por Francesc Boix, el fotógrafo de Mauthausen y otro integrante del Biberón. "Es un soldado desconocido, no sabemos su nombre. Pero esto para mí lo hace más bonito porque encarna la estampa de un soldado de esa quinta: ingenuo, cándido, que no sabe dónde está ni qué le va a suceder", cavila Víctor Amela. "Puedo ver a mi tío en esa cara... Y tengo la esperanza de que algún día me llame alguien diciendo que tiene una foto en su casa de su abuelo y que se parece mucho a este joven". La historia viva de la Guerra Civil.