El teniente coronel Friedrich Ahrens observó a un lobo cavando un agujero en la nieve profunda del bosque de Katyn, a las afueras de la ciudad rusa de Smolensk. Al lado del animal, el militar alemán vislumbró una cruz de abedul como las que se colocan sobre las tumbas de los soldados y rápidamente dio aviso al oficial al mando. Era finales de enero de 1943 y la tierra estaba congelada: hubo que esperar hasta mediados de marzo para que el lugar pudiese ser examinado. Aquellas fosas escondían miles de huesos humanos.
Tres años antes, primavera de 1940: más de 22.000 oficiales y funcionarios de la élite polaca son ejecutados con un balazo en la nuca entre los árboles del bosque de Katyn, al borde de una fosa común, y en otros lugares de la Unión Soviética. Muchos de ellos fueron a la muerte atados, otros con sus abrigos sobre la cabeza. Había oficiales de Estado Mayor, médicos, profesores y hasta medallistas olímpicos. También una mujer, la piloto Janina Lewandowska. ¿Su delito? Ser supuestos "criminales de guerra", "contrarrevolucionarios".
Pero en este caso, los verdaderos asesinos fueron Stalin y sus secuaces, con Lavrenti Beria, jefe del temible NKVD, la policía secreta de Moscú, a la cabeza. Fue el mayor crimen cometido por los soviéticos en el trascurso de la II Guerra Mundial, una escalofriante lista de ejecuciones que el Kremlin tardó medio siglo en reconocer. Ahora, un ensayo del periodista e historiador alemán Thomas Urban, titulado La matanza de Katyn (La Esfera de los Libros), bucea en documentos originales y los relatos de los testigos oculares de la masacre para construir una rigurosa y documentada historia que vierte luz sobre todos los intentos de manipulación y mentiras que se encadenaron.
Su relato arranca con la inverosímil firma del Tratado de No Agresión entre la Alemania Nazi de Hitler y la Unión Soviética, y recordando que la invasión de Polonia en septiembre de 1939 no solo fue obra las tropas de la Wehrmacht. El Ejército Rojo, atacando desde el este, tomó 180.000 prisioneros polacos, unos números que superarían los 230.000 tras las detenciones realizadas por los funcionarios del NKVD en las semanas posteriores. La élite del país sería encerrada en tres campos de concentración: Kozelsk, Ostashkov y Starobelsk.
El 5 de marzo de 1940 comenzaron las tareas de liquidación: el Politburó emitió la 'Decisión nº 144', según la cual se fusilaría a 25.700 polacos. Dos días después, Beria firmó la orden de destierro por diez años de todos los allegados de los condenados a muerte sin su conocimiento. A partir de mediados del mes de abril, unas 60.000 mujeres, hijos, hermanos y padres fueron deportados a la estepa kazaja en condiciones miserables. Vivieron en pésimas cabañas de madera o agujeros en el suelo. Miles de ellos no sobrevivieron al primer invierno, con temperaturas de hasta 45º bajo cero. Todas sus propiedades fueron entregadas a los oficiales del Ejército Rojo y a miembros del Partido Comunista.
Los reos fueron transportados en trenes en grupos de 250 personas y conducidos al bosque de Katyn en autobuses. Los guardias soviéticos les habían hecho soñar con una inminente liberación, pero en realidad iban a ser despedidos con un disparo en la cabeza. "El nombre de este pequeño pueblo en el oeste de Rusia representa el intento de Stalin de exterminar a la clase dominante polaca, para extender su sistema totalitario de la Unión Soviética a Polonia. La orden del Kremlin no solo afectó a Katyn, sino también a otros lugares donde murieron, en total, unos 25.000 oficiales e intelectuales polacos", escribe Urban.
La jugada de Goebbels
La Operación Barbarroja lanzada en junio de 1941 sacudió el transcurso de la II Guerra Mundial: los nazis invadieron el territorio anexionado por los soviéticos y estos huyeron despavoridos hacia el este, elevando en miles el número de víctimas polacas. Paradójicamente, Moscú decretó una amnistía cuya finalidad era integrar a los oficiales de Polonia —a los que no habían ejecutado— en las filas del Ejército Rojo. A finales de ese año, se habían creado tres divisiones polacas, con un total de casi 40.000 hombres exhaustos y mal alimentados.
Pero el hallazgo en Katyn por los alemanes de las pruebas de la masacre soviética abrieron un nuevo frente en la guerra. "No podía creer lo afortunado que era", dijo de Joseph Goebbels, ministro nazi de Propaganda, uno de sus subordinados. Rápidamente y empujado por Hitler, armó una campaña destinada a abrir una brecha en los aliados: el 11 de septiembre de 1943, la agencia alemana informó del hallazgo de las fosas comunes con miles de cuerpos. El duelo propagandístico había dado el pistoletazo de salida: Radio Moscú contraatacó diciendo que sus enemigos habían preparado los cuerpo en Auschwitz y los habían enterrado en el bosque de la localidad rusa.
La operación de Goebbels fue un éxito a medias: por una parte, logró que el Gobierno polaco en el exilio reclamase al resto de los Aliados que una misión de la Cruz Roja realizase un informe sobre el terreno. La URSS, evidentemente, no estaba dispuesta a dilucidar responsabilidades. Reino Unido y EEUU trataron de apagar el incendio: en un telegrama, Churchill le dijo A Roosevelt: "Los hemos convencido de que no se concentren en los muertos, sino en los vivos, en el futuro, no en el pasado".
Los nazis, por el contrario, sí supieron explotar informativamente la masacre: Goebbels ordenó que los propios polacos relatasen a sus compatriotas los extremos de las ejecuciones. La Cruz Roja del país realizó una investigación en la que se concluía que los asesinatos tuvieron lugar entre marzo y abril de 1940 a raíz de los documentos encontrados entre los cadáveres.También les llamó la atención las heridas de bayonetas cuadradas que presentaban muchos de los cuerpos: este tipo de arma solo la poseían el Ejército Rojo y el NKVD.
A pesar de las evidencias irrebatibles, Stalin siempre negó la implicación de la URSS en la matanza de Katyn. Todo este proceso de sucesión de versiones lo reconstruye con elegancia y atractivo Thomas Urban en su libro. Algunos pasajes de su investigación se leen con perplejidad, sobre todo el capítulo dedicado a la Comisión Burdenko, una operación de reescritura sistemática de la historia orquestada por Beria y su delegado, Vsevolod Merkulov.
Los talleres de falsificación de los servicios secretos soviéticos, escribe el historiador, recibieron el encargo de "producir y obtener documentos fechados entre el otoño de 1940 y el verano de 1941. Debían demostrar que los oficiales polacos aún estaban a salvo en los campos soviéticos durante este período". Fotografías aéreas tomadas por los alemanes y conservadas en los archivos estadounidenses evidencian que en Katyn "se utilizaron excavadoras y bulldozers para realizar extensos movimientos de tierra" entre octubre y noviembre de 1943. También persiguieron a todo tipo de testigos mediante calumnias, intimidación o la liquidación. Pero las mentiras terminaron desvelándose.