Cuando Austen Henry Layard, un joven explorador inglés que trabajaba como asistente del embajador británico en Constantinopla, escuchó en 1842 que una misión arqueológica francesa había hallado en la región de Mosul la ciudad del rey asirio Sargón II, persuadió a su jefe para desafiar al imperio rival con una guerra de excavaciones. Su equipo, tres años más tarde, empezó a prospectar el yacimiento de Nirmund, donde pronto desenterraron los primeros toros alados que flanqueaban las puertas de los palacios de la civilización asiria.
Entusiasmado por las noticias sobre estos descubrimientos, el Gobierno británico brindó más recursos a la expedición de Layard. Los resultados siguieron siendo fascinantes en las campañas posteriores: en la orilla del río Tigris salió a la luz la antigua ciudad de Nínive, donde se halló el palacio del poderoso Asurbanipal, el último gran monarca de Asiria (c. 669–c. 631 a.C.), con sus asombrosos relieves grabados de batallas y caza de leones. Y un tesoro aún más importante desde el punto de vista histórico: su biblioteca con miles de tablillas cuneiformes, por fin un testimonio directo de un imperio que había sido el mayor del mundo.
La llegada de estos objetos a Reino Unido desató una verdadera sensación. George Smith, un joven grabador de billetes, comenzó a visitar el Museo Británico durante sus descansos para el almuerzo y a empaparse de todas las fuentes clásicas que contenían referencias a la civilización asiria. Se convirtió en un experto, en un reconocido asirólogo, y así lo dictaminó la institución: en 1861 le pidieron que pusiera orden a la colección de tablas y uniera los fragmentos, de los que en la actualidad hay más de 30.000 documentados.
Pero no fue tan sólo un trabajo soñado. Una década más tarde, Smith realizó un descubrimiento magnífico, inesperado, relevantísimo: en una de las tablas de arcilla del Poema de Gilgamesh, la primera de las grandes epopeyas literarias de la humanidad y escrita en lengua acadia, descifró el relato épico de unos dioses furiosos dispuestos a inundar la Tierra y destruirla. Pero uno de ellos, Ea, revela el plan a Utnapishtim, a quien conmina a construir una barca para salvarse junto a su familia. La única condición que le impone es la de subir a bordo pájaros y animales de todas las especies.
El desenlace de la historia es similar al que Occidente conocía en aquella época —finales del siglo XIX— a través de los textos bíblicos: tras seis días de diluvio, las nubes escamparon, y el vuelo sin retorno de un cuervo confirmó que las aguas estaban retrocediendo. Pero esta tablilla —Smith, después de traducirla, "saltó y corrió por la habitación en un gran estado de emoción y, para asombro de los presentes, comenzó a desnudarse", según un testigo—, tallada en el siglo VII a.C., seguía la estela de un relato mucho anterior, de mediados del tercer milenio a.C., las hazañas de un rey mesopotámico. Es la versión primigenia del Arca de Noé, mucho más antigua que la narrada en el Génesis.
De Miguel Ángel al cine
El hallazgo del asirólogo británico sirvió pare evidenciar que la parábola del diluvio universal —el ahogo y renacer de una civilización en torno a parejas de animales— no fue una ocurrencia exclusiva de los redactores de la Biblia —los antiguos griegos, por ejemplo, también ingeniaron su propia versión, personalizada en las figuras de Deucalión y Pirra, como relata Ovidio en Las metamorfosis; así como las culturas india, musulmana o los seguidores del zoroastrismo—.
Pero la historia del Arca de Noé, un término que ahora vemos cómo se emplea para bautizar a esos espacios en los que el Gobierno pretende confinar a los positivos asintomáticos por coronavirus para controlar la pandemia, a los lazaretos improvisados del siglo XXI —y de paso aumentar las críticas de la oposición: "El Arca de Noé se construyó antes del diluvio", ha lamentado Pablo Casado—, ha tenido un protagonismo destacado en la mentalidad occidental: desde la producción de las primeras imágenes religiosas hasta la persecución de una prueba material que confirme la leyenda.
Según se relata en el Génesis, "Dios dijo a Noé: 'He decidido acabar con todos los mortales, porque la tierra se ha llenado de violencia a causa de ellos. Por eso los voy a destruir junto con la tierra. Constrúyete un arca de madera resinosa, divídela en compartimentos, y recúbrela con betún por dentro y por fuera (...) Porque dentro de siete días haré llover sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, y exterminaré de sobre la haz del suelo todos los seres que hice' (...) A los siete días, las aguas del Diluvio vinieron sobre la tierra".
La escena ha sido motivo artístico desde la Antigüedad: por ejemplo, una de las primeras documentadas es la pintura mural de la catacumba romana de Santa Domitilia, fechada en torno al siglo III, que representa a Noé saliendo de la embarcación con las manos en posición de rezo. Pero la recreación más famosa es la que realizó Miguel Ángel para la Capilla Sixtina, en la que se imprime un mayor dramatismo al colocar el foco sobre la multitud que trata de huir y esquivar la subida del agua, pero que no va a lograr salvarse del castigo de Dios. También el ilustrador francés Gustave Doré dio forma a la mítica nave en uno de sus icónicos dibujos.
En cuanto al cine, lo cierto es que no hay un clásico del diluvio universal al estilo de Los diez mandamientos (1956) de Cecil B. DeMille o Ben-Hur (1959), de William Wyler. La historia del Arca de Noé aparece en La Biblia (1966), con John Huston como salvador de la especie humana —y director—; o en la superproducción de 2014 Noé, dirigida por Darren Aronofsky y con Russell Crowe como protagonista. La versión más antigua es la de Michael Curtiz de 1928. El relato bíblico también se ha adaptado a los dibujos animados e incluso a la comedia, con Steve Carell en un disfraz de Noé moderno en Sigo como Dios.
La búsqueda del arca
En el año 2014, otro conservador del Museo Brtiánico, Iving Finkel, condujo un nuevo y sorprendente hallazgo sobre la historia del diluvio universal: a sus manos llegó una tablilla cuneiforme —gracias a la donación de un tal Douglas Simmonds, que a su vez había heredado la pieza de su padre, coleccionista de antigüedades— grabada entre 1900 y 1700 a.C., mucho antes que las de la biblioteca de Asurbanipal.
La tabla babilónica, cuyo particular Noé recibe el nombre de Atrahasis, de unas sesenta líneas, se reveló en un manual de instrucciones y de materiales para la construcción de un arca... ¡redonda! "Para cualquiera que tenga en mente la imagen típica que se aprende de las ilustraciones de libros, un arca redonda es extraña al principio, pero, reflexionando, la idea tiene sentido. Un barca impermeabilizada nunca se hundiría y que fuese redonda no es un problema porque nunca tuvo que ir a ninguna parte: todo lo que tenía que hacer era flotar y mantener el contenido seguro: un bote salvavidas cósmico", escribió Irving al explicar su descubrimiento.
Los expertos creen que las inundaciones frecuentes provocadas en Mesopotamia por el Tigris y el Éufrates pudieron inspirar el mito. Pero si algún sumerio o mesopotámico llegó a seguir esas directrices y articuló una embarcación hecha a base de juncos, fibra de palma y raíces, no se ha identificado evidencia alguna. Porque ese es otro de los misterios del Arca de Noé: su búsqueda. Según el Génesis, el monte Ararat, en Turquía, sirvió de puerto cuando el diluvio universal cesó y las aguas comenzaron a retirarse.
Hasta allí, hasta el volcán de más de 5.000 metros de altura, se han enviado distintas expediciones a la caza de un mínimo vestigio del arca, desde la del zar ruso Nicolás II en 1916 —supuestamente exitosa, pero las pruebas se perdieron, curiosamente, durante la Revolución de Octubre del año siguiente— hasta las dirigidas por el astronauta James Benson Irwin. No obstante, el primero que afirmó haber descubierto un trozo de madera de la mítica nave fue el explorador británico sir James Bryce, en 1876. Otros muchos le han seguido.
La última y polémica expedición arqueológica, con expertos chinos y turcos, se envió en 2010. Proclamaron estar al 99% seguros de haber encontrado el Arca de Noé. Y no solo eso, sino que estaría prácticamente intacta, ¡con restos de paja en uno de los camarotes!, según una foto que distribuyeron. La datación de sus análisis aseguraba que la embarcación tenían una antigüedad de unos 4.800 años y que podría haber acogido a animales. La misión fue impulsada por un grupo evangelista de Hong Kong y nadie se creyó el resultado. La leyenda continúa.