El rey español Felipe II siempre destacó por ser un hombre minucioso y ordenado en todos los ámbitos de su vida. Austero, rutinario y obcecado con la religión, fue uno de los monarcas españoles con mayor formación humanística. No obstante, pese al enorme territorio que regía y a sus victorias militares, siempre tuvo problemas de salud.
Desde los 36 años padecía de gota, lo cual le impedía caminar debido a los dolores. Tenía una silla especial fabricada para él cuando tenía que ser transportado por obligaciones de Estado. Su debilidad física le llevó a obsesionarse con la muerte y el fallecimiento de su hija Catalina Micaela de Austria mientras paría, junto a las derrotas bélicas que había cosechado años atrás, terminaron por hundir al rey.
Su salud empeoró y hasta perdió la movilidad en su mano derecha. De hecho, comulgó por última vez el 8 de septiembre de 1598, ya que los médicos se lo prohibieron a partir de ese momento por miedo a ahogarse al tragar la hostia. La hidropesía y la incapacidad de ingerir sólidos generaban en el rey una agonía que duró dos meses.
Sin embargo, antes de morir, Felipe tuvo tiempo para dejar claro cómo quería ser enterrado y elaboró toda clase exigencias, tal y como describe el periodista Javier Ramos en su nueva publicación La España Sagrada. Historia y viajes por las reliquias cristianas (Arcopress): "Felipe II ordenó que abrieran el ataúd de su padre, el emperador Carlos V, para ver cómo estaba amortajado y dispuesto, porque él quería quedar de manera idéntica".
Asimismo, ordenó que se construyera un ataúd de plomo que cerrara herméticamente y evitara los malos olores. A su vez, este féretro debía ser introducido en otro de madera. Todo ello, claro estaba, con la aprobación en vida del propio monarca. El resultado del ataúd debía ser de su gusto.
Finalmente, el rey murió en una alcoba de El Escorial con su hijo como testigo. Tal y como se menciona en libros históricos la muerte se debió a una pediculosis, infección que produce una irritación cutánea. Sin embargo, es más probable que las llagas y el deterioro del cansado cuerpo terminaran con la vida de Felipe II entre los dolores y gritos que resonaban en los muros de El Escorial y que se silenciaron tras la madrugada del 13 de septiembre.
"Hijo mío, he querido que os halléis presente en esta hora para que veáis en qué paran las monarquías de este mundo", le confesó en un último suspiro el rey que había expandido la hegemonía hispánica a todos los rincones del globo a su hijo y heredero Felipe III, quien por entonces tenía 20 años.
"Se abrió el testamento para cumplir con los oficios religiosos que Felipe II dejó dispuestos: tuvieron que celebrarse 62.500 misas y cuando se hubieran dicho estas, ordenó otras seis misas diarias, más 24 de réquiem en los aniversarios de su nacimiento y muerte", relata Ramos.
Felipe II no fue el único rey que se obsesionó con la muerte. Su padre Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico llegó a ensayar su propio funeral. Se metía dentro del ataúd y escuchaba con las oraciones por su alma desde el interior. Este hecho insólito, en el que Carlos V quería estar presente —en vida— en su propio funeral, era una actividad que se repetía con asiduidad en el Monasterio de Yuste.