El 1 de febrero de 1943 un iracundo coronel soviético detuvo a un grupo de escuálidos prisioneros alemanes entre los escombros de Stalingrado y exclamó mientras señalaba los edificios en ruinas que les rodeaban: "¡Así va a acabar Berlín!". La escena, recogida en el libro de Anthony Beevor Berlín. La caída: 1945 (Crítica), un deseo en aquel momento, se convirtió en una profecía cumplida dos años más tarde, cuando los soldados Alexei Kovalyov, Abdulkhakim Ismailov y Aleksei Goryachev izaron el 2 de mayo la bandera de la URSS en lo alto del Reichstag. El corazón de la Alemania nazi había sido conquistado; su führer, Adolf Hitler, se había pegado un tiro en la cabeza.
Para aquel entonces, la batalla de Berlín se había prolongado durante dos terribles semanas, desde el 16 de abril. Un heterogéneo ejército de unos 80.000 defensores, que mezclaba tropas de la Wehrmacht y de las Waffen SS con niños y ancianos de la Volkssturm —las milicias populares— y muchachos fanáticos de las Juventudes Hitlerianas, había sido arrollado por 1,5 millones de atacantes del Ejército Rojo que disponían de la friolera de 6.250 tanques. Para hacerse con la ciudad, que quedó destruida al 90% en la zona del centro, dispararon casi dos millones de obuses.
El último gran choque de la II Guerra Mundial en suelo europeo fue tan apocalíptico como el resto de la contienda, como se puede apreciar en las imágenes que van debajo de estas líneas. El Tercer Reich estaba descabezado y su derrota era ya irreversible. El 8 de mayo, hace exactamente 75 años, la Alemania nazi firmó la rendición incondicional. La guerra, que seguiría unos meses más en el Pacífico, la más devastadora de la historia, había terminado.