La relación entre musulmanes y cristianos en la Península Ibérica no puede borrarse del mapa. Sus mezquitas, detalles artísticos e incluso el castellano evidencian la huella que dejaron en la actual España. No obstante, en el pasado, tras la Reconquista, la relación entre ambas creencias sufrió una serie de altibajos.
En 1502, los Reyes Católicos obligaron a todos los musulmanes de Al-Ándalus a elegir entre el exilio y el bautismo. Los que optaron por quedarse fueron denominados moriscos. Pero la tensión entre cristianos y moriscos fue creciendo. En 1566 Felipe II decretó la prohibición del uso de la lengua árabe, hecho que agravó la convivencia, detonando dos años más tarde con la rebelión de las Alpujarras. A raíz de este conflicto, la Corona comenzó a sopesar la idea de expulsar a los moriscos. Finalmente, su expulsión se llevó a cabo en varias fases entre 1609 y 1613.
Sin embargo, muchos de los conversos trataron por todos los medios posibles impedir tal desenlace. Estos intentos por no abandonar sus hogares no se llevaron a cabo mediante las armas y la violencia, sino mediante la manipulación. Tal y como escribe historiador bilbaíno Juanjo Sánchez Arreseigor en ¡Caos histórico!: mitos, engaños y falacias (Actas), la arqueología y la historia están repletas de tergiversaciones, pero los plomos del Sacromonte son una de las más curiosas.
Entre 1595 y 1599 se hallaron una serie de láminas de plomo en el arrabal de Valparaíso (Granada). "Los textos de los plomos hablaban de san Cecilio, patrón de Granada, y daban detalles de su martirio bajo Nerón. También incluían historias de otros mártires como san Tesifón, a los que se describe como árabes conversos", escribe el historiador bilbaíno.
Asimismo, los descubrimientos mencionaban hechos populares en la época de entonces y planteaban elementos sincréticos islámico-cristianos. "Los plomos defendían también el dogma de la Inmaculada Concepción", conocido en España pero ampliamente discutido en Roma. Además, se hablaba de los árabes como pueblo elegido en vez de los judíos.
Inmediatamente, se convocaron diferentes juntas de expertos. Benito Arias Montano, secretario de Felipe II, afirmó que eran falsos. No era posible que un manuscrito del siglo I estuviera redactado en castellano y declaró que quien había manipulado los plomos tenía como fin falsificarlos —estaban grabados tenían letras deformadas para darles un aspecto más antiguo y se emplearon sellos y emblemas envejecidos—. Otros muchos eruditos y hasta el nuncio papal rechazaron la veracidad de los plomos.
No obstante, Felipe II creyó que los hallazgos eran un signo divino. Describían hechos históricos que al monarca devoto le interesaban: que Santiago vino realmente a España, cosa que se dudaba desde Roma, o la primacía de Granada como difusora del cristianismo, o la exaltación del culto mariano, incluyendo un pedazo de su mano, que Felipe II solicitó para El Escorial.
"Austero, rutinario y muy obcecado con la religión, en nombre de la fe su inmenso imperio no dejó de desangrarse a costa de guerras y ruinas mientras él atesoraba la mayor colección de reliquias de la historia". Así describe Javier Ramos al monarca español en su libro La España Sagrada. Historia y viajes por las reliquias cristianas (Arcopress).
En su veintena había comenzado a interesarse por las reliquias cristianas y pronto se convertiría en uno de los mayores coleccionistas de Occidente. Tras visitar los Países Bajos en 1550, la comitiva real hizo una escala en la ciudad alemana de Colonia, donde el príncipe y los nobles adquirieron varias reliquias. Desde entonces, Alemania sería el destino ideal para buscarlas. Pero en este caso, su obsesión se encontraba en España.
La monarquía contra el papado
El arzobispo Pedro de Vaca y Castro declaró a Valparaíso como sacro-monte y asta creó allí una abadía donde comenzó a aprender árabe. Daba igual que el Vaticano se resistiera a aceptar el descubrimiento como un tesoro real o que el papa Inocencio XI dictaminara que fueran "ficciones humanas, fabricadas para la ruina de la fe católica, contrarias a las escrituras".
Curiosamente, quizá por las presiones de Felipe II primero y de Felipe III posteriormente, quien continuó el legado de su padre, declaró auténticas algunas de las reliquias. Según Arreseigor, dicha declaración resulta ilógica, pues la única prueba de su autenticidad eran los textos que sí se declaraban falsos. El historiador comenta que detrás de las falsificaciones debían encontrarse Miguel de Luna y Alfonso Castillo.
Eran moriscos de clase alta que a su vez eran discriminados por su origen. Aspiraban a ser tratados como cristianos viejos y gozar de la condición de hidalgos con los privilegios fiscales correspondientes. El Imperio otomano amenazaba desde el Mediterráneo y pese a haberse convertido al cristianismo, los moriscos eran considerados de segunda en la sociedad española de la época.
Este tipo de falsificaciones no eran nada innovadores. Ya existían años atrás para exaltar linajes moriscos o atribuirse un origen de cristianos viejos. De todos modos, los plomos habían llegado a convencer a los monarcas españoles, lo cual generó todo un revuelo en la España de entonces.
"Por desgracia la historia no tuvo final feliz", apunta Arreseigor. El 9 de abril de 1609 Felipe III firmó el decreto para que los moriscos fueran expulsados oficialmente. Es cierto que la mayoría de las familias ricas de origen musulmán consiguieron no abandonar Granada pero no habían conseguido su objetivo de mantener a toda la población morisca.