En la película Elizabeth: la edad de oro (2007), que narra la llegada al trono inglés de Isabel I —interpretada por una estupenda Cate Blanchett— hasta su glorificada victoria sobre la Gran Armada de Felipe II, se dibuja a un rey español despótico y posesivo, con un caminar ridículo y guiado exclusivamente por su fanatismo religioso. Más allá de los juegos cinematográficos con la tormenta que hunde sus barcos en el Támesis y los truenos que al mismo tiempo descuelgan las cruces en El Escorial, a la cinta de Shekhar Kapur solo le faltó incluir una escena inquisitorial como éxtasis de la apología de la leyenda negra.
Un recurso, por otro lado, sumamente utilizado en la ficción. El último ejemplo lo encontramos en la serie Hernán (Prime Video), donde una inventada y conversa novia del conquistador durante su adolescencia acaba ardiendo con sus padres en la plaza de Medellín —previa sesión de tortura— tras ser declarados herejes. Es la imagen más identificable de la Inquisición (española, fundamentalmente): las ejecuciones en la hoguera. Y eso que un nutrido grupo de historiadores lleva décadas investigando a este y a otros tribunales religiosos de la Europa Moderna —y derribando mitos— para construir un relato claro sobre su escala de actuación.
Un ensayo muy interesante en este sentido es Fe y castigo, publicado ahora en España por Cátedra, un trabajo coordinado por los norteamericanos Charles H. Parker y Gretchen Starr-LeBeau que reúne las reflexiones de un total de 26 especialistas. Y no lo es por ofrecer datos novedosos o testimonios inéditos, sino por abordar la disciplina social inculcada a través de la ortodoxia religiosa de los siglos XVI y XVII comparando la acción punitiva de las inquisiciones católicas y los confesionarios calvinistas —la institución eclesiástica más característica de las asociadas a Juan Calvino, uno de los impulsores de la Reforma protestante—, dos instituciones con siniestras reputaciones.
Fue esta una época marcada por un intenso conflicto religioso, en la que el juicio —divino y terrenal— y el castigo se cernieron sobre los cristianos de todo el continente en forma de campañas disciplinarias generalizadas para atajar las transgresiones individuales, pero sobre todo para generar un claro sentimiento de identidad. Contra lo que pueda parecer ante un vistazo superficial, la idea vertebradora del libro es que el objetivo principal de estos tribunales eclesiásticos fue la reincorporación de los fieles a la comunidad y a la fe, la búsqueda de la buena conducta moral, y no el castigo.
"Las expulsiones definitivas de herejes encarcelados a través de la 'relajación al brazo secular' [la pena de muerte] representaron solo una pequeña muestra de casos (aproximadamente, un 1,5%) entre el Concilio de Trento y la Ilustración del siglo XVIII. De un modo similar, los estudios sobre los consistorios calvinistas también han revelado el carácter sumamente extraordinario de las excomuniones definitivas en casi todas las comunidades reformadas", destaca E. William Monter, profesor emérito de Historia en la Northwestern University y uno de los historiadores que ha estudiado a fondo ambas instituciones.
La obra coral, de lectura exigente pero muy didáctica, reflexiona de forma comparada sobre las similitudes y diferencias de estos tribunales, su cronología, las bases legales, los procedimientos o la identidad de sus víctimas, entre otros aspectos. Una empresa, destacan los editores, inexistente hasta el momento, pero necesaria para proporcionar información sobre estos dos tribunales que tuvieron un impacto importante y controvertido en los lugares donde actuaron. En concreto, se analiza la actividad de las Inquisiciones española, italiana y portuguesa; y de los consistorios ubicados principalmente en cuatro lugares: la Suiza francesa, Francia, Escocia y Países Bajos.
Ya desde los capítulos iniciales, que abordan los marcos legales y administrativos, se desmontan los principales mitos, las visiones negativas más extendidas. Las instituciones reformadas se han interpretado tradicionalmente como un tribunal eclesiástico para el castigo de un amplio abanico de malas conductas y para la erradicación de creencias erróneas. "En general, el consistorio hizo mucho más que imponer disciplina y castigar a los transgresores. También proporcionó consejo y favoreció la virtud, con el fin de reconducir a lo pecadores por el camino de la bondad a través del arrepentimiento y la reforma", señala Raymond A. Mentzer, de la Universidad de Iowa.
Si bien los tribunales católicos, sobre todo los de la Península Ibérica, desarrollaron una especial dureza contra los presuntos moriscos y judaizante durante sus primeros años, hasta la década de 1530, Christopher F. Black, de la Universidad de Glasgow, destaca que los inquisidores fueron "más escépticos" frente a las acusaciones de brujería que los jueces de muchos Estados protestantes y de otros católicos: "Las Inquisiciones, una vez completamente establecidas, consolidaron los necesarios procedimientos jurídicos con el fin de buscar la salvación de las almas y el arrepentimiento más que los correspondientes castigos". Y para ello, no actuaban solos ni de forma arbitraria, sino que contaban con unos manuales, una guía escrita y oral que apostaba por corregir los errores.
Procedimientos y penas
No obstante, las diferencias entre ambos tribunales eran importantes. Las Inquisiciones funcionaban como tribunales estatales autorizados por el papado, estaban dotados de un vasto número de jueces, abogados y funcionarios, tenían derecho a usar la tortura y poseían la facultad de derivar al acusado al brazo secular para que este ejecutara la pena de muerte. Los consistorios, por su parte, no eran tribunales independientes: funcionaban como una junta de gobierno de las Iglesias locales reformadas y eran los pastores y un grupo de ancianos quienes los integraban. No podían torturar ni encarcelar a nadie por decisión propia, aunque trabajaban en estrecha relación con los poderes estatales que sí podían hacerlo.
Sobre los procedimientos inquisitoriales, Gretchen Starr-LeBeau y Kimberly Lynn aseguran que las Inquisiciones de la Edad Moderna "no eran la cámara de los horrores que imaginan los polemistas". La tortura, el método más infame, estaba regulada, y solo se utilizaba cuando había fuertes discrepancias entre la declaración de inocencia del acusado y las pruebas evidentes contra él o cuando no había testigos. Y las confesiones debían ratificarse a las veinticuatro horas, cuando la amenaza del martirio había desaparecido.
En cuanto a los castigos, las ofensas menores se saldaban con el embargo de propiedades; mientras que los casos más graves, probados en su totalidad se castigaban con penas como el encarcelamiento, los latigazos —entre 50 y 300—, trabajos forzados en las galeras —entre dos y ocho años—, el exilio o la ejecución, que era "bastante rara". "En general, a las víctimas arrepentidas se las estrangulaba o decapitaba por clemencia antes de quemarlas en la hoguera, mientras que a los acusados que no se arrepentían no se les ahorraba la humillación ni el sufrimiento y eran quemados vivos", relatan las historiadoras. Especialistas como Henry Kamen han asegurado que el número de víctimas mortales de la Inquisición española, por ejemplo, estaría en torno a las 3.000.
Aunque en teoría las diferencias en la capacidad de ambos tribunales eclesiásticos para castigar eran importantes, en la práctica se observa otro diagnóstico. En Escocia, por ejemplo, los consistorios gozaban de prerrogativas similares a las de los inquisidores; y en Ginebra, donde el poder coercitivo parecía residual, las estrechas conexiones con los tribunales penales dieron como resultado un castigo corporal más punitivo de lo que se creía.
Margo Todd, profesora de Historia en la Universidad de Pensilvania, dibuja también varios niveles de castigo: los pecados que merecían una simple amonestación, la sentencia habitual era una multa o la humillación pública como la escocesa 'silla del arrepentimiento' —se sentaba al culpable en público durante una serie de domingos y se le obligaba a confesar—. Los más graves contemplaban el castigo físico: prisión, exhibición en la picota o en un carro de estiércol o el destierro. La pena espiritual más extrema era la excomunión. La ejecución era "una rareza".
En el libro, para rebatir las leyendas negras de estas instituciones —sin caer ni mucho menos en un blaqueamiento: es un análisis objetivo y revelador—, se narran casos en los que curiosamente imperó la benevolencia ante un pecado reconocido. A finales de 1558 y principios de 1559, el consistorio ginebrino juzgó a un tal Claude Dufour por permitir que su hija se casara con un católico. Se justificó señalando una decisión económicamente rentable para él, fue excomulgado pero luego se ganó la readmisión al arrepentirse. Lo curioso es que nunca obligó a su hija a romper su matrimonio "pernicioso" y aún así obtuvo el perdón.
Un ejemplo similar se registró en abril de 1604 durante un auto de fe en Ciudad de México. El portugués Antonio Gómez fue condenado a morir en la hoguera por un delito de herejía calvinista. Pero al conocer su destino, confesó aduciendo "ignorancia", una circunstancia atenuante. Los inquisidores lo enviaron de vuelta a la prisión y un año más tarde le conmutaron el castigo por el más indulgente de reconciliación. Una anomalía, pero bastante significativa. Escapó de la muerte por la acción de confesar.