Hace unos meses, un estudio científico de un grupo de investigadores confirmó lo que era un secreto a voces: la endogamia, las relaciones de consanguinidad entre los reyes de la Casa de los Austrias, que gobernaron España entre los siglos XVI y XVII, era la responsable de sus deformaciones físicas, especialmente su característica mandíbula prognática. Una práctica, no obstante, también practicada en otras familias reales como la de los Borbones. Por ejemplo: Carlos IV se casó con su prima María Luisa de Parma, con la que tuvo hasta catorce hijos.
Pero quizá el mayor exponente de la endogamia borbónica sea el sucesor de Carlos IV, Fernando VII, el rey deseado que acabó siendo detestado por el pueblo a consecuencia de sus traiciones y felonías. Tuvo cuatro esposas y muchos problemas para engendrar un heredero al trono: no lograría legar un vástago varón, sino que transmitió el cargo a su hija Isabel II, la primogénita del enlace con su última esposa. Del cuarteto, solo una de ellas no compartía sangre con el monarca absolutista: las otras fueron una de sus primas y dos sobrinas.
La primera mujer que inauguró la costumbre de Fernando VII de casarse con miembros de su familia fue María Antonia de Nápoles, quien veía al entonces príncipe de Asturias como "enteramente memo, ni siquiera un marido físico y, por añadidura, un latoso". La boda se produjo en 1802, pero la primera vez que se vieron cara a cara, la reina creyó desmayarse: "En el retrato parecía más bien feo que guapo; pues bien, comparado con el original, es un adonis", le escribió al archiduque de Toscana, su primo. Aunque los problemas no terminaban ahí: como le relató a su madre María Carolina en varias misivas, el rey era incapaz de cumplir con sus obligaciones en el lecho matrimonial.
Y la dama no se calló la insatisfacción de su hija. En una carta destinada al marqués de Gallo en marzo de 1803, decía sobre "el Deseado": "Debe ser muy fuerte, cuando a los dieciocho años no se siente nada y a fuerza de orden y de persuasión se hacen pruebas inútiles sin resultado, sin consecuencia; no hay placer ni efecto. Esto me parece muy extraordinario y muy desgraciado para quien se halle a su lado".
El origen del asunto lo explica Emilio La Parra en su fundamental biografía sobre Fernando VII, (Tusquets): "Lo que realmente desazonó a María Antonia y, por ende, a su madre, fue la carencia afectiva del príncipe y su impotencia sexual. Fernando era un joven inmaduro, afectado de macrogenitosomía (desarrollo excesivo de los genitales), causa de la aparición tardía de los caracteres sexuales secundarios; no se afeitó hasta seis meses después de la boda. Su acusada timidez y su abulia, que tanto molestaron a su esposa, le incapacitaron para hacer frente a una situación para él imprevista. Como desveló su suegra, solo once meses después del matrimonio llegó a consumarlo".
Muy bien dotado
Cuatro años después de haber contraído nupcias y tras dos abortos, María Antonia murió de tuberculosis. La siguiente esposa del rey felón fue también de su propia sangre: Isabel de Braganza, su sobrina, la hija de su hermana mayor. Una mujer poco agraciada que fue recibida en palacio con un burlesco pasquín: "Fea, pobre y portuguesa... ¡chúpate esa!". Tan solo fue reina veintiséis meses, pero le dio tiempo a abrir el Museo del Prado y lograr que las mujeres accediesen a la Academia de San Fernando para que fueran formadas en las artes mientras su cónyuge se pasaba la noche de parranda en los prostíbulos.
Dio a luz a una hija que apenas vivió unos meses, y en su segundo parto le rasgaron el estómago —una cesárea mortal— para tratar de sacar con vida al heredero al trono. "Haga todo lo que sea menester, pero salve al niño", inquirió el rey al médico. La terrible escena la narró así el cronista Wenceslao Ramírez de Villarrutia: "Hallándose en avanzado estado de gestación y suponiéndola muerta, los médicos procedieron a extraer el feto, momento en el que la infortunada madre profirió un agudo grito de dolor que demostraba que todavía estaba viva".
La tercera mujer de Fernando VII fue la única con la que no compartía el apellido Borbón, María Josefa Amalia de Sajonia, una niña de dieciséis años criada en un convento que quedó horrorizada por los atributos de su marido desde la noche de bodas —el papa hasta tuvo que enviarle una carta indicándole que las relaciones sexuales dentro del matrimonio estaban consentidas—. Así lo narró en una carta el escritor Prosper Merimée:
"La reina fue puesta en el lecho sin ninguna preparación. Entra Su Majestad. Figúrese a un hombre gordo con aspecto de sátiro, morenísimo, con el labio inferior colgándole. Según la dama por quien sé la historia, su miembro viril es fino como una barra de lacre en la base, y tan gordo como el puño en su extremidad; además, tan largo como un taco de billar. (...) Ante esta horrible vista, la reina creyó desvanecerse, y fue mucho peor cuando Su Majestad Católica comenzó a toquetearla sin miramientos, y es que la reina no hablaba más que el alemán, del que S. M. no sabía ni una palabra, así que la reina se escapa de la cama y corre por la habitación dando grandes gritos".
Una década se prolongó este enlace hasta que unas fiebres le causaron la muerte a María Amelia en 1829. Y una vez más, Fernando VII encontró una nueva mujer en el árbol genealógico de los Borbones: su sobrina María Cristina, hija de su hermana María Isabel y Francisco I de las Dos Sicilias. Esta reina gobernadora, reconocida corrupta y mala madre, lograría al fin entregarle un sucesor al trono de España —los rumores palaciegos indican que el monarca empezó a utilizar durante las relaciones sexuales un cojín con un agujero en el centro—, aunque no fue varón: el rey felón tuvo que abolir la ley sálica para que Isabel II, no sin guerra civil de por medio con su tío Carlos María Isidro, fuese nombrada reina.