Cuando viajó a Constantinopla en 1850, Gustave Flaubert quedó deslumbrado, profetizando que un siglo después aquella ciudad sería la capital del mundo. Aunque el novelista francés erró en su apuesta, Estambul se erige en la actualidad en un sitio totalmente fascinante no solo por su belleza histórica y las postales bañadas por el Bósforo; sino sobre todo por simbolizar el encuentro de dos mundos, por representar una suerte de nudo físico entre Oriente y Occidente y los valores universales.
Y si algún sitio concreto de la metrópolis que ha sido epicentro de dos imperios —bizantino y otomano— ejemplifica esa conexión de civilizaciones y cruce de religiones es la plaza Sultanahmet. A un extremo se levanta la imponente Mezquita Azul, construida a principios del siglo XVII y con seis minaretes para rivalizar con La Meca; justo enfrente, a unos centenares de metros, se encuentra la basílica de Santa Sofia —Ayasofya en turco—, uno de los logros arquitectónicos más impresionantes de la humanidad, impulsada en el siglo VI por el emperador Justiniano como núcleo del cristianismo.
Nueve siglos después, en 1453, Mehmet el Conquistador, tras certificar la toma de Constantinopla, entró en la saqueada catedral, contempló los radiantes mosaicos bizantinos que representaban a la Virgen María y decidió, como un acto simbólico del triunfo del islam, que aquel edificio debía convertirse en mezquita. Santa Sofía mantendría esa función hasta que el gobierno de Mustafa Kemal Atatürk, el fundador del Estado turco moderno, decidió transformarla en museo en 1934. Un estatus del que el nacionalismo, liderado por el presidente Recep Tayyip Erdogan, quiere ahora despojarla.
El Consejo de Estado, el máximo tribunal administrativo de Turquía, ha celebrado este jueves la vista de un juicio destinado a decidir si Santa Sofía, un monumento declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, vuelve a convertirse en un lugar de culto islámico. La decisión se anunciará en los próximos 15 días, según una fuente judicial citada por Reuters, pero todo indica que el decreto de conversión en centro cultural será revocado por los precedentes registrados en los últimos años con otras iglesias bizantinas de la ciudad. Grecia, EEUU o Francia ya han reclamado que mantenga su función de museo.
De iglesia a museo
Más allá de la batalla ideológica y electoral planteada por los islamistas turcos, Santa Sofía desprende un significado histórico impresionante, en el que se funden las dos religiones que han dominado Constantinopla/Estambul. Si en la planta baja se conservan elementos de la mezquita como el mihrab, en la misma zona, a la altura del ábside, deslumbra el mosaico figurativo de la Virgen María en un lujoso trono con el niño y sobre un pedestal de joyas. Exceptuando Jerusalén, no hay un lugar igual en el mundo.
Si bien la basílica que sobrevive en la actualidad —varios terremotos la han golpeado a lo largo de los siglos, aunque sin llegar a derribarla— se construyó en el siglo VI, en la misma zona hubo una iglesia previa. La construyó en 360 el emperador Constantino y cuatro décadas más tarde quedó reducida a cenizas durante unas protestas. Teodosio II impulsó su reparación, completada en 415, levantando un edificio —del que se conserva un friso de ovejas— de cinco naves cubierto por un techo de madera. Pero este volvería a ser víctima de un incendio en 532, durante una serie de altercados registrados durante el reinado de Justiniano I.
Con la rebelión sofocada, el líder del Imperio bizantino ordenó levantar un catedral colosal sobre los restos que habían sobrevivido de Santa Sofía, y para ello ordenó traer los materiales más ricos de sus dominios, como las columnas del templo de Artemisa, mármol verde de Tesalia o roca negra del Bósforo. Tras cinco años de trabajo —el edificio fue construido por Isidoro de Mileto y Antemio de Tralles—, la basílica se inauguró el 27 de diciembre de 537. Según el historiador Procopio de Cesárea, Justiniano exclamó al ver su deseo realizado: "¡Salomón, te he vencido!", en referencia al templo de Jerusalén.
Durante 900 años, Santa Sofía —hoy el museo más visitado de Turquía con casi cuatro millones de turistas— fue la principal y más grande catedral del mundo cristiano. Su inmensa cúpula, solo superada en tamaño por la del Panteón de Roma, alcanza los 56 metros de altura y está decorada con inscripciones coránicas. Hasta la conquista otomana, estuvo recubierta de frescos y mosaicos dorados, cuyas piezas era habitual escucharlas impactar contra el suelo hasta la restauración emprendida en el siglo XIX durante el gobierno del sultán Abdül Mecit. En sus galerías destacan el mosaico de la déesis, que representa a la Virgen con Juan Bautista y Pantocrátor, y otros dos que dibujan a los emperadores Constantino IX y Juan II y a las emperatrices Zoé e Irene flanqueando a Cristo y a la Virgen respectivamente.
Santa Sofía, como sede del patriarca ortodoxo de Constantinopla, fue el escenario principal de las ceremonias imperiales bizantinas, entre ellas las coronaciones de los emperadores. El edificio conserva en su planta baja un cuadro de mármoles nobles que señala el lugar donde se supone que estaba situado el trono u omphalos (centro del mundo). En la época de las cruzadas, la basílica perteneció durante un pequeño paréntesis de tiempo al papado católico (1204-1261).
Dos siglos después los otomanos conquistaron Constantinopla tras un asedio de 54 días y Santa Sofía fue reconvertida en mezquita —Mahoma había profetizado que el primer musulmán en rezar allí iría al paraíso—. La decisión la adoptó el sultán Mehmet II después de ver cómo sus soldados expoliaban todos los tesoros de la catedral. Se construyeron cuatro alminares —tanto para llamar al rezo como para reforzar la estructura del templo— y se añadieron excepcionales tondos caligráficos en las columnas de la nave principal con las inscripciones de Alá, el profeta Mahoma, sus dos nietos y los cuatro primeros califas. Los motivos cristianos de la cúpula también fueron recubiertos con citas coránicas. Y ahí descansan los restos de cinco sultanes.
Todos esos diálogos entre las dos religiones históricamente enfrentadas que se atisban tanto dentro de Santa Sofía como en la plaza Sultanahmet, donde lo que antaño fue una catedral cristiana encuentra su antítesis en la Mezquita Azul, pude verse ahora revertido por la decisión de volver a convertirla en un lugar de culto islámico. Desprender al templo de esa narración histórica única que permite desde su condición de museo sería como volver a levantar una barrera entre Occidente y Oriente.