La tierra todavía estaba húmeda y removida por las lluvias torrenciales de la jornada anterior. La joven Escolástica, recién entrada en la veintena, disfrutaba de un largo paseo veraniego con su madre, María Perez, y su padrastro, Francisco Morales. La caminata les había llevado desde la pequeña localidad de Guadamur hasta Toledo, y en el trayecto de vuelta, una necesidad fisiológica asaltó a la futura maestra. Se ocultó tras unas piedras y fue sorprendida por un destello que salió de una laja desplazada. Cegada por la curiosidad, avisó a sus padres. Acababan de descubrir una auténtica joya arqueológica visigoda, el Tesoro de Guarrazar.
El hallazgo se registró de casualidad el 25 de agosto de 1858, gracias a los efectos provocados por una violenta tormenta. Los protagonistas desenterraron las impresionantes piezas —coronas y cruces de oro, piedras preciosas y otras valiosas piezas de orfebrería—, las lavaron en una fuente cercana y se las llevaron a su casa. No se dieron cuenta, sin embargo, de que había una cuarta persona en el escenario: un hortelano de nombre Domingo de la Cruz, quien se acercó al sitio cuando la familia se marchó y se topó con otra tumba que también contenía un preciado depósito.
El Tesoro de Guarrazar, bautizado así por el nombre de la finca donde fue descubierto y que hoy se distribuye entre los fondos del Museo Arqueológico Nacional, el Musée National du Moyen-Âge de Paris y el Museo de la Armería del Palacio Real de Madrid, constituye el conjunto de orfebrería visigoda más importante de los conservados, el mejor ejemplo de la actividad de los talleres oficiales de la corte toledana y permite descifrar la relación de esta monarquía con la Iglesia católica en su convulso final. Está compuesto por diez coronas votivas —entre las que sobresale la del rey Recesvinto (649-672)— y ocho cruces de oro, una esmeralda con una Anunciación tallada, piedras preciosas, perlas, esmaltes, nácares y cristal tallado, todo fabricado en el siglo VII.
Pero del tesoro apenas se preserva un tercio del total. Cuando corrió la noticia del hallazgo, los vecinos de Guadamur se congregaron en la zona, que llevaba años abandonada, a la caza de cualquier mínimo vestigio. Todos querían su parte del lote. Cuando al año siguiente el arqueólogo J. Amador de los Ríos se dispuso a investigar el yacimiento, se encontró con una suerte de un campo de minas: en el sitio se habían ensayado "repetidas excavaciones, más bien con el afán de arrancar a la tierra escondidos tesoros que con el ilustrado anhelo de pedirle doctas enseñanzas".
Si la parte del conjunto de Guarrazar que la familia Morales-Pérez sacó a la luz terminó siendo vendida a través de un intermediario experto en diamantes al Estado francés, más aciago destino correrían las reliquias que se agenció el hortelano Domingo: tras mantener las piezas ocultas durante un par de años, decidió vender tres cuartas partes a los joyeros toledanos, que las desmontaron y las fundieron para apagar su rastro y forjar otros lujosos abalorios. En 1861, entregó a la reina Isabel II lo poco que restaba del tesoro, siendo lo más valioso una corona del rey Suintila, que desaparecería del Palacio Real en 1921. Nunca se ha sabido nada más.
Nuevo significado
Es decir, tres años después del hallazgo, apenas quedaban un par de piezas del Tesoro de Guarrazar en España. Hubo que esperar a 1941 y a la aparición de un siniestro personaje de la historia para que la gran mayoría de los objetos expuestos en París se embalasen y fuesen devueltos a su país de origen. Cuando Heinrich Himmler, mano derecha de Adolf Hitler, visitó Madrid en 1940, reservó tiempo para visitar el Museo del Prado y el Museo Arqueológico Nacional, donde quedó prendado de la réplica de la Dama de Elche. La original se mostraba entonces en el Louvre, y era ya 'propiedad' de los nazis, pues ocupaban Francia desde el mes de junio.
En 1941, además de lograr al fin la devolución de la joya por excelencia de la cultura íbera, Himmler aprobó entregar al Gobierno de Francisco Franco, vía intercambio de objetos, gran parte de las piezas del tesoro visigodo que se conservaban en el Museo de Cluny, entre ellas seis de las diez coronas que han sobrevivido desde el siglo VII. Se calcula que en total se habrían enterrado unas veintitrés, quizás alguna perteneciente a otro rey, pero las artimañas del hortelano Domingo significaron la pérdida de más de la mitad.
Las investigaciones arqueológicas también han permitido resolver el contexto de lo que en un principio parecía un ocultamiento ante la imparable invasión musulmana de la Península, sobre todo después de la derrota de las fuerzas cristianas dirigidas por Rodrigo en la batalla de Guadalete o de la Laguna de la Janda (711). Juan Manuel Rojas, director de los trabajos desde 2013, y su equipo han descubierto un auténtico yacimiento —vestigios de un posible palacio, de una iglesia basilical, de un edificio de 30 metros de longitud o de un cementerio visigodo—, que descartan la hipótesis del enterramiento en una finca cualquiera. Aquello era un complejo religioso.
Según se explica en la página web del MAN, los elementos del Tesoro de Guarrazar son "adornos relacionados con la liturgia y el culto, algunos con carácter de exvoto, que fueron donados por reyes o personajes de alto rango civil o eclesiástico a los santos mártires de los templos de la sede regia toledana, en petición o agradecimiento por su intercesión ante Dios. Allí, engalanaban lugares de especial relevancia, como el altar o los sepulcros de los santos a los que se rendía culto. Estos ricos objetos son el testimonio de la alianza establecida entre la Monarquía y la Iglesia, la corona y la cruz, como forma de unir sus destinos y de legitimar mutuamente su poder".
El gran misterio que resta por resolver es el paradero de la corona de Suintila, que anhela una suerte de milagro todavía mayor que el registrado en 2014, cuando la alcaldesa de Guadamur, Sagrario Gutiérrez, durante los trabajos de excavación en una de las estructuras documentadas, removió la tierra con una paleta y sacó a la luz una de las joyas preciosas que se había desprendido de uno de los elementos de oro que simbolizaban el poder real. Era la zona de la fuente en la que Escolástica, su madre y su padrastro habían lavado las piezas del tesoro.