EL ESPAÑOL ofrece un fragmento de las memorias del jesuita Pedro León (1545-1632), reeditadas por Renacimiento bajo el título de La mala vida en la Sevilla de 1600 y que constituyen una de las crónicas más fascinantes y morbosas del Siglo de Oro. Su ministerio le llevaría a recorrer toda Andalucía, aunque sus misiones apostólicas más importantes las condujo en la capital hispalense, sobre todo en la Cárcel Real, en los arrabales de las murallas y en las mancebías de El Arenal sevillano, donde el autor consagró a los pobres, los marginados y los presidiarios.

El padre León coincidió en dicha prisión con Miguel de Cervantes Saavedra y no sería descabellado suponer que confesara más de una vez al autor El Quijote. También fundó casas para mujeres arrepentidas, un hospital para galeotes, una cofradía en la cárcel para atajar la blasfemia y una Congregación de Caballeros Incondicionales "para sacar a los presos del pozo de sus muchas desgracias". Su manuscrito, del que han bebido las aventuras del Capitán Alatriste o la serie La Peste, se revela en una descripción detallada de todos los crímenes, pecados y vicios de los penitentes.

***

1587

El primero para quien me llamaron fue un hombre honrado llamado Fulano Otero (hermano de un mercader muy rico de la Alcaicería llamado Fulano Manos Albas) por haber hecho moneda falsa. Estando ya condenado para quemar lo fui a confesar y me lo encontré loco y sin juicio. Por tal lo tenían también todos los de la cárcel y los que entraban a verlo.

Como no se había confesado, los jueces no se atrevían a ejecutar la sentencia. Pasaron muchos días e hicieron que lo visitaran los médicos para comprobar si era fingido o no. Tras haberlo visto y considerado lo dieron por loco. Las cosas que hacía eran tales que, aunque los médicos no lo hubieran asegurado, ellas mismas lo atestiguaban. Se pasaba el santo día sentado en una silla destrozada, comiéndose los piojos y dejando entrar y salir las moscas en su boca, sin hacer otra cosa que menear constantemente la cabeza y comerse las cascarrias de las narices. Y lo que es más, comía su propia mierda. Aquello daba muchísimo asco a los que lo sabían y le veían cubierto de multitud de piojos. Todos insistíamos que se le enviara a la casa de los locos para eliminar de allí aquel espectáculo.

Pasados más de diez meses vino a verme un hombre de bien que le llevaba la comida y lo limpiaba de parte de sus hermanos y de sus familiares. No era poco el trabajo que le daba aquello porque el loco se ensuciaba en la misma silla desvencijada en que estaba sentado siempre.

—Padre, —me dijo aquel hombre— tengo que decirle algo en el mayor secreto. Es muy importante para la salvación de un alma que está en pecado mortal, alguien que está amancebado y hace muchos años que no se confiesa, ni siquiera ahora que acaba de pasar la Cuaresma y las Pascuas.

—¿Y yo voy a poder remediar eso, hermano? —respondí.

—Si. Podrá.

—¿Es que ese hombre quiere confesarse conmigo?

—Sí que quiere.

—Pues que venga en buena hora que yo lo confesaré con la mejor gana.

—No, padre, no puede venir aquí. Tendrá que ir a confesarlo donde está él.

—Pues bastará con decirme dónde es, cuál es la casa, y vamos —dije.

—La casa la conoce el padre muy bien porque va allí todos los días.

—¿Ah, sí? ¿Dónde está esa casa?

—La cárcel pública, donde va vuestra reverencia todos los días.

—Bastará con decirle que la primera vez que vaya me agarre del manteo; iremos entonces a la capilla y en nombre del Señor se hará todo.

El sonrió al oír mi respuesta y dijo:

—No puede ser, padre. Tiene que ser con el mayor secreto. Le conoce muy bien, se trata de Otero al que tienen en la enfermería y todos dan por loco, aunque no lo está más que ninguno de nosotros dos.

—No puede ser. Me quiere tentar haciendo que me ocupe en algo tan inútil como un loco.

—No lo está de ninguna manera —replicó—, tiene tan buen juicio como el que más sano esté. Y aunque ha pasado por cosas que habrían hecho perder el juicio a muchos, él sigue tan cuerdo.

—¿Y qué puedo hacer yo sin que se descubra que está en su sano juicio? En cuanto se den cuenta de que está bien de la cabeza se ejecutará la sentencia y le quemarán.

—Padre, ya sabe que él pasa todo el día en el guardarropa de la enfermería donde no entra nadie y vuestra reverencia tiene libertad para entrar y salir de cualquier lugar de la cárcel. A veces ha entrado allí para confesar a algunos y otras veces para pensar los sermones y las pláticas. Podría hacer como que va a eso y poner a su compañero de guarda para que no entre nadie y les sorprenda. Es una verdadera lástima que ese hombre haya pasado tanto tiempo sin confesarse.

Portada de 'La mala vida en la Sevilla de 1600'. Renacimiento

Me produjo una gran alegría tanto la posibilidad del plan como el que aquel hombre pudiera confesarse sin riesgo de la vida. Pero veía muy difícil que él estuviera dispuesto a descubrir su verdadero estado ante mí por el gran peligro que corría. Sin embargo, aquel hombre me aseguró que todo estaba arreglado y me transmitió unas señas que habían acordado para que el otro supiese que yo estaba de acuerdo y que no había nada que temer.

La contraseña era una conversación que habían tenido la noche anterior al llevarle la cena y mudarle la camisa, porque nadie más que ellos podían saber lo que habían hablado. Fui allí aquella misma tarde con muchas ganas de ver en persona a aquel prodigio: el hecho de que estando en su sano juicio pudiera aguantar lo que estaba aguantando y que fuera capaz de fingir con tal perfección la locura que nadie fuera capaz de sospechar que era falsa, pero con el deseo, al mismo tiempo, de que aquel hombre pudiera confesarse y salir de su mal estado.

Una vez allí le hice unas señas disimuladas, le hablé asegurándole que nadie podía vernos ni oírnos; pero ni por esas. No paraba de menear la cabeza como hacía siempre, manteniendo los ojos cerrados. Yo sentí un gran desánimo porque estaba seguro de que me habían engañado. Cuando volví a encontrarme con el cómplice me preguntó cómo me había ido con el loco.

—No me gusta que se burlen de mí. No está nada bien lo que ha hecho.

—No puede ser. ¿Qué le ha dicho?

—Nada.

—No es posible. Estaba arreglado todo. Esta misma noche le reñiré por no haber cumplido su palabra. Verá cómo mañana habrá cambiado de actitud.

Se despidió aquel hombre con mayor confusión y pena de la que yo sería capaz de describir, pero con una enorme confianza en que todo sería diferente la próxima vez.

—Con sus propios oídos podrá escuchar lo que le he asegurado. Mañana. Empeño en ello mi palabra.

A día siguiente vino a verme de nuevo muy alegre.

—Dice que no se atrevió a hablar por el terror que tiene a que la justicia le lleve a la hoguera.

Me dio una nueva contraseña. Y volví por la tarde para intentarlo de nuevo con el temor de hacer el ridículo. Entré con el mismo recato y más que el día anterior y ya frente a él le dije:

—Otero, hermano, no corre su vida ningún peligro. Sepa además que yo no puedo hablar para que la justicia sepa lo que sucede. Fíese de mí, yo no voy a engañarle de ninguna manera. Me han dicho que si no pudimos hablar ayer fue por miedo, pero no hay de qué tenerlo.

Hay que tener en cuenta para comprender la situación que, como el hermano de aquel hombre era muy rico, estaba haciendo todo lo posible para que trasladasen a su hermano a la casa de los locos. Lo había intentado de modo especial en varias visitas de las que hacen los oidores con el asistente y el justicia a las cárceles los sábados, pero siempre se lo habían denegado. Con dádivas y favores estaba esperando a que se juntasen dos de los oidores que eran amigos suyos, a quienes al parecer tenía bien recompensados para que realizasen una petición de traslado basada en la locura y en el testimonio de los médicos. Y había llegado el día esperado.

Después de oírme, Otero abrió mucho los ojos y comenzó a hablarme con la mayor sensatez.

—Padre, perdóneme lo de ayer, por amor de Dios, y sepa que ya está muy cerca el día en que van a llevarme a la casa de los locos, porque el sábado próximo se juntan los oidores con los que tenemos confianza. Una vez allí será más fácil la confesión.

—Al contrario —dije—, en la casa de los locos habrá más peligro. Más vale confesarse aquí que no lo hay, y más vale también ganar la voluntad de Dios para que todo vaya por el mejor camino.

Pero él se puso otra vez a menear de constantemente la cabeza con los ojos cerrados como acostumbraba y no volvió a decirme ni una sola palabra más. Con esto tuve que regresar a casa tan satisfecho de que todo hubiera resultado verdad como desconsolado por el hecho de que no se hubiera querido confesar.

Llegó el día esperado en que se juntaron los oidores amigos y, presentada su petición junto con el testimonio de los médicos, la justicia ordenó que se le trasladara a la casa de los locos. Estuvo allí cosa de un mes, transcurrido el cual se hizo invisible, porque un día anocheció pero no amaneció en la casa, para renacer al cabo de algún tiempo en Francia sano y salvo con todo su juicio. El obispo de Badajoz, don Andrés de Córdoba, me dijo una vez en su casa, que estando en Roma de oidor de la Rota lo había visto allí y había hablado con él.

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