Cuando el hechizo de Carlos II se esfumó con su muerte en 1700, España atisbó los albores de una nueva dinastía. Al fin iban a quedar atrás las extravagancias y la mortal endogamia de los Austrias; con los Borbones se abría una nueva época. La esperanza y la seducción del pueblo se materializaron el la cálida acogida brindada a Felipe V: fuegos artificiales y arcos de triunfo en cada ciudad para aclamar al primer monarca de la nueva dinastía. Pero este, importado desde Francia, traía en sus carruajes los tambores de una guerra y las locuras contagiosas de familia que se reproducirían durante más de dos siglos.
Trastornos mentales, escasez de higiene, correrías nudistas, lutos demoníacos, príncipes que traicionan a sus padres, la caída del primer productor porno, aficiones soporíferas, intrigas palaciegas, patadas al exilio... Esos episodios lúdicos vertebran también la historia de los Borbones españoles, un collage de personajes variopintos guiados por todo tipo de manías y rarezas. Unas aventuras que componen la cara oculta y más morbosa de la estirpe monárquica que ocupa el trono del país desde principios del siglo XVIII.
La crónica de esos trastornos y adicciones sexuales la recoge el periodista César Cervera en su último libro, Los Borbones y sus locuras (La Esfera de los Libros), una divertidísima síntesis cronológica de la vida y los chismorreos que rodearon a Felipe V y a todos sus descendientes y consortes. Un relato plagado de anécdotas grotescas y curiosas sorpresas que hace brotar incontables carcajadas. Una estupenda recopilación de los comportamientos regios más indescifrables que harán un pasar muy buen rato al lector.
La historia borbónica arranca con Felipe V, que fue enviado a la Península Ibérica sin hablar ni un ápice de español ni conocer las costumbres del país. Era un adolescente melancólico malcriado en Versalles que escuchaba a sus ministros escondido detrás de las cortinas, fingía su propia muerte, deliraba creyendo que era una rana y manifestaba una tremenda adicción al sexo. A pesar de todos estos desvaríos que le provocaban sus "vapores", se mantuvo en el trono cuarenta y seis años, el reinado más largo de España.
Y eso que hizo todo lo posible por apartarse del gobierno del país. Felipe V abdicó en 1724 en su hijo Luis I, cuya vigencia como rey, casualidades del destino, sería la antítesis de su padre, la más breve: murió a los siete meses y medio de su proclamación. No ofreció síntomas de la locura de los Borbones, pero mención aparte merecen las peripecias de su esposa, la reina Luisa Isabel de Orleans. Su abuela paterna la definió como "la persona más desagradable que he conocido en mi vida". En La Granja de San Ildefonso se dedicó a corretear desnuda por los jardines, entregarse a los placeres carnales con sus criadas o a prorrumpir sonoros eructos al concluir sus comilonas.
Tras la segunda etapa del reinado de Felipe V, el trono fue heredado por su segundo vástago: Fernando VI, "un rey débil e hipocondríaco, tardo en reflejos y hosco con sus servidores, pero nunca se despreocupó del gobierno y siempre procuró la felicidad de sus súbditos", escribe Cervera. Sus problemas de salud se precipitaron con la muerte de su querida esposa, Bárbara de Braganza, con quien fue incapaz de engendrar un heredero. Se atrincheró durante un año en el castillo de Villaviciosa de Odón entre llantos, arrebatos y el lanzamiento de sus propias heces al cura que le quería dar la extrema unción. Un monarca "energúmeno y endiablado", como le definían los pasquines, víctima de un trastorno neurológico.
Y aún reinaría en España un tercer hijo de Felipe V: Carlos III. Conocedor de los antecedentes familiares, "el soberano estaba convencido de que el ejercicio y una buena alimentación eran la única forma de combatir la hipocondría hereditaria", señala el periodista de ABC. Mientras que su hermano se había divertido con las sesiones de baile, él no concibió diversión más allá de la caza. "El cuarto de los Borbones españoles solo era feliz entre perros, caballos y escopetas de caza, de las que era un experto coleccionista". El conocido como mejor alcalde de Madrid al fin logró darle nietos a Felipe V, un total de trece, de los cuales la mitad llegarían a edad adulta. La dinastía borbónica estaba asegurada.
El siglo XIX
El siguiente en la lista real es Carlos IV, el primero de los cinco Borbones que reinarían antes de la proclamación de la Segunda República. A todos ellos les une, más allá de la sangre, al menos una experiencia en el exilio. Las expediciones científicas y otras empresas progresistas acometidas durante su reinado quedaron ensombrecidas por su cortejo a Napoléon y a la invasión francesa. "Me pongo absolutamente en sus manos para que disponga como quiera de nosotros", le dijo el rey al emperador. Y fue Carlos el encargado de dar el pistoletazo a la endogamia borbónica casándose con su prima María Luisa de Parma.
Por fortuna para su memoria, el gobierno de su hijo Fernando VII, el felón, marcado por el férreo absolutismo, la sangrienta represión de los liberales o el restablecimiento de la Inquisición, sería mucho más infame. Unos logros que le disparan al top uno de soberanos nefastos en la historia de España. También tuvo muchos problemas —sobre todo uno enorme, en la entrepierna— con las mujeres: necesitó cuatro esposas para engendrar descendencia... femenina. De su relación con María Cristina de Borbón, su sobrina, nacieron Luisa Fernanda y la futura reina, Isabel II.
La cruz de esta mujer —además de las incansables rebeliones de los carlistas— le llegó en forma de marido. Paco Natillas, de nombre real Francisco de Asís, era un hombre afeminado y con pocas luces, cuyos "andares de muñeca mecánica le convertían en una mezcla perfecta entre Francisco Franco y un teleñeco", bromea César Cervera. Ante este panorama, la reina tuvo que buscar el placer lejos del lecho real, granjeándose numerosos amantes y una fama de "golfona". De hecho, cada vez que se quedó embarazada, su esposo "se frotaba las manos pensando en el crucifijo de oro brillante o en el lindo uniforme nuevo que iba a comprarse con las grandes sumas que sacaría a base de extorsionar a su mujer".
De los escarceos amorosos con uno de esos amigos, seguramente el militar Enrique Puigmoltó, nació Alfonso XII, el único varón de los cinco hijos de la reina que llegó a edad adulta. Curtido en el exilio y contemplando desde fuera el hundimiento del breve reinado del extranjero Amadeo I de Saboya y la Primera República, lideró la Restauración borbónica en 1874. Su madre le advirtió de que no cometiera locuras pero no le hizo demasiado caso. Estrenó la corona con dieciocho años y se perdió como su abuelo Fernando en las tabernas rodeado de mujeres. En su extensa lista de amantes se incluía la cantante Elena Sanz, una de las mejores voces de la historia de la ópera. Tuvo dos bastardos que nunca reconocería.
Alfonso XII se había casado anteriormente con su prima María Luisa de las Mercedes, que falleció de forma súbita ocho meses después de la boda. No le sobreviviría mucho más el rey, empujado a la tumba por una bronquitis que contrajo en 1885, a los veintisiete años. Aunque le había dado tiempo, entre amante y amante, a buscarse otra esposa: María Cristina de Habsburgo-Lorena, la madre de Alfonso XIII.
Este último soberano, que sería expulsado del país con la proclamación de la Segunda República, no solo era un apasionado de los coches y estuvo a punto de ser premiado con el Nobel de la Paz por su labor humanitaria durante la Gran Guerra, sino que avivó la tradición pasional de los Borbones. "Llamar mujeriego a Alfonso XIII sería quedarse corto", sentencia Cervera. El monarca, aquejado de halitosis, era un habitual en las salas de variedades y hacía el amor "igual que devoraba una merienda, sin gusto ni gracia, fatalmente como un patán", según Gerard Noel, biógrafo de la reina Victoria. Entre sus otros logros está el título de promotor de películas porno. Felipe V estaría orgulloso.