Esparta fue conocida, sobre todo, por su poderío militar: su ejército fue una de las más fundamentales fuerzas militares en la historia de la Antigua Grecia. Constituía el pilar principal del Estado: la principal obligación de los ciudadanos era convertirse en buenos guerreros, y la de las ciudadanas, parir hijos vigorosos, rudos y fuertes. Era un pueblo disciplinado, a veces, peor: cruel en sus técnicas de entrenamiento, severo hasta el extremo. Ganar o morir.
Aunque todo esto pueda sonar muy testosterónico, Esparta era, en el fondo, un régimen matriarcal. Cierto es que las mujeres estaban oficialmente excluidas de la vida militar y política, pero cuando los varones se entregaban a la guerra -que era a muy a menudo-, ellas eran las encargadas de gestionar y dirigir las propiedades. Ellas tenían el dinero y, por tanto, el poder: de hecho, en el periodo helenístico, algunos de los espartanos más ecos eran mujeres. Vestían como querían, frescas, libres, alegres, con trajes cómodos y diminutos que les permitían moverse a su gusto.
Había actividades que no se consideraban propias de una “mujer libre” en Esparta: como coser. Ellas estaban centradas en la gobernanza, la agricultura, la logística. Se aceptaba que las mujeres pudieran tener sexo esporádico, pero el triunfo social acababa en matrimonio.
Cuentan cosas muy curiosas, como que en la noche de bodas, las mujeres tenían que disfrazarse de hombre para que su marido se tranquilizase y pudiese tener una erección, dado que no estaban acostumbrados a recibir la “mirada femenina” y eso podía atormentarles y estropear el primer coito. También se celebraba un “rapto” de la novia, a fin de espantar el mal de ojo, y se les cortaba el cabello a las chicas como símbolo de que empezaban una nueva vida.
Mujeres libres
Las espartanas hacían gala de hábitos que las atenienses consideraban impúdicos, como enseñar las piernas al caminar -vestían un pealo arcaico sin coser por los costados-; o hacían ejercicios gimnásticos desnudas o semidesnudas sin que eso las abochornase. La fortaleza era lo que más se valoraba en Esparta. Y la superación de uno mismo. Daba igual que viniese de un hombre o de una mujer: de ahí que las competiciones deportivas fuesen mixtas. Ningún espartano se avergonzó jamás de ser derrotado por una mujer.
Una espartana nunca dejaba que su hijo volviese a casa habiendo perdido el honor en la batalla. Les entregaban el escudo a los críos y les decían “o con él, o sobre él”. Y ojo al dato: las mujeres estaban autorizadas para ser adúlteras, ya una vez casadas, pero sólo en el caso de que el hombre que las cortejase fuese más alto y fuerte que su anterior marido. Si así era, no habría reproche jurídico ni social, porque la prioridad era siempre seguir procreando con lo mejor de la especie y garantizar futuros guerreros invencibles.
Las mujeres se casaban más tarde y afortunadamente más maduras que sus contemporáneas: a los 18 años, y, por cierto, con hombres de su misma edad. No existía en Esparta esa jerarquía perversa y patriarcal de casar a las crías con señores para saciar sus más bajos instintos y procurar una fertilidad más “fresca”.
En Esparta se honraba a las mujeres que habían muerto durante el parto con el mismo ahínco que a los guerreros que habían caído en la batalla. Ah, y por cierto: si un hombre se quedaba “solterón” o no había tenido hijos podía pedir ayudar a la “mujer del vecino”, con la única condición de que ella hubiese tenido antes hijos férreos y fuertes.