En 1767, España y Francia acordaron invadir Inglaterra con una flota borbónica de 140 buques de línea. El plan, armado por Étienne François, duque de Choiseul y ministro de Exteriores de Luis XV, y su aliado Jerónimo Grimaldi, uno de los principales ministros de Carlos III, consistía en hundir la armada inglesa, desembarcar un ejército en Portsmouth y en la costa de Sussex para reducir a cenizas el epicentro de la infraestructura naval enemiga, avanzar por tierra hasta Londres aunque sin asediarla y, al mismo tiempo, lanzar un ataque de distracción sobre Escocia y recuperar la plaza clave de Gibraltar.
La estrategia, en la que también se enroló la red secreta de agentes del rey galo, era una revancha por el Tratado de París y el desenlace de la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Sin embargo, los meses fueron pasando y los navíos franco-españoles seguían amarrados en el puerto o abandonados en los astilleros. Con la caída de Choiseul en 1770 y el ascenso al trono de Luis XVI cuatro años más tarde, siendo disuelto el Secret du Roi y archivadas todas sus tretas subrepticias para obtener información, los proyectos de invadir Inglaterra parecía esfumarse para siempre.
Sin embargo, una nueva contienda reavivaría unas aspiraciones que se remontaban casi dos siglos atrás, con Felipe II y su fallida Gran Armada de 1588: la Guerra de Independencia de Estados Unidos. Para 1779, las tropas rebeldes de las Trece Colonias, lideradas por George Washington, se encontraban en una encrucijada. No tenían soldados ni pólvora para resistir las embestidas del poderoso ejército británico. En lo que pretendía ser una jugada maestra, abriendo un nuevo frente europeo, España y Francia concluyeron que sería más inteligente atacar a Inglaterra a través del Canal de la Mancha que en las aguas y en los territorios de ultramar.
El nuevo plan de invasión se concibió durante las negociaciones secretas del Tratado de Aranjuez (1779). Su principal impulsor fue José Moñino y Redondo, secretario de Estado y conde de Floridablanca, que logró convencer a un más escéptico Charles Gravier, duque de Vergennes, el sucesor de Choiseul en la Cartera de Exteriores gala. Tras estudiar varias estrategias, se optó por un desembarco en la isla de Wight, "con el argumento de que dicho ataque debilitaría a Gran Bretaña tanto desde el punto de vista militar como en el diplomático, pero no llegaría a provocar un efecto político no deseado en Europa", relata el historiador Larrie D. Ferreiro en su obra Hermanos de armas (Desperta Ferro) en relación con la hipotética respuesta de los aliados de Francia. También se descartó lanzarse sobre Londres por los elevados costes.
La ocupación de la isla de Wigh, situada a un puñado de millas de Portsmouth, se basaba en una información aportada por un oficial británico renegado, de nombre Robert Mitchell Hamilton, que aseguraba que la base militar aledaña a la localidad costera contaba con una guarnición de apenas 1.000 hombres. La armada borbónica, compuesta por 30 navíos franceses y 20 españoles, debía tomar el Canal de la Mancha y garantizar el transporte en embarcaciones de menor tamaño de un ejército de unos 20.000 hombres que rápidamente debía destruir la escuadra inglesa anclada en Portsmouth.
La operación, prevista para mediados del mes de mayo, hubo de retrasarse un par de meses por la falta de hombres y los trabajos de reacondicionamiento de los viejos navíos franceses, en peor estado —algunos de sus principales buques casi se fueron a pique por "imperdonables" errores de cálculo— que los de la Marina española. El ministro González de Castejón y su principal constructor naval, Jean-François Gautier, habían modernizado y mejorado el sistema de los astilleros y logrado que sus gradas fletaran navíos rápidos con regularidad. Un inconveniente extra fue la ausencia de un sistema común de comunicaciones a través de las señales de banderas.
Finalmente, ambos países lograron reunir una armada combinada de 150 buques —mayor que la de Felipe II, de 128— liderada por el contraalmirante D'Orvilliers que partió de las islas de Sisargas, en la costa de A Coruña, el 29 de julio. En Bretaña y Normandía, al mando del conde de Vaux, aguardaba la mitad del contingente, compuesto al final por 31.000 soldados, para embarcar e invadir Inglaterra.
Un plan fallido
El número de efectivos parecía más que suficiente para sorprender y fulminar a las pequeñas guarniciones y obras defensivas débiles que les esperaban en Portsmouth y Gosport, según habían desvelado los espías españoles y franceses. Pero la tan esperada batalla nunca llegó a producirse. En pocos días, 80 de los hombres de los buques de D'Orvilliers había muerto por lo que parecía escorbuto y 1.500 habían caído enfermos. Entre los fallecidos, se encontraba su hijo. El 2 de agosto, escribió: "El Señor se ha llevado todo lo que tenía en este mundo, pero me ha dejado la fuerza para acabar esta campaña". Nada más lejos de la realidad. Los informes enviados a Carlos III calificaban al teniente general como un líder "incapaz de actuar".
"En realidad, se trataba de una terrible epidemia de disentería, una de las más graves de las que se tenía constancia en aquel momento, la cual acabó con la vida de 175.000 personas en el occidente de Francia —aquel año hubo más entierros que bautizos— y que luego se extendió a Gran Bretaña", señala el historiador estadounidense en su estupenda obra, finalista del Premio Pulitzer en Historia y que narra, además del episodio de esta fallida 'segunda Gran Armada', la ayuda que España y Francia brindaron a EEUU para lograr su independencia.
Si los vientos contrarios o inexistentes frenaban el avance de las naves borbónicas, las noticias sobre una inminente invasión ya habían llegado a Londres. Además, España ya había declarado la guerra oficialmente a Inglaterra. La Flota del Canal, también conocida como las "murallas de madera" de Gran Bretaña, con el vicealmirante Charles Hardy en lo alto del HMS Victory, patrullaban el Canal esperando al enemigo. Fue el 16 de agosto la jornada en que la armada borbónica al fin se avistó frente a Plymouth. Las poblaciones costeras inglesas se apresaron de inmediato a resistir, distribuyendo armas y convocando a la milicia.
Sin embargo, la amenaza que suponía la formación naval franco-española iba menguando paulatinamente. Según explica Ferreiro, "las naves de reaprovisionamiento no llegaron al punto de encuentro previsto y la escuadra estaba cada vez más escasa de víveres y agua. Además, la disentería continuaba haciendo estragos entre las tripulaciones". A bordo del buque insignia, el Ville de Paris, habían caído enfermos 300 hombres, un cuarto de su dotación. A finales de agosto, las flotas de Hardy y D'Orvilliers al fin se toparon frente a frente y desplegaron estrategias opuestas: los ingleses rehuyeron en el combate mientras que los invasores lo persiguieron sin éxito.
El mismo día que el vicelamirante inglés se refugiaba en Portsmouth, "donde atracó para reaprovisionarse con vistas a la batalla", su homólogo francés recibió de Versalles la orden de concluir la campaña y regresar a Brest. "La armada entró en puerto una semana después, con 8.000 marinos enfermos y moribundos a bordo y con el único resultado visible de un barco capturado a los británicos", escribe Laurie D. Ferreiro. Pavillon, el jefe del Estado Mayor de D'Orvilliers, explicó que "los buques franceses no habían estado en condiciones de combatir, puesto que, en verdad, habían sido más bien hospitales que barcos de guerra".
Por los contagiosos efectos de una disentería, la 'segunda Gran Armada', "pieza clave de toda la estrategia borbónica y la culminación de un reforzamiento naval de quince años, se había desvanecido". La maldición de los buques españoles —apoyados en esta ocasión por los francese— invadiendo Inglaterra se manifestaba nuevamente dos siglos más tarde.