El primero de julio de 1690, durante la Guerra de los Nueve Años, la enésima campaña de hostigamiento que lanzaron las tropas francesas del insaciable Luis XIV contra los Países Bajos chocó contra un ejército aliado liderado por el príncipe de Waldeck y al que se le había unido un contingente de tropas españolas enviado en auxilio días antes. La bautizada como batalla de Fleurus fue una auténtica carnicería —los defensores perdieron entre 15.000 y 20.000 hombres— y un rotundo triunfo de la maquinaria militar gala. Muchos historiadores han analizado esa jornada como una especie de canto de cisne de los Tercios de Flandes, el último enfrentamiento campal en que incurrieron las unidades de Carlos II, reducidas a un continuo anhelo del pasado glorioso a partir de entonces.
Pero la batalla no se perdió por los supuestamente harapientos y hambrientos soldados españoles, que mantuvieron el ala derecha de la línea aliada, la de mayor prestigio, rechazando tres asaltos de las fuerzas enemigas e incluso matando a uno de sus comandantes. Otro de los oficiales franceses reconocería que las tropas de la Monarquía Hispánica de aquel día no habían sido menos valientes que las de la celebrada batalla de Rocroi (1643), símbolo del ocaso de unos Tercios que medio siglo más tarde seguían guerreando en menor número, pero con la misma ferocidad. De hecho, en las jornadas posteriores a Fleurus, atenuaron las consecuencias de la victoria gala conteniendo su avance.
Contra la percepción derrotista, nefasta y desastrosa del reinado de Carlos, más conocido como el Hechizado por su personalidad enfermiza y las consecuencias de la endogamia de los Austrias, el historiador militar Davide Maffi demuestra en Los últimos tercios (Desperta Ferro) que las picas y la caballería española siguieron constituyendo una potencia militar nada desdeñable en la segunda mitad del siglo XVII: "La visión de los Tercios españoles como una masa indefensa incapaz de introducir cualquier tipo de innovación no responde en absoluto a la realidad y las unidades de la Corona supieron ganarse en el campo de batalla el respeto tanto de enemigos como de aliados", escribe.
La obra del profesor de Historia Moderna y de Historia de los Antiguos Estados Italianos en la Universidad de Pavía y reputado especialista en la monarquía de los Austrias constituye un esfuerzo desmitificador para verter luz sobre uno de los reinados menos conocidos de la historia de España y antesala de los Borbones. Maffi evidencia, con numerosos ejemplos como la citada batalla de Fleurus, que si bien los ejércitos de Carlos II se vieron reducidos en número y contaron con limitaciones para reclutar nuevos hombres, sobre todo debido al vaciado de las arcas reales, su esfuerzo bélico no fue nada inferior al de sus oponentes.
El historiador militar realiza en su reveladora investigación una operación quirúrgica no solo de los conflictos en los que España se vio involucrada en esta época; también desgrana de forma muy clara la salud y los entresijos de ese ejército, desde las tácticas, organización, cuantía y formación de los contingentes hispanos hasta las levas de reclutamiento, sin olvidar el discutido papel del Cuerpo de Oficiales, a quienes se ha tildado de "incompetentes, coléricos y vanidosos", pero que en realidad "no fueron ni mejores ni peores que los de sus contrapartes y entre ellos hubo un gran número de auténticos profesionales de la guerra".
El vasto Imperio
Entre 1665 y 1700, año de su muerte, Carlos II hubo de manejarse en cinco conflictos de envergadura: la guerra contra Portugal, saldada de forma catastrófica con la independencia del país vecino en 1668, la de Devolución (1667-1668), la de Holanda (1673-1678), la de Luxemburgo (1683-1684) y la de los Nueve Años (1688-1697). Una serie de enfrentamientos principalmente para hacer frente a la agresiva política expansionista del Rey Sol a la que se sumaron las operaciones en defensa de los territorios americanos y de las plazas sitiadas de forma permanente por argelinos y marroquíes en el norte de África.
Este complejo entramado de conflictos y teatros operativos que ninguna otra potencia europea del tiempo tuvo que afrontar abocó a la Corona a "esfuerzos hercúleos para mantener contingentes en los diversos frentes de guerra, alejados entre sí y con escasas conexiones, lo que hacía muy problemático su abastecimiento y la planificación de una defensa coordinada contra las ofensivas francesas", desliza Maffi. Esa problemática, la gran cantidad de provincias a defender y la imposibilidad de concentrar todos los esfuerzos en un único punto, sumada al agotamiento de los recursos humanos y económicos del reino, supone, según el historiador, la explicación de por qué España salió perdiendo de todos los enfrentamientos a pesar de mantener unas fuerzas armadas de la misma calidad que sus rivales.
"Si se abandonaban los presidios africanos, toda la costa mediterránea de la Península quedaba abierta a la posibilidad de incursiones masivas de los corsarios berberiscos. Si no se reforzaba el frente catalán, la provincia quedaba expuesta a una invasión enemiga. Sin Milán, el poder militar español en Italia se hubiera venido abajo como un castillo de naipes. Con respecto a Flandes, solo mantener una presencia estable en la región seguía haciendo de España una gran potencia europea y permitía a Carlos II mantener un papel clave en las cuestiones del Sacro Imperio y en general del norte de Europa", desgrana el experto en los reinados de Fernando IV y Carlos II.
En el apartado bélico, Davide Maffi prueba con hechos cómo el Ejército de Flandes, supuestamente incapaz de actuar, logró preservar con sus veteranas tropas la integridad de los territorios de las Provincias Unidas amenazados por el arrollador avance de los franceses. O cómo en la Guerra de los Nueve Años las tropas españolas constituyeron un pilar fundamental para el esfuerzo aliado, protagonizando heroicas resistencias como la del presidio de Charleroi en 1693. En el apartado marítimo, aunque las escuadras no eran mínimamente comparables a épocas anteriores, como los años en los que se intentaba invadir Inglaterra, "España siguió siendo una potencia naval considerable y sus flotas preservaron el imperio".
La cuestión principal, indica el autor, radica en que la pérdida de la preeminencia conseguida en los campos de batalla en tiempos de Carlos V y conservada durante el reinado de Felipe II, "envolvió en una leyenda negra las capacidades militares de los ejércitos de la Corona". Lo cierto es que a pesar de todos los problemas logísticos y económicos, la Monarquía Hispánica en época de Carlos II pudo contar con una media de entre 87.000 y 112.000 soldados al año, un número de efectivos "modesto" en comparación con los ejércitos de Luis XIV, pero que suponían una potencia militar "muy parecida" a la de sus aliados: las Provincias Unidas, el Sacro Imperio o Inglaterra. Es decir: los últimos tercios, en palabras de Maffi, no fueron en absoluto una turba indisciplinada, poco equipada, mal armada, poco dispuesta a batirse y más propensa a rendirse que a luchar. Mito enterrado.