En el verano del año 793, los monjes de Lindisfarne, el monasterio de Northumbria dedicado a San Cutberto y ubicado en la isla Holy, fueron masacrados, arrojados al mar para que se ahogaran o capturados como esclavos mientras los vikingos arramplaban con los objetos de valor de la iglesia. Fue un ataque sorpresa, inesperado, según se desprende de las cartas que escribió el clérigo inglés Alcuino glosando el suceso. La gran pregunta que se abrió entonces fue en torno a la misteriosa procedencia de esos sangrientos paganos.
La respuesta empírica, enterrando las leyendas y las teorías que hablaban de un primer encuentro entre dos mundos, comenzó a ofrecerla la arqueología en la década de 1980, cuando se encontraron las primeras evidencias del comercio previkingo en el mar del Norte. Es decir, había habido estrechos vínculos entre ambos pueblos antes de las incursiones armadas. Los asaltantes del monasterio, por lo tanto, eran un pueblo familiar para sus víctimas.
Y así lo confirma la relectura de otra de las misivas de Alcuino, dirigida a un noble del reino anglosajón: "Considerar la ropa, el peinado y los lujosos hábitos de los príncipes y del pueblo. Fijaos en los peinados, en cómo se ha deseado imitar a los paganos en las barbas y el cabello. ¿No os contiene el temor a aquellos cuyo peinado desearíais tener?". Se trata de una crítica a sus compatriotas que habían convertido en modelo a imitar el estilismo nórdico. Un trasiego de tendencias que según la lógica necesitaría al menos de varios encontronazos.
"Lo que dejó atónito a Alcuino y a sus contemporáneos fue que sus amigos escandinavos trajeran espadas y no productos para comerciar, y esto es lo que constituye el verdadero punto del inflexión del fenómeno vikingo, al menos en sus aspectos abiertamente violentos, tal y como se percibieron desde el exterior", escribe el investigador Neil Price en su aplaudida Vikingos: la historia definitiva de los pueblos del norte, que acaba de publicar en español Ático de los Libros.
La obra de este catedrático de Arqueología de la Universidad de Upsala, en Suecia, y experto en dicha sociedad medieval es tan reveladora como de obligada lectura para descubrir y desterrar todas las distorsiones y mitos del mundo vikingo que perviven en el imaginario popular. Un resultado que logra, con un estilo muy atractivo, al querer entender quiénes era las gentes nórdicas y cuáles fueron sus motivaciones en base a todas las investigaciones arqueológicas recientes. Ese es el gran aliciente del libro: comprobar cómo el estudio de vestigios materiales está revolucionando la historia vikinga que han narrado las fuentes medievales, especialmente las cristianas.
Neil Price presenta un pueblo complejo y refinado de comerciantes, exploradores y colonizadores que pasaron por el territorio de más de cuarenta países actuales, desde América del Norte —el primer viaje al llamado Nuevo Mundo lo firmó Leif Erikson y no Cristóbal Colón— hasta las estepas asiáticas. Una expansión, una "diáspora", como así lo llama el arqueólogo, y una sociedad que no se pueden entender a su juicio sin tener en cuenta las erupciones volcánicas registradas entre los años 536 y 539/540 y el consecuente cambio climático. Un suceso excepcionalmente drástico que rompió con la forma de vida anterior de los pueblos escandinavos, basada en el cultivo y la ganadería.
Redada del Mediterráneo
Pero los vikingos, por mucho que lo hayan exagerado las crónicas medievales y luego las ficciones televisivas y cinematográficas, también fueron esos marinos violentos que saquearon numerosos enclaves de Europa a bordo de sus drákares. La primera incursión de la que se tiene constancia no es la de Lindisfarne, sino de cuatro décadas antes; y se conoce gracias a un hallazgo arqueológico, no a un relato escrito. En 2008 y 2012 se descubrieron en el Báltico, cerca de la isla de Saarema, frente a la costa de Estonia, dos barcos funerarios llenos de guerreros muertos. Muchos de los cuerpos presentaban signos de graves heridas: el final violento de una expedición marítima hacia el este.
A lo largo de tres siglos, desde aproximadamente 750 a 1050, los pueblos de Escandinavia encadenaron numerosas incursiones, también por el Mediterráneo y la Península Ibérica. Hasta el momento, el registro arqueológico no ha identificado nada de estas relaciones bélicas —¿y comerciales?— entre los vikingos y los reinos cristianos y el emirato cordobés, según el investigador, pero existen varios relatos sobre estos ataques sobre lo que hoy es España y Portugal.
Los primeros acontecieron a mediados del siglo IX. En 844, una gran flota partió desde su base en Noirmoutier, en la desembocadura del Loira, en dirección al sur saqueando Lisboa, Cádiz o Algeciras para más tarde dar media vuelta y remontar el Guadalquivir. Asaltaron y desvalijaron Sevilla durante siete días, hasta que el emir Abderramán II reunió un gran ejército y aniquiló a los nórdicos cuando estaban atrincherados en la isla Menor. Unos pocos lograron huir, dejando atrás unas treinta embarcaciones; los menos afortunados fueron ahorcados en un palmeral.
La siguiente expedición a la Península Ibérica zarpó del mismo punto en 859, y fuentes posteriores la sitúan bajo el mando de un tal Hástein y de uno de los vikingos más famosos de todos los tiempos: Björn Costado de Hierro, supuestamente uno de los hijos del famoso Ragnar Lothbrók. Se supone que la flotaba contaba con 62 naves —otro texto habla de un centenar— y que asoló primero la zona de Galicia, fracasando en su empeño de tomar la ciudad de Santiago de Compostela. En otoño ya habían cruzado el estrecho de Gibraltar, siendo los primeros escandinavos en hacerlo.
Su gran éxito inicial se registró en África, donde ocuparon durante ocho días el estado marroquí de Nekor haciendo prisioneras a dos mujeres de la familia real. El emir de Córdoba pagaría un enorme rescate para recuperarlas. A continuación, los vikingos asolaron la costa de Andalucía y de Murcia antes de extender sus ataques hacia el norte a lo largo de la costa mediterránea. Baleares tampoco se libraría de los pillajes de una incursión que alcanzaría, además de los litorales franceses e italianos, Grecia y Bizancio.
Cuando trataban de regresar al Atlántico, los vikingos fueron derrotados por una gran flota musulmana. Perdieron dos tercios de sus drákares y el resto desembarcaría en el Loira en 862 tras otro episodio de saqueo en el norte peninsular. Según uno de estos relatos antiguos que cita Neil Price, los barcos iban tan cargados de botín que sus bordas casi quedaban bajo el agua.
"Tras las incursiones de Hástein y Björn, la actividad vikinga en la Península Ibérica estuvo bajo mínimos hasta mediados del siglo X, cuando se renovaron los ataques a los reinos cristianos del norte", escribe el arqueólogo. "Galicia recibió la peor parte de los ataques y saqueos durante los grandes asaltos de 951, 956 y 966. Aunque está claro que los vikingos no siempre consiguieron el éxito en sus aventuras, en 968 una flota saqueadora estableció una base en el río Ulla, cerca de Santiago de Compostela, y pasó los siguientes tres años saqueando el campo gallego".
Unas historias bélicas tan fascinantes como las de la mitología y religión de los vikingos, los hijos de Askr y Embla. No se libran tampoco estas cuestiones de los estereotipos, como los de los falsos cascos con cuernos o la apropiación de los nazis para convertirlos en espurios arquetipos arios. Price descubre, entre otras muchas cosas, que el Valhalla, el "cielo vikingo" y hogar de Odín, es una corrupción de la Inglaterra victoriana del término Valhöll y tan solo una de otras tantas moradas en las que vivían los dioses. Y al contrario de lo que se cree, únicamente la mitad de los guerreros muertos hallaban un hogar póstumo allí; la otra parte viajaba hasta Sessrúmnir, "la Sala de los Asientos", la gran estancia de Freyja, una deidad que era la encarnación de las mujeres y de todos los aspectos de la vida femenina, de su poder y potencial, incluida la capacidad de dar a luz. Una historia, en definitiva, muy diferente a la que nos han contado.