Entre finales del siglo XI y los primeros años del XII, las costas de Lugo, en la zona de A Mariña, presenciaron un milagro prodigioso. Su autor fue Gonzalo, el "obispo santo", el prelado superior de la diócesis mindoniense, sitia en San Martín de Mondoñedo, una iglesia que está considerada como la catedral más antigua de España y que se encuentra en Foz. Al atisbar en el horizonte a la enésima flota vikinga —llevaban más de cien años arrasando el noroeste peninsular—, los locales acudieron a él buscando protección. En vez de proporcionarles armas o un lugar secreto de cobijo, pidió que le siguieran al alto de A Grela, desde donde se contemplaba toda la ría.
El obispo Gonzalo, al confirmar que los invasores escandinavos se dirigían a tierra, levantó su báculo y comenzó a rezar, imitado por el resto de fieles. Y cada vez que ponía sus rodillas en el suelo para recitar la oración, un barco vikingo se iba a pique —o rompía en llamas, según la versión de los hechos—. Solo dejó uno intacto, para que la tripulación del drakkar narrase el suceso extraordinario en su tierra y así no volver a atacar nunca dicha región. Felipe III, al conocer el milagro, ordenó levantar a principios del siglo XVI una ermita en el alto de A Grela, donde todavía concluye en la actualidad una romería que recuerda la empresa del obispo santo.
Esta leyenda, que la investigadora Irene García Losquiño recoge en su libro Eso no estaba en mi libro de historia de los vikingos (Almuzara), da buena muestra de la huella que los Northomanni, como así les bautizaron los cristianos, y los efectos de su violencia dejaron en los pueblos de la Península Ibérica. Es este uno de los aspectos más llamativos de la obra de la doctora en Estudios Escandinavos por la Universidad de Aberdeen: la dimensión de las incursiones vikingas en una acumulación de territorios tan vasta que recorre gran parte del hemisferio norte, desde Canadá —llegaron a América cinco siglos antes que Colón— a Estambul.
En cuanto a los ataques que dirigieron sobre la actual España, destaca una sangrienta e inicial aventura registrada en 844, que de las costas gallegas, de donde fueron repelidos, acabaron triunfando (brevemente) en una ciudad del sur que ni siquiera da al mar: Sevilla. En esa primera campaña peninsular, un numeroso grupo de vikingos se lanzó sobre Lisboa o Cádiz para luego remontar el Guadalquivir y tomar la ciudad andaluza —en ese entonces bajo dominio musulmán— durante siete días.
Aquella aciaga semana en Al-Ándalus la describe el historiador árabe Ibn Hayyan, cuyo relato incide en el gran número de víctimas que provocó la incursión escandinava y su predilección por capturar a mujeres y niños. Los vikingos instalaron su base de operaciones en las marismas del Guadalquivir, donde hoy en día se encuentra Isla Menor, para controlar la salida por río de la ciudad, y desde allí destruyeron el municipio de Coria del Río y atacaron Sevilla en dos ocasiones. Si la primera de ellas generó una huida en masa de la población local, la segunda concluyó con la captura del sitio al resistir pocos defensores.
Según el cronista musulmán Ibn al-Qutiyya, que vivió en el siglo X, los habitantes de Sevilla se refugiaron en Córdoba, sede del emirato que presidía Abderramán II. El emir omeya, desesperado por los destrozos que estaban provocando aquellos salvajes hombres del norte, logró convencer a los mandamases de los Banu Qasi, una dinastía peninsular que dominaba parte del noreste peninsular, para organizar un ejército y hacer frente a los vikingos. Tras una cruenta batalla, los andalusíes lograron al fin derrotar y ahuyentar a los invasores. Así lo narra el propio Ibn Hayyan:
"Después de utilizar armas de asedio y defensa, el ejército hizo huir a los vikingos. Los árabes mataron a quinientos de sus hombres y capturaron cuatro de sus barcos, los cuales quemaron después de haber saqueado cualquier cosa de valor. Gran número de vikingos fueron pasados por la espada; otros fueron ahorcados en Sevilla y a otros los colgaron de palmeras en el lugar de la batalla. (...) En total, pasaron cuarenta y dos días desde su llegada a su expulsión. Su líder y todos ellos pasaron por nuestra espada como castigo divino por sus crímenes. El emir comunicó el feliz desenlace a todas sus provincias, y les mandó la cabeza del líder vikingo y de doscientos de los mejores guerreros vikingos".
Bandas de hermanos
La "vikingueada", como traduce García Losquiño la actividad de estas gentes de Escandinavia que consistía en conseguir bienes extranjeros para aumentar el estatus dentro de su sociedad bien fuese a través del saqueo, trabajos mercenarios o el comercio —los vikingos no fueron exclusivamente bárbaros que se dedicaron a arrasar toda tierra en la que desembarcaban—, por Sevilla acabó de forma trágica. Pero llegaría mucho más al este siguiendo la ruta del Mediterráneo, hasta las murallas de Constantinopla.
Hasta allí navegaron varias expediciones, tratando de asediar el corazón del Imperio bizantino y fracasando ante la incapacidad de salvar sus murallas. Pero no todo fueron razias. En Constantinopla se admiraba a los guerreros vikingos, y a principios del siglo XI se formó un cuerpo de guardaespaldas del emperador, la Guardia Varega, que estaba formada por escandinavos con sus características hachas. No participaron mercenarios anónimos, sino que figuras de prestigio, como Harald Hardrada, rey de Noruega, llegó a servir a tres soberanos bizantinos. Incluso en la basílica de Santa Sofía hay dos inscripciones rúnicas con los nombres de dos vikingos.
El libro de Irene García Losquiño es un acercamiento muy didáctico al mundo vikingo y a su edad, comprendida entre 793, con su primera gran incursión en Inglaterra, y 1066, año de la batalla de Stamford Bridge, donde falleció el último escandinavo con pretensiones al trono inglés, lleno de anécdotas y datos curiosos sobre sus costumbres, su religión o sus códigos legales . Por ejemplo, consideraban un crimen la violación de una mujer libre; hay leyes medievales islandesas que estipulan que solo por besar a una mujer sin su consentimiento era motivo de proscripción y destierro.
Forjados en el trabajo duro y el desarrollo de la finca familiar, los vikingos eran comunidades de hombres y mujeres —así lo ha evidenciado la arqueología y se puede ver en las ficciones televisivas, como el personaje de Lagertha en Vikings— "que salían a vikinguear y dependían fuertemente de roles establecidos e interrelaciones de dependencia y confianza", explica la investigadora. Se trataba de "bandas de hermanos" que seguían a un jefe que ocupaba el puesto más alto en la jerarquía del grupo y que a su vez se encargaba de costear la operación, en las que la concordia, la confianza y la lealtad resultaban fundamentales. Una postal mucho más compleja que la de simples bárbaros.