En abril de 1931, como presumiría Manuel Azaña unas jornadas más tarde, dirigiéndose al resto de diputados en las Cortes, la monarquía española fue derrocada sin que se rompiera ni una ventana. El resultado de las elecciones municipales celebradas el domingo 12 supuso el fin del reinado de Alfonso XIII y el acta de nacimiento de la Segunda República, instaurada de forma pacífica e incruenta. También la constatación del fracaso de la dictadura militar de Primo de Rivera, cuya oferta de estabilidad social había sido enterrada por la crisis económica mundial.
A pesar de no haber sido una potencia beligerante en la Gran Guerra, España no constituyó una excepción continental, sino que encarnó la dinámica sociopolítica que dominaba toda la Europa de entreguerras en torno a tres proyectos antagónicos: el reformismo democrático, la reacción autoritaria fascistizante y la revolución social internacionalista. Si bien la opción democrática fue la que se impuso en 1931, a lo largo de todo el quinquenio republicano se registraría una continua erosión de estas fuerzas y un aumento de la polarización favorable a los otros dos extremos. El desenlace es de sobra conocido: la Guerra Civil.
Un final traumático para un ambicioso proyecto que buscaba la modernización democrática del Estado y de la sociedad española y que aprobó medidas legales y jurídicas muy avanzadas para la época. Un régimen de cuya proclamación se cumplen noventa años este 2021. El aniversario coincide en un momento delicado para la actual monarquía por los escándalos que siguen saliendo a la luz referentes a Juan Carlos I y por la presencia en el Gobierno —y de la mayoría de sus socios— de un partido, Unidas Podemos, que es abiertamente proclive a una Tercera República.
Con el prólogo de los homenajes a Manuel Azaña, figura republicana por antonomasia, con motivo de los 80 años de su muerte —Felipe VI, en un gesto simbólico, presidió la inauguración de la muestra dedicada al político e intelectual en la Biblioteca Nacional—, 2021 vislumbra un buen puñado de actos conmemorativos. A falta de conocer una programación más detallada, la Comisión Constitucional del Congreso ya ha aprobado una iniciativa presentada por el PSOE que busca celebrar el nonagésimo aniversario de la Constitución de 1931, la primera plenamente democrática de nuestro país, y reaccionar frente a "revisionismos históricos absolutamente infundados".
Esa Carta Magna se elaboró en un contexto fragmentado, en medio de encendidos debates. Tras la formación de un primer gobierno de coalición provisional amplio y heterogéneo, las discrepancias entre esas mismas formaciones comenzaron a aflorar después de las elecciones generales de junio de 1931, en las que triunfó la alianza republicano-socialista. A pesar de las reticencias de los radicales de Alejandro Lerroux de incluir las avanzadas medidas sociales redactadas por los de Julián Besteiro, la Constitución salió adelante por gran mayoría: votaron a favor 368 de los 470 diputados.
Oposiciones diversas
"El texto aprobado el 9 de diciembre de 1931 era democrático, laico, reformador y liberal en materia de autonomía regional. Inevitablemente, horrorizó a los intereses más poderosos de España: terratenientes, industriales, eclesiásticos y oficiales del Ejército", analiza Paul Preston. Pero esa resistencia se manifestó de difrentes formas, como cuenta Enrique Moradiellos: las derechas monárquicas optaron desde el principio por una estrategia de oposición directa que confiaba en la posibilidad de utilizar a los militares como instrumento para destruir a la República, mientras que las católicas, organizadas en torno a la CEDA de José María Gil Robles, concentraron sus energías en la lucha parlamentaria.
Pero no fue la única rebeldía que encontró el gabinete liderado por Azaña: tanto o más importante fue el papel desempeñado por la izquierda obrera y sindical, encabezada por los anarquistas de la CNT, que veía a la República "tan burguesa" y represiva como a la monarquía. En el llamado bienio reformista (1931-1933), alentaron una estrategia insurreccional de continuas huelgas contra el gobierno que desembocó en los sucesos de Casas Viejas. La presencia de ese creciente proceso revolucionario sería otra de las causas, más allá del golpe de Estado, del derrumbe de la Segunda República, "una democracia poco democrática", según la definió el historiador Javier Tusell.
Pese a todos los escollos, en 1931 se emprendió una ambiciosa reforma del Estado y de la sociedad que supuso una serie de avances hasta ese momento nunca alcanzadas en España. Por ejemplo: se reconoció la soberanía popular, posibilitando el voto electoral de las mujeres por primera vez, se aprobaron leyes de protección laboral obrera, de salario mínimo y de jornada de trabajo máxima, se secularizaron los cementerios, se instauró la ley del divorcio y se abolieron los privilegios jurídicos por razón de sexo, que se plasmaban en penas desiguales en caso de adulterio. Cuestiones que hoy parecen básicas pero que tienen menos de un siglo —y muchas de ellas cercenadas durante las cuatro décadas de dictadura—.
También se ratificó una necesaria y debatida Ley para la Reforma Agraria, que preveía la expropiación forzosa de tierras para el asentamiento en ellas de campesinos jornaleros previa compensación a los terratenientes. La Constitución ya hablaba en su artículo 44, muy criticado por las derechas, de que "toda la riqueza del país" estaba "subordinada a los intereses de la economía nacional" y que la propiedad de toda clase de bienes podía "ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social mediante adecuada indemnización".
En un plano más orgánico, las reformas del gobierno republicano-socialista se centraron en conseguir la secularización del Estado mediante su separación de la Iglesia, especialmente en el plano educativo —hasta 1934 se crearon más de 10.000 escuelas—; consolidar la primacía del poder civil sobre el militar a través de una reforma del Ejército que redujo el número de oficiales; y modificar la estructura centralista del Estado gracias a la vía constitucional de establecer un estatuto de autonomía para Cataluña y otras "regiones históricas".
No obstante, el gabinete de Azaña estuvo sometido a un desgaste brutal. Primero por la cadena crisis económica-paro en unos niveles espectaculares-conflictividad sociolaboral que germinó en la radicalización de las masas obreras, luego por errores de bulto del propio ejecutivo y, por último, debido a la eficaz oposición del Partido Republicano Radical de Lerroux. El presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, disolvió las Cortes y convocó elecciones para el 19 de noviembre de 1933, en las que votaron las mujeres. Empezó así el llamado bienio rectificador.