A Napoleón Bonaparte, como a tantos otros personajes históricos de su envergadura, se le han atribuido numerosas enfermedades que van desde la gonorrea y la malaria, hasta la disentería, el escorbuto, la gota o la hiperactividad. Sin embargo, antes de su encierro en la isla de Santa Elena y de la decisiva derrota en la batalla de Waterloo, el emperador francés habría padecido como mucho un caso leve de tuberculosis infantil sin secuelas, una infección de vejiga, la sarna y dolores de cabeza, según su biógrafo Andrew Roberts.
"No he estado enfermo nunca en mi vida", alardeaba el corso en enero de 1815. En octubre de ese mismo año, Napoleón desembarcó en la isla volcánica que se erige en medio del Atlántico, a donde había sido desterrado y encarcelado, y su salud comenzó a declinar. Entre principios y mediados de 1818 hizo aparición el cáncer de estómago que acabaría con su vida en 1821 —el próximo 5 de mayo se cumplen dos siglos exactos del fallecimiento—, pero no sería el único sufrimiento al que debería hacer frente.
Un informe médico elaborado por Barry O'Meara, el doctor que estuvo a cargo de Napoleón entre agosto de 1815 y julio de 1818 —cuando el gobernador de la isla, Hudson Lowe, lo despidió por defender a su ilustre cautivo—, y que ha sido vendido esta semana en una subasta en Estados Unidos, revela que el emperador que sacudió el continente europeo estuvo "atormentado" por el dolor de muelas y fue asaltado por una fiebre intensa, jaquecas y pulso acelerado.
Fechado el 4 de junio de 1818, O'Meara describe al corso como "un hombre que estaba experimentando intensos sufrimientos corporales", entre los que se incluía un "gran aumento del dolor en el lado derecho, dolor de cabeza desgarrador, ansiedad y opresión generalizadas o sequedad de la piel". Según el médico, todos estos síntomas presagiaban "una crisis de carácter grave". El propio Napoleón culpó a las condiciones de insalubridad en las que estaba encerrado en Longwood House del deterioro de su estado.
"El paciente ha estado muy enfermo durante las noches del miércoles y el jueves. Cuando fui a verlo, lo encontré trabajando bajo un considerable grado de fiebre", escribió O'Meara, que en el otoño del año anterior ya le había tenido que extraer a Napoleón la muela del juicio de la mandíbula superior izquierda. A pesar de que el corso era un hombre que había participado en numerosas batallas y lances bélicos, esa fue la primera vez en su vida que se sometió a una operación.
¿Envenenamiento?
Napoleón pasó en la isla de Santa Elena, defendida por más de dos mil soldados ingleses, los últimos seis años de su vida. Moriría a causa de un cáncer, como le había sucedido a su padre y como también lo ocurriría a la princesa Paulina Bonaparte y a su hijo ilegítimo Charles León. La autopsia practicada al cadáver del corso determinó que "la superficie interna del estómago, casi al completo, era una masa de afección cancerígena o escirrosa, previa al cáncer, especialmente notable en torno al píloro. La única porción aparentemente sana era la extremidad cardiaca".
No obstante, diversas teorías de la conspiración han sido manejadas durante muchos años sobre un envenenamiento mortal de Napoleón. Estas corrientes se han basado en una supuesta elevada cantidad de arsénico hallada en su pelo. Para Andrew Roberts, autor de Napoleón: una vida (Ediciones Palabra), son suposiciones "muy imaginativas": "Muestras de cabello de muchos otros contemporáneos, como Josefina o el rey de Roma, mostraban un nivel de arsénico igualmente elevado, que [el corso] padeció además en varios momentos antes de llegar a Santa Elena".
Napoleón Bonaparte firmó su testamento el 15 de abril de 1821, con un mensaje dirigido al gobernador de la isla: "Muero antes de que haya llegado mi hora, asesinado por la oligarquía inglesa y por su asesino a sueldo". Pero en realidad fue el cáncer de estómago el que le arrebató definitivamente la vida: el día 26 del citado mes empezó a vomitar sangre, y a la jornada siguiente un líquido oscuro. El 30, entre un terrible dolor que le "atravesaba como una cuchilla", comenzó a repetir las mismas frases, que fueron mutando en balbuceos prácticamente indescifrables: "Francia... el jefe del ejército... Josefina".