A pocas semanas de morir en una habitación del Hotel du Midi, en Montauban, Manuel Azaña, que acababa de sufrir un infarto cerebral que le afectó al habla y le causó una parálisis facial, le esbozó un epitafio sobre su intensa vida al pintor y escultor Francisco Galicia, su amigo: "Mire, Galicia, a lo único que aspiro es a que queden unos cientos de personas en el mundo que den fe de que yo no fui un bandido".
Azaña, el hombre que encarnó la Segunda República española, nacido tal día como hoy de 1880, murió el 3 de noviembre de 1940 en el exilio, en la citada localidad francesa. Durante muchos años, su nombre fue impronunciable, y si alguna vez se leía era rodeado de adjetivos denigrantes o con fines propagandísticos del régimen franquista, como la historia de la supuesta confesión y extremaunción de los sacramentos antes de fallecer, negada por su mujer Dolores Rivas Cherif, testigo de esos últimos instantes.
El político e intelectual, reivindicado ya en democracia por los partidos de la izquierda y la derecha, fue, con sus luces y sus sombras, en toda su complejidad, un personaje capital de la España de la primera mitad del siglo XX. Ahora, coincidiendo con el ochenta aniversario de su muerte y el nonagésimo de la proclamación de la Segunda República, su figura ha regresado a la actualidad gracias a homenajes políticos y a exposiciones como la de la Biblioteca Nacional.
Sin embargo, como sucede con todo lo referente al periodo guerracivilista, la controversia nunca termina de desaparecer. Ese "bandido" por el que temía ser recordado Azaña sigue proyectando una cierta sombra y levantando acusaciones, como ya le ocurrió durante su época de presidente del Gobierno republicano. Por ejemplo, tras la matanza de Casas Viejas en enero de 1933, las oposiciones radical y católica le acusaron de haber dado órdenes directas a los mandos de la Guardia de Asalto de tiros a la barriga. La contención de la insurrección anarquista acabaría debilitando su mandato, pero esa es una de las mentiras que siguen escuchándose sobre el alcalaíno.
"No quiero ser presidente de una República de asesinos", dijo durante la Guerra Civil, tratando de desmarcarse de la represión dirigida por los sectores izquierdistas más revolucionarios. Sus detractores, los que veían en Azaña a un político sectario y anticlerical, y no a un hombre de convicciones moderadas, laicas y democráticas, esgrimen esa otra supuesta sentencia de "ni todos los conventos de Madrid valen la vida de un republicano" para atribuirle la corresponsabilidad de las quemas de iglesias. Él creía ciegamente en la separación de la Iglesia y el Estado.
Reformador coherente
Uno de los mayores expertos en la figura de Manuel Azaña fue Santos Juliá. En los años noventa publicó una biografía política, que solo cubría los años 1930-1936, del que fue presidente, ministro y jefe del Gobierno de la Segunda República, y recopiló sus obras completas, unos textos que este 2021 han quedado libres de derechos. En 2008 profundizó mucho más sobre el personaje en Vida y tiempo de Manuel Azaña (Taurus), considerada como el retrato más completo del intelectual, aquel del que Unamuno dijo que era "un escritor sin lectores".
Juliá, que se sumerge en la psicología de Azaña, trató de rebatir "la imagen, cansinamente repetida hasta hoy, del solitario, desconocido, frustrado, rencoroso, oscuro funcionario". Ese último calificativo lo utilizó González Ruano, mucho más benévolo en cualquier caso que el periodista Manuel Bueno, que escribió que el temperamento de Azaña le recordaba al del emperador romano Tiberio "por su fría crueldad". Pero todo en su biografía responde a la coherencia y una idea manifiesta: la transformación del Estado como instrumento de modernización de la sociedad española.
El historiador Santos Juliá dibuja a un hombre metódico, que se preparaba a fondo todas sus intervenciones, y que antes de llegar a la jefatura del Ejecutivo de la República en 1931 ya había desempeñado una actividad trepidante como secretario del Ateneo de Madrid, funcionario de la Dirección de Registros y Notariado, pensionado en París, activista en pro de la causa de los aliados durante la Gran Guerra o director de revistas literarias como España o La Pluma. A todo ello hay que sumar su producción de libros.
Como presidente del Gobierno impulsó la modernización del Ejército, la ley de Reforma Agraria, la enseñanza laica o la aprobación del Estatuto de Cataluña. Pero su imagen acabaría deteriorándose por hechos como los de Casas Viejas o la obstrucción parlamentaria de los radicales de Alejandro Lerroux. Como escribió Josep Pla, ese periodo de 1932 y principios de 1933 "se habrá caracterizado en el panorama de la política española por la eclosión en términos excepcionalmente brillantes del mito Azaña como un gran estadista y por la decadencia de este mito".
El fracaso colectivo
En la oposición le tocó vivir la revolución obrera de octubre de 1934. Azaña se encontraba en Barcelona, a donde se había desplazado para asistir al entierro de su amigo y correligionario Jaume Carner. Fue detenido acusado de haber participado en la proclamación de la república catalana, y también se le denunció por haber proporcionado armas a los revolucionarios. El Tribunal Supremo acabaría por absolverlo de ambos procesos. De ese mismo año sorprende su nula intervención en las Cortes —apenas participó en dos ocasiones—. Juliá dice que "el único asunto político al que prestó atención y en el que puso todo empeño durante estos primeros meses de 1934 fue el de la fusión de los partidos republicanos de izquierda".
A Azaña también se le ha acusado de pasividad en los meses previos a la Guerra Civil, sobre todo a partir de mayo de 1936. "Vivió esas semanas —escribe Santos Juliá— como en un compás de espera, desdeñando el peligro que representaba el auge del fascismo, juzgando los rumores de golpe de Estado que venían de los cuartos de banderas como charlas de café y pensando, como en el primer bienio, que el principal peligro para la República procedía del anarquismo, 'un cáncer que hay que extirpar', como dijo al embajador de Francia en la audiencia que le concedió el 10 de julio".
Aunque Azaña destacase por su capacidad para negociar y alcanzar, por encima de desavenencias, enojos y agravios personales, aquellos acuerdos políticos que consideraba imprescindibles para gobernar la República, también se ha señalado que sus maniobras para tratar de sacar del poder a los radicales a raíz del escándalo del estraperlo contribuyeron a enterrar el centro político en los meses que condujeron a las decisivas elecciones de febrero de 1936, en las que se impondría el Frente Popular.
La Guerra Civil para Azaña fue un fracaso, una tragedia colectiva. Y aunque resistiría en su cargo hasta el final, sintió profunda repulsa y ganas de dimitir por actos como los asesinatos en la cárcel Modelo de Madrid —entre las víctimas se encontraba su antiguo jefe, Melquíades Álvarez—. Frente a la resistencia de los comunistas y los sectores socialistas más radicales, él defendió y buscó una intervención de Francia y Reino Unido. "Se convirtieron en paladines y ejecutores en cuanto pudieron de la capitulación", diría el ministro comunista Vicente Uribe sobre el presidente de la República e Indalecio Prieto. ¿Podría haber evitado el triste final del régimen republicano? Aquí cada uno que saque sus conclusiones.