La castidad no es ni mucho menos una cualidad que gobierne las biografías de los reyes de la historia de España. Pedro I de Castilla estuvo a punto de ser excomulgado por sus numerosas amantes, Felipe IV incurrió durante toda su vida en un inagotable frenesí sexual y los excesivos atributos de Fernando VII resultan igual de conocidos que sus felonías. Son solo tres ejemplos de extravagancias reales de una lista casi infinita, que va desde la Edad Media hasta el siglo XXI, y de la que solo se libra un anómalo caso. Ese púdico soberano no perteneció a la casa de los Austrias, ni por supuesto llevaba el apellido Borbón.
Se trata del Alfonso II de Asturias (c. 762-842), obviamente conocido como "el Casto". Un rey celebrado por sus triunfos militares —logró preservar la integridad del reino cristiano resistiendo a las feroces razias de los musulmanes— y recordado por mandar levantar un primer y modesto templo en el lugar donde fueron hallados los restos del apóstol Santiago. Ostentó el trono durante cincuenta y un años, uno de los más longevos de la monarquía hispana —superó, por ejemplo, los cuarenta y seis del delirante Felipe V—, lo que hace todavía más asombrosa su abstinencia al placer carnal.
El monarca astur es uno de los protagonistas del nuevo libro de la periodista y escritora Marta Robles, Pasiones carnales (Espasa), que indaga en la trastienda —sexual— de los doce siglos más recientes de la historia de España, desde la violación del último rey visigodo a una doncella que supuestamente abrió las puertas de la Península Ibérica a los árabes, hasta el centenar de amantes que se agenció Alfonso XIII en sus correrías por salas de variedades y domicilios privados. Nada que sea nuevo en esa fascinación por los episodios picantes de los soberanos hispanos y que en las últimas fechas ha generado un buen puñado de obras en la misma línea.
De la selección de Robles, autora de premiadas novelas y otros libros de no ficción, llama la atención el capítulo dedicado a Alfonso II de Asturias, no por ser el protagonista de un comportamiento desenfrenado —resulta una ardua tarea señalar quién debería ocupar el puesto de ¿honor?—, sino precisamente por todo lo contrario, por una castidad perfecta, innegociable hasta el último suspiro. Fue la antítesis de todos los hombres y mujeres que discurren por el resto de páginas de la obra. O al menos supo ocultar muy bien sus escarceos amorosos si los hubo.
Formación monástica
En su más de medio siglo de reinado, el monarca no se acercó físicamente a ninguna mujer, despreciando incluso una lógica sucesión dinástica. Las intrigas palaciegas y chismorreos históricos son recurrentes para explicar comportamientos atípicos. En el caso de Alfonso II se han esgrimido sotto voce una supuesta impotencia —este título, obra de sus enemigos más que de la naturaleza, recayó en Enrique IV de Castilla— o una hipotética homosexualidad, pero la explicación concuerda más con el puritanismo religioso del que hizo gala el hombre a lo largo de toda su vida.
Alfonso II fue hijo del rey Fruela —y bisnieto del don Pelayo de Covadonga—, asesinado en medio de una guerra por el trono de Asturias. Después de la violenta muerte de su padre en el año 768, el todavía niño fue acogido por los monjes del monasterio de Samos, en Lugo. En ese primer retiro —a principios del siglo IX sería forzado a abandonar temporalmente el trono—, Alfonso habría recibido una verdadera formación monástica a la que se puede recurrir para explicar el comportamiento de un hombre con virtudes religiosas realmente excepcionales que se expresaron fielmente en su labor en pro de la Iglesia.
Más difícil resulta determinar si contrajo o no matrimonio. La Crónica Albeldense asegura que Alfonso II "pasó su vida sin esposa, en la mayor castidad", una información rebatida por la Crónica Sebastianense, que habla de una esposa en Francia "llamada Bertinalda, nacida del real linaje, a la cual nunca vio". Luego la noticia se iría desvirtuando: a mediados del siglo XII, en el Chronicon Mundi se abrevia el nombre de lo mujer franca, a la que se denomina como Berta, y se desvela que era hermana de Carlomagno, primer emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y con quien el gobernante astur tuvo buena relación
La castidad, así lo evidencia el calificativo que encabeza su biografía en los libros de Historia, fue en cualquier caso el rasgo más llamativo de su personalidad. Las crónicas y textos de la época destacaron esta abstinencia como una de las principales virtudes del rey, impulsor también de una eclosión artística del prerrománico en el seno de su reino. Tras su muerte, las crónicas medievales escritas unos años más tarde destacaron que Alfonso II de Asturias había llevado una vida "llena de gloria, casta, púdica, sobria e inmaculada". No seguirían esta estela sus sucesores.