Los fusilamientos eran tan aleatorios que se decidían con un vistazo a las manos. Los oficiales franceses, como mucho, preguntaban si el condenado había empuñado armas o servido en la Comuna de París. No les interesaban el nombre ni la profesión. Si el prisionero tenía el gesto decidido o la fisionomía desagradable estaba cavando su sentencia de muerte. Los gendarmes disparaban contra sus víctimas a puerta cerrada, sin agruparlas de ningún modo y acribillaban a aquellas que agonizaban en el suelo al no haberles impactado de lleno las balas.
Los varios miles de personas trasladadas a la cárcel de la Roquette eran despachadas por un jefe de batallón con un azaroso "a la izquierda" o "a la derecha". A las primeras se les iban a vaciar los bolsillos, a colocar frente a un muro y a recibir una descarga mortal. Las calles de París de estaban encharcadas con la sangre de los communards. "El suelo está sembrado de sus cadáveres, el espantoso espectáculo les servirá de lección", telegrafió un orgulloso Adolphe Thiers, el presidente galo, a sus prefectos.
Esas fueron algunas de las escenas que dejó el salvaje y brutal desenlace de la Comuna de París, una experiencia revolucionaria de la clase trabajadora que sacudió el corazón de Francia durante algo más de dos meses, del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871, y que ahora cumple 150 años. Los historiadores no se ponen de acuerdo en las cifras de muertos que generó la feroz represión del Gobierno de Versalles durante la llamada "Semana sangrienta", aunque un cálculo estimado apunta que habrían sido ejecutados unos 25.000 hombres, mujeres y niños más los varios miles que tuvieron que exiliarse.
El periodista Prosper-Olivier Lissagaray, testigo de los hechos en primera línea de barricadas y que logró sortear las ejecuciones en masa, los juicios militares y las deportaciones a la Guyana, definió los hechos como un "festín de caza de los versallescos". "En todo el siglo XIX no se vio mayor masacre posterior al combate", zanjó en su célebre obra Historia de la Comuna de París de 1871.
Esa vívida y minuciosa crónica de la insurrección parisina la acaba de reeditar Capitán Swing coincidiendo con la efeméride de los hechos. Lissagaray tardó veinticinco años en escribirla. La primera edición salió de imprenta en 1876 —aunque su distribución sería prohibida por la policía francesa—, tras acometer una exhaustiva investigación consultando documentos y entrevistando a comuneros exiliados. Él mismo tuvo que marcharse a Londres entre 1871 y 1880, donde estableció una gran amistad con Karl Marx y mantuvo un largo romance con su Eleanor, quien se encargó de la traducción del libro al inglés.
Medidas sociales
La Comuna de París se desencadenó en el contexto del colapso del Segundo Imperio de Napoleón III y la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. A la hambruna provocada por el cerco a París de las tropas alemanas se sumó el temor de los insurrectos a que la conservadora Asamblea Nacional decretase la restauración de la monarquía.
Para garantizar el orden en la capital, Adolphe Thiers, jefe del Gobierno provisional, decidió desarmar a la Guardia Nacional —compuesta en gran parte por trabajadores que habían combatido durante el asedio del ejército de Prusia—. El 18 de marzo estalló la resistencia en respuesta a un intento de retirar los cañones de la guardia que dominaban la ciudad. A través de unas elecciones celebradas el 26 de marzo, los revolucionarios se hicieron con el poder y constituyeron oficialmente la Comuna dos días más tarde.
Desde principios de abril, el Gobierno de Versalles trató de hacerse con el control y comenzó a bombardear la ciudad. Las calles parisinas se convirtieron en un entramado de barricadas, que caería finalmente ante el ímpetu del ejército francés en esa "Semana sangrienta" de mayo. Los communards respondieron quemando edificios y monumentos históricos como el Palacio de las Tullerías, que había sido la residencia de la mayoría de los monarcas de Francia desde Enrique IV hasta Napoleón III; y también cometiendo brutalidades, como el fusilamiento de sacerdotes y prisioneros.
Fue la primera asamblea de la historia en que más de un cuarto de sus miembros eran obreros. Desde el principio se dividió en una mayoría de blanquistas y neojacobinos, que estaban a favor de un gobierno revolucionario autoritario, y una minoría formada por internacionalistas y varios socialistas, que apostaba por medidas sociales y se oponía firmemente a la idea de una dictadura revolucionaria. Durante los dos meses que duró la Comuna se abolieron la guillotina y las jornadas nocturnas de los panaderos parisinos, se concedió una pensión a las viudas de los miembros de la Guardia Nacional, se separó a la Iglesia del Estado, se introdujo el derecho universal a la educación y se escogió como insignia una bandera roja, que inspiraría al símbolo del movimiento comunista.
El relato de Lissagaray es una de las miles de obras dedicadas a la Comuna, considerada como la primera revolución genuinamente proletaria, en el último siglo y medio. Su principal virtud es el realismo, solo al alcance de un testigo, con el que narra cronológicamente los 72 días que duró el experimento revolucionario, especialmente ese sangriento final. El periodista explica la "furiosa embriaguez de los soldados" como una suerte de venganza por los desastres bélicos y pérdida del honor que habían sufrido en las fechas inmediatas. Unos acontecimientos que tuvieron una evidente influencia en las revoluciones izquierdistas de la centuria siguiente.