Cuando las tropas napoleónicas conquistaron España con la intención de derrocar a los Borbones, Zaragoza, que se encontraba a escasos kilómetros de los Pirineos, no sufrió ningún tipo de invasión. Era, a priori, una ciudad insignificante. Los franceses habían ocupado zonas estratégicas para evitar cualquier motín generalizado. Pensaban que controlar la Península Ibérica sería una misión sencilla. No obstante, "la muy leal" Zaragoza se levantó en armas el 24 de mayo de 1808 para defender el reinado de Fernando VII.
La capital aragonesa no reconocía la nueva monarquía josefina y el pueblo se hizo con las armas. Se trataba de una pequeña reclama popular que pronto se convertiría en una gran multitud, confluyendo con las aspiraciones de grandes élites de la urbe. El pueblo había hablado y el militar José de Palafox sería el encargado de liderar la gran resistencia de Zaragoza. "Era una de las pocas grandes ciudades libres de franceses donde podría organizarse la resistencia", apunta a este periódico Daniel Aquillué, doctor en Historia Contemporánea. Zaragozano, como no podía ser de otra forma, acaba de publicar su última obra, Guerra y cuchillo. Los sitios de Zaragoza 1808-1809 (La Esfera de los Libros).
"El levantamiento de mayo en España obligó a Napoleón a variar sus planes", explica Aquillué. "Sus, para entonces, casi 120.000 hombres se encontraban dispersos en medio de una población hostil", añade. En este sentido, mientras se trataba de apaciguar los focos rebeldes, el conde del Imperio Charles Lefebvre Desnouettes, quien había estado presente en la batalla de Austerlitz de 1805, se dirigió a Zaragoza. En su mente, aquella campaña no debía ser sino un paseo militar donde apenas gastarían munición. "Para él, los aragoneses no eran más que un montón de campesinos palurdos", asegura el autor.
No obstante, pese a que fuera cierta la inexperiencia de muchos de los civiles que se habían sumado al alzamiento, el valor era su verdadera arma. Poco a poco, la muchedumbre se transformó en ejército: "El 25 de mayo, el capitán general de Aragón, José de Palafox, apenas contaba con 220 hombres armados. Diecinueve días después, el 13 de junio, mandaba sobre cerca de 10.000".
El intenso fuego sobre la ciudad no causó grandes estragos los primeros días del asedio. Tan solo unos pocos franceses lograron penetrar en la ciudad, que fueron inmediatamente aniquilados por los fernandistas. "Los tejados de las casas estaban plagados de paisanos haciendo fuego de escopeta y fusil. Obligaron a las tropas de Lefebvre a replegarse, dejando tras de sí un gran número de bajas y perdiendo cinco banderas, un tambor y seis piezas de artillería", relata Aquillué.
Para aquella tarde del 15 de junio, Zaragoza estaba salvada, "contra todo pronóstico". Con más de 700 muertos franceses, por 300 españoles, este choque suponía "una grave derrota, una humillación" para Lefebvre. Pero esta euforia inicial sería momentánea, puesto que Napoleón se vio obligado a replantear su estrategia y a enviar un ejército mucho más numeroso a las puertas de la capital de Aragón.
Agustina de Aragón
Apenas dos semanas más tarde, tras un intenso bombardeo sobre la ciudad, los franceses volvieron a la carga. El polvorín donde se almacenaban las municiones de la ciudad estalló por culpa de un cigarro el día 27 de junio, causando graves daños en el barrio de la Magdalena. Cundía el caos y los franceses aprovecharon para intentar entrar en la ciudad una vez más.
A los pocos días, los franceses encontrarían un hueco por el Portillo, cuya batería había sido dañada y muchos de sus hombres habían muerto por el desgaste de la ofensiva. Todo indicaba que la infantería napoleónica iba a tomar aquel punto. "Los que no habían muerto, estaban heridos y los que no, habían huido de aquel infierno", describe el autor maño en su libro.
Algo sucedió entonces que cambió el curso de la batalla. "Apareció una de tantas mujeres que estaban en primera línea llevando suministros y víveres". Esta mujer era Agustina Raimunda Saragossa i Domenech, una joven barcelonesa de 22 años que había huido de la ciudad condal con su hijo de cuatro años. Esposa del cabo de artillería Juan Roca Vilaseca, se encontró rodeada de varios hombres tendidos en el suelo, mientras los franceses avanzaban con sus bayonetas.
Agustina observó la situación. Tenía frente a ella un cañón de asedio cargado, y al lado un artillero moribundo que sostenía el botafuego encendido. "En ese momento, cogió el botafuego, acercó la mecha al oído del cañón, prendió la pólvora y una lluvia de metralla salió disparada hacia los soldados enemigos que se encontraban a pocos metros", cuenta Daniel Aquillué.
El impacto fue brutal. De todos los franceses que amenazaban con entrar en Zaragoza, ya no quedaba ninguno en esa línea ofensiva. Además, los refuerzos llegaron inmediatamente y Napoleón salía nuevamente derrotado.
Capitulación de Zaragoza
Zaragoza demostró ser una gran ciudad que resistió cuanto pudo a un Imperio que lo había conquistado todo hasta el momento. Sin embargo, el fracaso napoleónico en aquel primer sitio sería enmendado en el segundo, que tuvo lugar el 21 de diciembre de 1808.
El pueblo aragonés continuaba recluido en su capital y Palafox seguía negándose a negociar con el enemigo. "¡Después de muerto, hablaremos!", replicaba. En este punto, tal y como concreta el autor, se crea una gran paradoja. Si en el primer asedio nadie confiaba en que Zaragoza pudiera vencer, en el segundo existía cierta esperanza debido a la llegada de refuerzos y las fortificaciones. En ambos casos, se erró en los pronósticos.
El 20 de febrero de 1809, Zaragoza se vio obligada a firmar la capitulación, y su líder fue arrestadi por los galos. Hasta aquel momento, "las tropas napoleónicas estaban a punto de tirar la toalla", según el escritor. Finalmente, empero, el rey José Napoleón I triunfaba en la capital aragonesa. La burguesía aragonesa había desistido y solo persistía un pequeño deseo de las clases más humildes por luchar hasta el final. La ciudad, por su parte, no era sino un cúmulo de estructuras medio derruidas.
"Las fuerzas del Imperio de Napoleón habían usado para ello dos cuerpos de ejército, cuatro mariscales, 132 piezas de artillería, 9.500 kilos de pólvora en minas y otros 69.325 kilos de pólvora usada en fusiles y piezas artilleras y 32.700 proyectiles de artillería", resume el escritor. Zaragoza era, con 6.000 cadáveres insepultos, "un teatro de desolación".
Tal y como recoge Daniel Aquillué en su obra, puede que Zaragoza se convirtiera en un cementerio humeante, pero aquella heroica resistencia dio tiempo a otras zonas a prepararse para la guerra contra Napoleón. "Que tantísimas tropas napoleónicas se concentrasen para someter a la ciudad de Zaragoza impidió que esas fuerzas sometieran otros puntos, lo cual les permitió reorganizar a las fuerzas de Fernando VII. Si no hubiera ocurrido esto, a lo mejor no hubiera habido Guerra de Independencia", especula el autor. "Y también les dio un mito de resistencia. Zaragoza sirvió para el resto del país que combatía por Fernando VII", señala.