En una escena digna de La vaquilla, una de sus mejores películas, Luis García-Berlanga, un joven soldado inexperto destinado en el botiquín de una compañía de la 40 División de Carabineros que no sabía usar un bisturí, tuvo que extirparle un quiste en el cuello a un comisario político durante la batalla de Teruel, en el invierno de 1938. El futuro cineasta, bajo la amenaza de muerte que suponía una pistola encima de la mesa, cortó la carne, retiró el pus sanguinolento, rebanó el tumor y cerró los ojos para no marearse. El militar, vendado con un esparadrapo, abandonó la enfermería sin mediar palabra. El improvisado cirujano nunca volvió a verle: quizá logró "una curación mágica" o una muerte por infección aquella misma noche.
Berlanga, el genio del cine español que celebraría un siglo esta semana, se alistó de forma voluntaria en el Ejército republicano a los dieciséis años y medio. Al principio, la Guerra Civil fue para él "las vacaciones más maravillosas del mundo": gamberradas, bromas y primeras incursiones en los prostíbulos de su Valencia natal con su cuadrilla de amigos. "Como cualquier joven no comprometido de quince años viví la guerra como la salvajada que es, pero sobre todo como una juerga permanente, una juerga acompañada de ese afán por conocer y de leer todo lo que podía", reconocería en sus memorias.
Pero aquel verano frívolo se transformó rápidamente en un periodo de penurias, sufrimiento y regates a la muerte. El director de El verdugo y La escopeta nacional calificó la ofensiva republicana sobre Teruel, que llegó a registrar veinte grados bajo cero y se saldó con casi 40.000 bajas de ambos bandos, como "una puta carnicería y un auténtico desastre". Berlanga sobrevivió a la gélida e ineficaz batalla —la República se hizo con el control de la capital provincial solo por unas pocas semanas—, pero todavía pasaría más frío y miedo en las estepas rusas, donde sirvió en las filas de la División Azul durante la II Guerra Mundial.
¿Qué fue lo que empujó a un voluntario del Ejército republicano a convertirse en uno de los 50.000 españoles que lucharon por los intereses de Hitler en el frente oriental? La mezcla de varias circunstancias, alguna más absurda que otra: "Deber moral con su padre, heroísmo romántico y deseo de aventura de los falangistas", explica Miguel Ángel Villena, autor de la biografía Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente (Tusquets), galardonada recientemente con el XXXIII Premio Comillas.
El progenitor del cineasta, José García-Berlanga Pardo, un político liberal —fue detenido una temporada durante la dictadura de Primo de Rivera— que evolucionó al republicanismo moderado, tuvo que exiliarse en Marruecos nada más estallar la contienda. Como diputado de Unión Republicana, un partido de centro encuadrado en el Frente Popular, no fue perseguido por los golpistas, sino por los anarquistas radicales de la comarca Requena-Utiel. Al término de la contienda, quedó bajo arresto en Tánger. La única forma que tenía de salvarse consistía en el alistamiento de algún familiar en la División Azul.
Luis regresó a su Valencia natal en abril de 1939. Terminó los dos últimos cursos de Bachillerato que le quedaban y accedió al ruego de su madre: el 14 de junio de 1941, con veinte años recién cumplidos, se subió a un tren que transportaría a los divisionarios valencianos a San Sebastián. Una segunda odisea bélica que también se explica por el ansia de seducir a Rosario Mendoza, una joven que pasaba totalmente del futuro director. En una entrevista con el diario El País en 2005, el propio Berlanga explicaba así los motivos que le empujaron a marcharse a Rusia:
"Fui porque me lo pidió la familia, porque mi padre estaba con petición de pena de muerte. Pero en realidad lo que me motivó a ir fue una chica [Rosario Mendoza]. Yo estaba enamorado de ella, creí que estando en la División Azul se quedaría prendada de mi valor y no me mandó ni una carta, y además se hizo novia de mi amigo más íntimo. Fui también porque me lo pidieron, a lo mejor sirve para que le conmuten la pena a tu padre. También fui porque era amigo de los falangistas, que luego no fueron; el que se jugó las pelotas fui yo, pero afortunadamente no me pasó nada".
Multa económica
Berlanga siempre definió su paso por la División Azul, que duró alrededor de un año, como un error, aunque hizo especial hincapié a lo largo de su vida en que no tuvo que disparar un solo tiro en el frente y, por tanto, tenía la seguridad de no haber matado ni herido a nadie, recuerda Miguel Ángel Villena en su obra. Tras ser instruido en el campamento de Grafenwöhr, en Baviera, la compañía en la que quedó encuadrado el cineasta fue destinada al frente de Nóvgorod, una ciudad a unos doscientos kilómetros al sureste de la actual San Petersburgo, entonces Leningrado.
Aquella zona era un puesto avanzado de las líneas alemanas y una de las tareas de la unidad de Berlanga consistía en vigilar los movimientos soviéticos desde una torre que servía de depósito de agua. La oscuridad y la soledad provocaron en el director de Plácido "un terror infantil, insuperable": la aparición de un fantasma. La experiencia en Nóvgorod acabaría de forma trágica, con la muerte de uno de sus amigos, Eduardo Molero, durante un bombardeo de la torre-vigía: "(...) los alemanes, muy listos, decían que no nos preocupásemos, que no acertarían nunca... ¡Joder! En cuanto se lo propusieron, al séptimo u octavo disparo, la derribaron", relató.
Berlanga, que ya había quedado marcado por las mínimas temperaturas de la batalla de Teruel, conoció la verdadera dimensión del frío en el frente ruso. Así lo reflejó en esta escatológica descripción: "Llegamos a estar a cuarenta y cinco grados bajo cero, una temperatura en la que se te hielan los ojos, los bigotes, los mocos, los lagrimales. Recuerdo que en las letrinas que hacíamos para las necesidades de la tropa, la situación era angustiosa. Cuando íbamos a cagar, como se quedaba lo uno encima de lo anterior, y además congelado, cuando se sentaban treinta o cuarenta tíos ya no podían hacer nada porque al ir a agacharte se te clavaba en el culo la mierda del anterior".
A su regreso a España, desengañado de la política —Berlanga abanderaría siempre una suerte de "anarquismo burgués"— y tras terminar sus estudios básicos antes de pasar una mili bañada de arrestos, guardias y combates contra los maquis, se decantó finalmente por dedicarse al cine. ¿Y qué pasó con su progenitor? Habla el propio cineasta: "A mi padre creo que en realidad le salvamos del paredón gracias a una cosa espantosa (...) el estraperlo de la muerte".
Se refería a una suculenta multa que debían pagar las familias pudientes de algunos republicanos condenados a intermediarios que sobornaban a su vez a jefes militares o altos cargos del régimen franquista para lograr la liberación definitiva. En el caso del diputado José García-Berlanga Pardo el total ascendió a 650.000 pesetas, una auténtica fortuna para la época que se logró con la venta de una fábrica de electricidad y una finca de muchas hectáreas y pinos que servían para hacer cajas de naranjas. El padre del cineasta salió de prisión el 25 de febrero de 1942.