La segunda mitad de la década de 1550, la de la llegada al trono de Felipe II, encadenó una importante serie de reveses para la Monarquía Hispánica en las aguas del Mediterráneo. Si bien es cierto que el desarrollo de las guerras terrestres favorecía las aspiraciones del Rey Prudente, como el resultado de la batalla de San Quintín, que puso a la Francia de Francisco I de nuevo contra las cuerdas, los episodios bélicos en el Mare Nostrum frente a las naves otomanas, aliadas de París, y los piratas berberiscos provocaron un verdadero quebradero de cabeza en la corte filipina.
La mayor hecatombe se registró en el año 1558. En primavera, una flota de unas 140 naves turcas con 3.000 jenízaros, numerosos zapadores y varios miles más de soldados, financiada generosamente por Francia, partió de Estambul con la misión de atacar las costas españolas. Menorca, en concreto, que ya había sido asaltada en la zona de Mahón unos años antes, era el objetivo. La ciudad, con sus cañones escupiendo proyectiles desde el castillo de San Felipe, resistió la lluvia de artillería otomana e hizo cambiar los planes del joven almirante Pialí Bajá. Bordeando la isla, centraron la ofensiva sobre Ciutadella, la capital, que a pesar de ser la sede del gobierno estaba mucho peor defendida.
Entonces se desató "la mayor catástrofe de toda la historia de España ocasionada por las incursiones turco-berberiscas", según Juan Carlos Losada, doctor en Historia por la Universidad de Barcelona y autor de España contra el Imperio otomano (La Esfera de los Libros), una obra en la que recoge los tres siglos de hostilidades entre ambas potencias y sus consecuencias político-culturales. Una historia llena de victorias determinantes para la preeminencia continental de la Monarquía Hispánica, como la batalla de Lepanto (1571), de defensas heroicas, como el sitio de Malta (1565) y de desastres como el de Ciutadella.
El 1 de julio de 1558, los turcos desembarcaron en la plaza menorquina. Los locales descartaron negociar con los invasores, y mucho menos rendirse. Se decantaron por una defensa a ultranza en la que, además de los pocos centenares de soldados disponibles, participó el resto de la población, incluidas mujeres y niños, dirigidos por el regente gobernador, Bartomeu Arguimbau, y el capitán Miguel Negrete.
A pesar del reducido número de defensores —y de reservas de munición— disponible y la debilidad de las murallas, la resistencia logró prolongarse más de una semana, hasta que el incesante bombardeo logró abrir brecha. El 9 de julio, las fuerzas otomanas irrumpieron en Ciutadella, arrasando la ciudad a su paso. Los que no cayeron en combate —alrededor de mil— o fueron ejecutados, como la religiosa Juana Ameller, ahorcada en el convento de Santa Clara, fueron hechos prisioneros y enviados a Estambul como esclavos.
Desastres peores
Losada menciona un total de 3.452 cautivos, del que menos de un 15% pudo ser rescatado en los años siguientes, como Arguimbau y Negrete, que habían sido encerrados en la Torre Gálata. Su caso es excepcional porque, liberados tras cuatro años en cautividad, volvieron a ser capturados por los piratas berberiscos de Argel a la altura de las costas francesas, cuando ya les restaba poco para desembarcar en Menorca. El retorno de ambos no culminaría hasta 1562.
"Fue tan terrible la sangría para la época, que llevó a que las autoridades de Menorca se plantearan incluso abandonar la isla, dado el terrible estado de pobreza, desolación y abandono en que quedó", relata el historiador, especialista en historia militar. "Había perdido la mitad de sus casi 10.000 habitantes, arrasados los campos y el ganado, de modo que todo lo que no pudieron llevarse consigo los asaltantes fue destruido”.
El gobernador de Mallorca, cuando llegó a la isla a inspeccionar el trágico escenario, tuvo que hacer noche en una cueva al encontrarse todos los edificios derruidos. 1558 quedó en el recuerdo de los menorquines como "el año de la desgracia". El nivel de población de la plaza tardaría medio siglo en recuperarse gracias a migraciones de Cataluña y otras zonas del archipiélago balear, y a la bajada de impuestos de Felipe II como recompensa al esfuerzo por recuperar la vida de la isla.
En los dos años siguientes al "holocausto de Ciutadella", como así lo califica Juan Carlos Losada, al Rey Prudente le siguieron llegando nefastas noticias de sus dominios en el Mediterráneo. En el mismo 1558, a finales de agosto, una hueste castellana de más de diez mil hombres fue rechazada en su intento de capturar la plaza costera de Mostaganem, entre Orán y Argel. Desabastecidos y chocando contra una fuerza más numerosa, los españoles, liderados por el conde Martín Alonso Fernández de Córdoba, que halló la muerte junto a su hijo, fueron obligados a retirarse hasta la ciudad de Mazagrán. La desmoralización facilitó el asalto de los turcos, que capturaron a entre 4.000 y 5.000 prisioneros.
Más desastrosa todavía, a juicio del historiador, fue la campaña y batalla de Los Gelves, una isla situada en las puertas marítimas de Túnez, entre 1560 y 1561. La flota cristiana, formada principalmente por españoles, italianos y alemanes, perdió 47 naves con todas sus tripulaciones y soldados. En total, se calcula que las bajas fueron de unos 8.000 hombres entre muertos, heridos y capturados. "El impacto en España fue, otra vez, brutal. Nada parecía detener a los turcos. Incluso se estuvo a punto de abandonar Orán ante el miedo a una avalancha imparable de los otomanos y sus aliados y la psicosis colectiva que prendió en todas las fuerzas españolas destinadas en África", describe Juan Carlos Losada.
Una coyuntura crítica que obligó a Felipe II a reaccionar y cambiar su estrategia militar: dejar a un lado los presidios y centrarse en la construcción de una flota numerosa y eficaz capaz de detener las embestidas navales de sus enemigos. La batalla de Lepanto terminaría dándole la razón.