Tras más de veinte años integrando las filas de los Tercios españoles que combatieron en Italia, Francia —su bautismo de fuego fue en la célebre batalla de San Quintín— y Flandes, donde se convirtió en un protegido del duque de Alba, Francisco de Aldana fue licenciado y se marchó a Madrid. Allí se lo presentaron a Felipe II, quien lo acogió favorablemente no solo por sus hechos de armas, sino también por sus rimbombantes versos —Quevedo lo retrató como un "valeroso y doctísimo soldado y poeta castellano"—. En 1577, amparándose en esta confianza, el rey le encargó una misión de gran importancia.
Francisco de Aldana debía marchar a Marruecos y obtener información militar exacta de lo que ocurría en territorio musulmán. Felipe II dudaba entonces sobre si intervenir o no en la "cruzada" que estaba organizando su sobrino don Sebastián de Portugal para invadir el norte de África. El soldado-poeta, de piel cetrina y que se manejaba con el árabe, pasó tres meses disfrazado de mercader judío espiando fortificaciones, armas y efectivos bélicos. A su regreso señaló que la empresa no ofrecía garantías alentadoras, mientras que otro compañero de su "comisión clandestina" destacó la fortaleza del ejército del sultán Abd al-Malik y la débil posición del depuesto Abu Abdallah, aliado de los cristianos.
A pesar de las nulas expectativas de éxito, el monarca portugués se empeñó en acometer la invasión africana, encabezada por él mismo, y solicitó a su tío que dejase participar al capitán Aldana. El militar, que sería nombrado jefe de la infantería, se contagió del entusiasmo de don Sebastián, pero al poner un pie en territorio enemigo atisbó el desastre que se avecinaba. A principios de agosto de 1578, en la batalla de Alcazarquivir, el ejército cristiano de 20.000 hombres sufrió una estrepitosa derrota en la que perdió la vida el rey de Portugal.
También murió en el choque Francisco de Aldana, que según recogieron las crónicas combatió bien y dio muestras de gran corazón. En una carta para informar a Felipe II del trágico desenlace, se relataba que don Sebastián preguntó al soldado-poeta por qué no tomaba caballo —el suyo había muerto durante el lance—, a lo que este le respondió: "Señor, ya no es tiempo sino de morir aunque sea de pie". Pero en realidad, el capitán halló su muerte cumpliendo una última misión para su rey español: ser la sombra del gobernante luso y estar al tanto en todo momento, por vía secreta y personal, de los acontecimientos para transmitirlos a Madrid.
"Aldana era un soldado de los pies a la cabeza. Sabía que iba a la ruina, pero haciendo gala de un absoluto estoicismo aceptó su desastre personal", reflexiona Fernando Martínez Laínez, periodista, escritor y gran especialista en el universo de los Tercios. El soldado-poeta es uno de los personajes más fascinantes que discurren por su nueva obra, Espías del Imperio (Espasa), en la que reconstruye las operaciones de los servicios secretos de la Monarquía Hispánica durante los siglos XVI y XVII, la de mayor esplendor.
Una historia, señala Martínez Laínez, "ninguneada y menospreciada": "Es una secuela de la famosa leyenda negra, una muestra más de que perdura hasta nuestros días. La tarea que me he propuesto es levantar un poco el velo de esto y recordar que teníamos los mejores servicios de inteligencia de la época". Una red de espías compuesta por esclavos, virreyes, diplomáticos, capitanes generales, embajadores y escritores como Francisco de Quevedo o Miguel de Cervantes, y también pintores de la talla de Rubens, que actuó de informante en Londres del conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV.
Es de sobra conocida la participación del autor de El Quijote en la batalla naval de Lepanto (1571), de donde saldría vivo pero manco, aunque mucho menos su misión secreta en Argelia en 1581, justo después de regresar de su cautiverio en Argel. Se le encomendó investigar la supuesta movilización de la flota turca del almirante Uluch Alí para atacar la flota de Indias que se encontraba en Gibraltar. Cervantes descubrió las verdaderas intenciones del corsario, que no pasaban por romper la tregua con los españoles. Luego intentó ser reclutado para otras operaciones secretas en América, pero sus servicios fueron rechazados y —por fortuna— tuvo que dedicarse a la escritura.
Espías mujeres
"Los servicios de inteligencia fueron un vértice más del sistema defensivo de la Monarquía Hispánica. Su papel fue muy relevante", destaca Fernando Martínez Laínez. "El espionaje español se caracterizó por estar muy bien organizado. Arrancaba de un vértice, que era el rey o el valido, y a partir de ahí había dos instituciones básicas —el Consejo de Estado y el Consejo de Guerra— y luego una red muy extensa de espías repartidos por todo el mundo. Este despliegue inmenso de medios no los tenía prácticamente nadie. Los agentes españoles estaban en Filipinas, el norte de África, Persia o Armenia. Eso es lo que los diferencia fundamentalmente del resto".
Muchas de las grandes operaciones de espionaje tuvieron lugar durante el reinado de Felipe II, un monarca que revisaba centenares de documentos al día en sus aposentos de El Escorial. "Rue un gran defensor de los servicios de inteligencia, estaba muy preocupado por todo esto y conocía al detalle lo que estaba pasando en Nápoles, en Sicilia o en París", apunta el autor. Pero el rey Prudente no halló tan solo éxito en este juego secreto, como demuestra el archiconocido caso de Antonio Pérez, el secretario que acabó traicionándolo y logró escapar a Inglaterra.
Pero los espías no solo fueron hombres. En su libro, Martínez Laínez menciona los casos de algunas mujeres que participaron en esos círculos, como Águeda de Arbizu, que actuó en la frontera de los Pirineos a finales del siglo XVI, o las infantas que a través de sus enlaces matrimoniales podían acceder a valiosa información en sitios como Praga, Milán o Nápoles. "En aquella época se escribía todo, pero todo lo escribían los hombres, por lo que se conocen muy pocos nombres de mujeres metidas en las redes de espionaje", cierra el autor. Otro vacío a llenar por futuras investigaciones.