Uno de los episodios más legendarios del Camino de Santiago ocurrió en Santo Domingo de la Calzada. El hijo adolescente de un matrimonio alemán que peregrinaba a la tumba del apóstol cayó en gracia a la hija del posadero de la localidad riojana, donde se alojaron una noche. Cuando todos se fueron a dormir, la joven trató de camelarse al muchacho, pero fue rechazada. En respuesta al no, metió una copa de oro en la bolsa del chico y a la mañana siguiente le acusó de ladrón delante de todos.
El castigo que se le propició al bisoño peregrino fue la horca. Sus padres, desconsolados, completaron el periplo hasta Compostela y, meses más tarde, al regresar por el mismo camino, contemplaron que su hijo seguía colgado en el mismo lugar a las afueras del pueblo. Pero milagrosamente, respiraba, estaba vivo. Fueron a comunicárselo al regidor y a pedirle que le permitiesen apear a su hijo.
El juez, al escuchar semejante incongruencia, disparó una gran carcajada y les dijo: "Vuestro hijo está tan vivo como este gallo y esta gallina que tengo delante", asados, que le habían servido para comer rellenos de manzanas e hijos, y que de repente se incorporaron y empezaron a cantar de forma alegre. De ahí viene al famoso dicho de "en Santo Domingo de la Calzada cantó la gallina después de asada".
El milagro calceatense, no obstante, esconde una realidad histórica: las falsas incriminaciones por hurto, acaecidas en albergues o establecimientos de hospedaje, que tuvieron que sufrir los peregrinos durante la Edad Media. Había, tal y como explica Pablo Martín Prieto, profesor de Historia Medieval en la Universidad Complutense de Madrid, malhechores que vivían de explotar el Camino, ganándose la confianza de los huéspedes solitarios, a los que luego robaban —e incluso mataban— tras la aparición de unos cómplices armados. También falsos confesores que prometían misas a cambio de dinero y unos requisitos que, sospechosamente, solo ellos les podían garantizar.
Los peligros y amenazas reales o imaginarias que abordaban a las mujeres y hombres medievales cuando abandonaban la seguridad de sus hogares, desde el posadero timador hasta el pasaje de los ríos, es uno de los temas más fascinantes que analiza el libro Viajes y viajeros en la Edad Media (La Ergástula), una obra colectiva coordinada por María del Pilar Carceller Cerviño, doctora en Historia Medieval por la UCM, que reúne los aportes realizados en un congreso académico sobre en las vivencias, motivaciones, medios y otras casuísticas relacionadas con los desplazamientos en la citada época.
Esta obra evidencia que desplazarse en el periodo medieval no era algo baladí y que podía responder a cuestiones bélicas, diplomáticas, políticas e incluso "turísticas", ejemplificadas todas ellas a través de los casos de la migración goda a la Península Ibérica, de verdaderas aventuras embajadores y emisarios, del recorrido del corazón del rey escocés Roberto I Bruce hasta la frontera granadina o el recorrido de Jerónimo Münzer por la antigua capital del reino nazarí.
Pero también se movían las ideas gracias a copistas, libreros y lectores. En su capítulo, José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, profesor titular de Filología en la UCM, explica que en el siglo XIII se popularizaron los libros de bolsillo, de cinto, como la Breviaria secundum usum Raomanae Curiae, en donde se recopilaban los manuscritos necesarios para el cumplimiento del oficio canónico; y se empezaron a desarrollar los primeros mecanismos de escritura itinerante.
Mujeres viajeras
La religiosidad jugó un gran protagonismo para instigar a la gente a emprender largos desplazamientos. Las cruzadas o las peregrinaciones a Tierra Santa dan buena muestra de ello. Pero además de la enorme distancia que había que recorrer, se sumaban otros peligros, especialmente después de la pérdida del reino de Jerusalén. El florentino Giorgio Gucci, que viajó hasta la ciudad en 1384, describió el tratamiento habitual que aguardaba a los peregrinos cristianos: injurias y blasfemias, bofetadas y golpes con cañas y con el puño, zancadillas a ellos mismos y otros ataques a sus monturas, tirones de la capucha, lanzamiento de piedras, de polvo y de agua desde las ventanas, etcétera.
No obstante, también existió un fenómeno llamativo: una suerte de prevención moral contra las peregrinaciones. A muchos que deseaban emprender el camino hacia algún lugar santo (o enrolarse en una cruzada), se les daba el consejo de permanecer en sus casas, atendiendo a sus deberes y ocupaciones. Eso hizo el arzobispo de Tours cuando, hacia 1123, disuadió al conde Fulco de Anjou de viajar a Santiago de Compostela, argumentando que su deber residía en "gobernar su pueblo, hacer justicia, proteger a los pobres y a la Iglesia, más que andar dando vueltas al mundo". Una corriente crítica que hacía hincapié en el peligro viajero para el alma.
"Había, además, una preocupación específica a cuenta de las mujeres peregrinas, que traslucía un prejuicio sobre su condición, como si, estando en cierta medida bajo sospecha, debieran demostrar que su peregrinación no encubría algún intento de darse al adulterio o a la fornicación", explica el historiador Pablo Martín Prieto en su texto. El predicador san Vicente Ferrer lo resumió en una frase lapidaria: "Moltes anaren [...] que tornaren putanes". La explicitud hace innecesaria la traducción.
Este ensayo colectivo también pretende rescatar a las mujeres medievales viajeras, que las hubo, y por distintos motivos, a pesar de las limitaciones que la época impuso a su sexo. El capítulo que firma María del Pilar Carceller recoge un ejemplo de motivaciones políticas: los movimientos que realizaron a lo largo de gran parte de la geografía peninsular Catalina de Lancaster y Constanza de Castilla —esta incluso tuvo que exiliarse una temporada a Inglaterra— para el reclamar, por derecho propio, el trono castellano que les pertenecía.