Hacer con los restos del naufragio un mundo habitable. Es el hilo que cose y da coherencia a la amplia obra del filósofo Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), que ahora vuelve a lanzar una de sus obras más perennes, Leer con niños (Literatura Random House), un repaso vital por sus lecturas y experiencias, en el que avisa de que leer es peligroso porque “empezar es azaroso” y “terminar es imposible”.
Santiago montó con Lucía y Juan, sus hijos, un rito de lectura a la hora de la cena, durante el desayuno y también delante del colegio o dentro del coche: quince minutos antes de las ocho. Les leía, les lee y les leerá. Sin propósito pedagógico alguno, los tres se bebieron todo Stevenson, todo Kipling, Moonflet, Mark Twain, Carroll, Oscar Wilde, Verne, Tolkien, London, El gran Meaulnes, Matar a un ruiseñor, Swift, las Brontë, La escapada de Faulkner, Truman Capote, Carson McCullers, La conjura de los necios, Jane Austen, algunos cuentos de Kafka…
Ojo: los tres se han tronchado con las películas de los Marx, Rabelais y el Ulises de Joyce. Leer en común es darle una oportunidad a la lectura y ralentizar el mundo. Rebajar las aspiraciones, las ambiciones, bailar con la renuncia. La lectura cambia el mundo, como explica el autor en la nueva introducción: “La lectura libera, pero también ata a prejuicios y sinsentidos. La lectura entretiene, pero es más entretenido el sexo, la montaña rusa o la televisión. La lectura informa, pero también manipula. La lectura hace pensar, pero ¿quién quiere pensar?”
Han pasado ocho años de la edición del libro, el editor que lo publicó ya no trabaja y sus hijos ya no leen con usted, ¿quiénes son sus nuevos compañeros de viaje?
Contra la soledad no hay ningún remedio y contra el crecimiento de los hijos tampoco. Como cuando nos enamoramos, todos reaccionamos de un modo convencional -o universal- frente al abandono por parte de los hijos del hogar familiar. Me divierte mucho menos leer; lo hago por mi trabajo y, si leo también novelas, es como si les faltaran letras o estuviera sentado siempre en la sala de espera de una estación. Leer, como escribir, se ha convertido en un simple pasatiempo. Como un sudoku o un crucigrama.
Si todo libro es una clave en busca de enigma, ¿cuál es el de Leer con niños?
Toda clave es, por eso mismo, un enigma. Lo que me movió a escribir Leer con niños -aparte el impulso de Constantino Bértolo, mi editor de entonces- fue el descubrimiento de una misteriosa raíz común entre los cuerpos y los libros a partir de mi experiencia abusiva de lectura en voz alta con mis propios niños. Así que quise intentar responder a una pregunta escandalosa (¿para qué sirven los niños?) y a otra infructuosa (¿para qué sirven los libros?) en un ensayo contra el capitalismo y su “falta de cuidado”.
¿Cuál es el sentido de la lectura en pleno gobierno de la inteligencia mercantil?
El tiempo del mercado es caliente, rápido, digestivo. Es el tiempo de la destrucción por el fuego que llamamos “consumo”. Baste un dato: el 90% de las mercancías producidas hoy estarán en la basura dentro de seis meses. Frente a ese tiempo que roe todo los relojes, la lectura es precisamente un reloj, el instrumento de medida que nos hace pasar de la digestión a la narración, donde todavía hay grumos: objetos, cuerpos, caracteres, que desfilan uno por uno y lentamente ante nuestros ojos. La expresión “devorar un libro” es un bonito oxímoron y, tal y como mi libro trata de demostrar, es equivalente a la de “comerse a besos a un niño”. No nos comemos a besos un iPod o un coche. ¿Por qué? Porque no tienen “cuerpo”.
¿Es la lectura un acto de resistencia?
Debemos resistirnos a la desaparición de los cuerpos y por cualquier medio. La lectura puede ser uno de ellos, pero vale cualquier procedimiento narrativo (incluida la maternidad, la enfermería y el erotismo). Son los cuentos los que conservan los cuerpos, que a su vez conservan la atención y los cuidados, sin los cuales no puede haber civilización digna de ese nombre. El amor no mueve el mundo, pero lo mantiene en pie.
En estos años también han fracasado revoluciones, ¿imagina la lectura como un acto revolucionario, como la revolución interminable?
No es un acto revolucionario. Goebbels era un gran lector. Depende de las lecturas y las condiciones de la recepción. Pero si nos referimos -como creo que es el caso- a la literatura, la lectura implica un anclaje de la atención intelectual y emocional a contracorriente de la percepción mercantil y tecnológica, dominada por lo que yo llamo el “gag visual”: el placer, digamos, de ver caer una y otra vez las Torres Gemelas como se ve caer al payaso listo cuando el payaso tonto le retira la silla de las posaderas. Un placer no narrativo, sin origen ni consecuencias, sin historia, como la disolución en la boca de un caramelo. Ese placer no distingue entre una guerra y unas olimpiadas, entre un atentado y una boda real, entre un campo de torturas y un parque temático.
Todo es inmediato, el esfuerzo y la voluntad, la paciencia y la lentitud, el silencio y la concentración parecen elementos de otros tiempos. Casi cuentos de hadas. ¿Qué lugar ocupa la lectura en un mundo como éste, entretenido?
Todo conspira contra ella. No sólo el mercado. También una tecnología que no es criticable por lo que permite sino por lo que obliga a hacer. Esa tecnología tiene que ver sobre todo, insisto, con el tiempo, con la velocidad. La belleza de una final olímpica de 100 metros -reina del atletismo- tiene que ver con que no es nunca demasiado rápida: es lo bastante lenta como para que los cuerpos sean visibles en el espacio y se ordenen entre sí en una estructura narrativa. La aceleración suprime los cuerpos. Las nuevas tecnologías imponen a las relaciones antropológicas, a la política, a la elaboración de discursos, a la identidad moral, lo que llamo “la cultura de los diez segundos”: en diez segundos hay que dar una noticia, forjarse una opinión, decidir el propio futuro, ganar unas elecciones, cambiar el mundo. No es sólo el capitalismo, orientado cada vez más a la proletarización del consumo y la explotación radical del ocio. La tecnología misma, de la que en cualquier caso no podemos retroceder sino mediante una catástrofe, desestructura las largas duraciones -las del pensamiento, la identidad y los cuidados.
¿Cómo es posible que uno de los actos más individuales que puede realizar el ser humano (leer) pueda ser alabado como un acto comunitario?
Hasta Beda el Venerable los occidentales leíamos en voz alta. San Agustín, a principios del siglo V, leía en voz alta. La interiorización de la lectura, inseparable de los procesos de individualización, se acelera con la imprenta, que es al mismo tiempo una herramienta de potencial democratización -y discusión pública- de la lectura. Leer en voz alta, y sobre todo con niños, aún analfabetos o en proceso de literación, se parece un poco al hecho -en un acto al mismo tiempo amoroso- de imprimir colectivamente un libro. O de escribirlo juntos.
¿Cuál es el mayor enemigo de la lectura?
El mismo que el de cualquier otro acto que requiera atención. El mismo que el de la maternidad, el erotismo, la filosofía o la buena cocina: la falta de tiempo. Como la falta de tiempo -o el tiempo proletarizado, como dice Stiegler, en la esfera también del consumo- es una característica asociada a una civilización y a una economía es muy difícil de solucionar sin una transformación decisiva, política, de nuestras condiciones de vida.
¿Y el mejor aliado?
Las madres de los dos sexos. Hay que maternizar en general las relaciones humanas.
¿Qué aportaría la lectura a la clase política española? ¿Cree que alguien leyó con Mariano Rajoy de niño?
Lo interesante de Don Quijote es que, cuando se vuelve loco leyendo, no se dedica a imitar a los autores de sus libros preferidos sino a sus personajes. Y decide ponerse a cuidar el mundo, prestarle atención, intervenir activamente en él en favor de los cuerpos más desvalidos. Es evidente que nadie leyó a Rajoy cuando era niño. Probablemente nadie le hizo tampoco demasiadas caricias. Es completamente incapaz de perder la cordura para ver la realidad y todas sus heridas. Eso es lo que falta en general en la política española.