La zona de interés, la última novela de Martin Amis, ya está en las librerías. Literariamente es tan insignificante como todas las que su autor ha publicado en los últimos 20 años, pero en los aspectos extraliterarios ofrece algunas picantes novedades. Se trata, por ejemplo, de la primera obra desde el año 2003 en cuya campaña promocional Amis no ha tenido que decir ninguna barbaridad para ocultar el evidente declive de su talento. Ni un sólo comentario racista; ni una simple diatriba misógina. Nada.
Parece que con la escandalosa mezcla de humor y Holocausto que contiene la novela será suficiente para hacer olvidar su absoluta falta de cualidades. Por si esto fuera poco, La zona de interés (Anagrama) va a servir también para que un montón de reseñistas nos recuerden, una vez más, lo que Adorno opinaba acerca de Auschwitz y el final de la poesía. Como muestra de agradecimiento por ello, es probable que una parte de la crítica adopte un tono de entusiasmada alabanza.
A pesar de haberse quedado sin ideas ni habilidad para ejecutarlas, Martin Amis no ha podido resistirse a seguir escribiendo
Martin Amis se arrastra por un terrible bache creativo desde la publicación de Perro callejero en 2003. Pero, a pesar de haberse quedado sin ideas (todas sus obras recientes son grotescos autoplagios) ni habilidad para ejecutarlas, no ha podido resistirse a seguir escribiendo. El problema es que para poder vender sus libros, ha tenido que convertirse en un artista del exabrupto y la treta promocional hiriente.
No ha debido resultarle difícil conseguirlo, ya que disponía de un modelo de violencia verbal muy próximo: su padre, el novelista Kingsley Amis. Resulta curioso, y a la vez muy triste, que un autor tan preocupado como Martin Amis por librarse de la pesada sombra que su progenitor proyectaba sobre él se haya terminado transformando en su más exacta réplica.
Papá fanfarrón
Los eruditos suelen referirse a Kingsley Amis (1922-1995) como el escritor con más talento de la segunda posguerra mundial, y no les falta razón. Pero casi antes que como escritor, Kingsley ha pasado a la historia como un fanático borrachín. Si excluimos la infancia y algunos raros episodios de abstinencia (generalmente decretados por médicos, amantes o familiares perplejos), sus 73 años de vida consistieron en una interminable y estremecedora cogorza. Además de un bebedor disparatado, fue también un astuto difamador, un monumental fanfarrón y un hábil mentiroso, rasgos todos ellos que le fueron de gran utilidad para labrarse una destacada carrera en el campo del transfuguismo político.
Kingsley Amis se unió al Partido Comunista en 1941, durante su primer año de licenciatura en Oxford. Quince años después ya se había pasado a las filas socialdemócratas, desde las que proclamó su profundo odio al marxismo. “A menos que algo muy desagradable suceda”, afirmó en 1956, “votaré siempre a los laboristas”. Nada especialmente siniestro ocurrió (si exceptuamos la victoria de Inglaterra en el mundial de fútbol de 1966) y, sin embargo, nuestro caprichoso novelista depositó su primera papeleta a favor de los conservadores en las elecciones de 1967. A partir de ahí, su trayectoria política fue un prolongado y descorazonador salto al vacío.
Kingsley se transformó en un enloquecido paladín del thatcherismo y acabó abrazando causas tan aberrantes como la ejecución de Nelson Mandela
En los sesenta sembró el pánico en las universidades con sus violentos ataques a la enseñanza pública; en los setenta se dedicó a acosar a todos los intelectuales de izquierda que se le ponían a tiro; en los ochenta se transformó en un enloquecido paladín del thatcherismo y, en los noventa, acabó abrazando causas tan aberrantes como la ejecución de Nelson Mandela o el encarcelamiento de los líderes sindicales ingleses. En el colmo del cinismo, Kingsley siguió presentándose durante toda esta evolución como un intelectual comprometido en la lucha contra el poder. Lo que había pasado, según él, era que la clase dirigente ya no estaba compuesta por una panda de conservadores infames, sino por un hatajo de progres al servicio del KGB.
El episodio más triunfal de su carrera como azote del progresismo fue la redacción del manifiesto En apoyo a las políticas americanas en Vietnam, cuya publicación en 1967 produjo un estallido de protestas en todo el país. “Lo único que queríamos decir ahí”, dijo uno de los firmantes del documento, “es que se vayan a tomar por el culo los comunistas en Vietnam y que dejen de aburrirnos con su histérica propaganda aquí en casa”.
En el otoño del año siguiente, Kingsley actuó como el principal instigador de una campaña de desprestigio contra el escritor Yevgueni Yevtushenko, a quien acusaba de ser un espía soviético. Gracias a sus presiones, la Universidad de Cambridge se negó a contratar a Yevtushenko como catedrático de Poesía y su carrera académica quedó arruinada.
Beber para olvidar
Pero ¿qué hacía el joven Martin mientras su padre se comportaba ante la opinión pública como un jadeante maníaco? Pues ponerse hasta las cejas de ácido y maría. A la misma edad a la que sus amigos del instituto estaba eligiendo universidad, el pequeño de los Amis había decidido convertirse en un toxicómano. Alarmada por la situación, la novelista Elizabeth-Jane Howard (la segunda mujer de Kingsley) se vio forzada a tomar medidas drásticas y le regaló a su hijastro un ejemplar de Orgullo y prejuicio.
Este sencillo gesto cambió por completo la vida de Martin. En unos pocos años llenos de magia, pasó de ser un quinqui a licenciarse con honores en Oxford, obtener el Premio Somerset Maugham y ser contratado como editor literario del New Statesman. Y todo ello, por su puesto, sin que su padre tuviera que mover un solo hilo. Gracias, simplemente, al poder sanador de Jane Austen.
Las carreras como polemistas de Martin y Kingsley presentan unas semejanzas que a menudo resultan espeluznantes
Aunque nadie le recuerda participando activamente en las luchas políticas de la época, todos sus amigos de juventud coinciden en que Martin parecía de izquierdas. Afortunadamente, eran los sesenta, y con frecuencia parecer de izquierdas era todo lo que se necesitaba para serlo.
Esa es, quizá, la razón por la que la evolución política de Martin ha sido mucho menos espectacular que la de su padre: nunca tuvo unas convicciones reales desde la que inmolarse. Su modesta contribución a la historia del transfuguismo ha consistido en pasar de un izquierdismo carnavalero a un blairismo siniestro. Pero, a pesar de todo, las carreras como polemistas de Martin y Kingsley presentan unas semejanzas que a menudo resultan espeluznantes.
La defensa de la Guerra de Irak transformó a Martin en el intelectual de referencia de la socialdemocracia más cínica
Si el apoyo a la Guerra de Vietnam convirtió a Kingsley en el portavoz más demente del conservadurismo británico, la defensa de la Guerra de Irak transformó a Martin en el intelectual de referencia de la socialdemocracia más cínica. En un estremecedor artículo publicado por el Observer en el año 2006, Amis se lamentaba de que sus hijas hubieran tenido que pasar media hora esperando para ser registradas en un aeropuerto, y exigía a las autoridades que se concentrasen en acosar sólo a aquellas personas que parecieran árabes.
Lucha de egos
Pocos después, el escritor completaba esta sarta de disparates con unas declaraciones en las que advertía a los musulmanes de que “tendrían que sufrir para poner en orden sus asuntos” y recomendaba que se tomasen contra ellos algunas medidas como “la prohibición de viajar, la limitación de sus libertades o la deportación forzosa”.
Terry Eagleton fue uno de los pocos intelectuales que respondieron a estos desafortunados comentarios. En el prólogo a una de sus obras, acusó a Martin de comportarse como un “gamberro del Partido Nacional Británico” y a Kingsley de ser un adicto a la ginebra “del que sus hijos habían aprendido algo más que a componer frases bonitas”.
La intervención de Eagleton dio lugar a un festival de groserías en el que Amis participó con verdadero entusiasmo. De su oponente dijo que no era más que un anciano “incapaz de levantarse de la cama sin apoyarse en Dios o en Marx”. Sin saber muy bien cómo, Eagleton se encontró con que la polémica se había convertido en una cacería pública contra él. Su contrato en la Universidad de Manchester –la misma en la que Martin Amis acababa de ser nombrado profesor− fue rescindido a los pocos meses. Parece que la familia Amis había encontrado a su nuevo Yevtushenko.
Como artistas se convierten en exhaustos traficantes de fórmulas; como intelectuales en complacientes aduladores
El caso de Martin y Kingsley presenta algunas características propias de la mentalidad inglesa. Existe una cierta resistencia entre los británicos a reconocer la dimensión pública de sus intelectuales y por eso, para salir de su madriguera en el campus, muchos de ellos tienen que comportarse como alborotadores o camorristas. Pero el asunto tiene también unas connotaciones más universales y mucho más preocupantes.
Cuando a los escritores les llega el éxito, el dinero y la fama, tienden a alejarse de la realidad que alimentaba su obra y se quedan atrapados en el gigantesco laberinto de la Alta Cultura. Como artistas se convierten en exhaustos traficantes de fórmulas; como intelectuales en complacientes aduladores, obsesionados con mantener su posición social. Eso es lo que parece haberles pasado a los Amis. En realidad, no son más que dos víctimas de ese estremecedor cliché al que llamamos Literatura (con mayúscula).