Kafka se enamoró de la joven Milena Jesenská, en el otoño de 1919, en un café con un grupo de literatos entre los que estaba su marido. Ella, 23 años, aprovechó para indicarle que traduciría sus relatos al checo. Él, 36, llevaba casi dos años sin escribir nada nuevo y aquella declaración debió de suponer un soplo para su ego maltrecho. Hacía tres años que había roto con Felice Bauer, berlinesa y judía, con la que mantuvo una intensa relación epistolar que terminó de forma abrupta: tuberculosis.
“Tuve una hemorragia pulmonar. Bastante fuerte, mi garganta se pasó diez minutos o más echando sangre, pensé que no se iba a acabar nunca”, escribe el 9 de septiembre de 1917 tal y como se recoge en el volumen Cartas a Felice, publicado por Nórdica. Habían pasado dos semanas sin noticias de alguien que escribía a su amor frustrado hasta dos veces diarias. Por eso antes de despedirse aclara -por miedo a lo que finalmente ocurriría, el abandono- que tampoco es para tanto, que no se encuentra tan mal: “Cierto que toso desde aquella noche, pero no mucho. De vez en cuando tengo un poco de fiebre, algunas veces sudo algo por la noche, la respiración la siento un poco corta, pero en general me encuentro, por término medio, mucho mejor que estos últimos años”.
Su problema era su inseguridad e incapacidad para tomar decisiones. Rasgo que no desapareció ante la única mujer a la que Kafka amó apasionadamente
Dos años más tarde y un segundo intento de matrimonio frustrado (Julie Wohryzek), café en Praga, Milena Jesenská, chapurrea el alemán, lo justo para decirle a Kafka que le parece dios. Apenas unos minutos y el semáforo del amor volvió a ponerse en verde. Y con él la hemorragia epistolar: el escritor desparrama sin condicionales sus intimidades, sus complejos, su enfermedad, sus 55 kilos y sus miedos. Sobre todo sus miedos.
Crisis judía
Como señala Carmen Gauger, nueva traductora del compendio Cartas a Milena que acaba de lanzar Alianza, su problema era su inseguridad e incapacidad para tomar decisiones. Rasgo que no desapareció ante “la única mujer a la que Kafka amó apasionadamente y la única que tenía la inteligencia y la sensibilidad necesarias para comprenderle y vivir con él”. Aunque eso nunca llegase a ocurrir.
La gran aportación de esta nueva edición es que por primera vez se incluyen las diez cartas que el heredero de esta correspondencia (el escritor y guionista Willy Haas) había decidido suprimir por comentarios muy críticos sobre el judaísmo. Otras tacho al menos en 62 pasajes. Es una quinta parte más extensa que la antigua edición con la incorporación.
A veces querría embutirlos a todos los judíos (yo incluido) en el cajón del armario ropero, esperar después, luego abrir un poco el cajón para ver si ya se han asfixiado
"Me pregunta si soy judío", escribe Kafka a Milena. "Tal vez es sólo una broma, tal vez pregunta sólo si pertenezco a ese judaísmo medroso". En otro momento advierte a su amada: "Sigue siendo peligroso, el judaísmo, incluso cuando está a tus pies". El escritor se censura una y otra vez en cuanto comprueba que el judaísmo habla en su lugar.
Hay otros pasajes en los que se muestra verdaderamente cruel con su propia religión: "Más bien podría yo reprocharte que tengas una opinión excesivamente buena de los judíos que conoces (yo incluido) —¡hay otros!—; a veces querría embutirlos a todos ellos (yo incluido) en el cajón del armario ropero, esperar después, luego abrir un poco el cajón para ver si ya se han asfixiado todos; si todavía no es el caso, cerrar otra vez el cajón y continuar así hasta el final".
Miedo al sexo
Kafka era una persona complicada, con complicaciones personales. Durante el año y medio de tormentosa relación, el autor de El castillo no ocultó sus miedos: “Todo mi ser no es sino miedo”; “No quiero desplegar ante usted esa larga historia, con sus verdaderos bosques de detalles de los que aún tengo miedo como un niño, pero sin la capacidad de olvido del niño”; “Tu relación conmigo... pertenece toda ella al miedo”; “Miedo de dar un paso en esta tierra plagada de cepos”; “Comprende, Milena, mi edad, mi desgaste y sobre todo el miedo, y comprende tu juventud, tu lozanía, tu valentía; y mi miedo crece más y más, porque significa un retroceder ante el mundo”; “Tengo miedo de llevarme el vaso de leche a la boca”; “El miedo crea malentendidos entre nosotros”…
Gauger señala que el miedo kafkiano es de origen sexual: “Kafka tenía miedo de la impotencia (aunque no era impotente, como se sabe)”. Pudor, impotencia, culpa, tormento. Para él entre la felicidad con la mujer que ama, durante el día, y la “media hora en la cama”, por la noche, hay un abismo insalvable, como escribe Milena a Max Brod. A Kafka le sobra la carne. Definía la cama como “el mejor lugar para la tristeza y la meditación”.
Escribía a todas horas a su amante. Estaba entregado, sin el pánico a la vida matrimonial
Agosto de 1920, lunes: “Y ahora, a la cama. ¿Qué estarás haciendo ahora, lunes, hacia las once de la noche?”. Si Kafka hubiera tenido Whatsapp lo habría tumbado. Escribía a todas horas a su amante. Estaba entregado, sin el pánico a la vida matrimonial y a aburguesarse que tuvo con Felice.
Quizá era una apuesta sobre falso: sabía que Milena estaba enamorada de su marido y que el compromiso nunca sería posible. Por eso iba a muerte, por eso todo al rojo. ¿Y si buscaba una decepción? Kafka quería estrellarse del todo. El leñazo definitivo que le hiciera despertar de ese fallo en cadena en el que había convertido su vida o, todo lo contrario, que le confirmara que no podía esperar otra cosa más que complicaciones, que así era todo lo suyo.
Kafka quería estrellarse del todo. El leñazo definitivo que le hiciera despertar de ese fallo en cadena en el que había convertido su vida
Por eso el relato que conforman este conjunto intenso y delicioso de cientos de cartas de Kafka (las de Milena no se conservan) también podría haberse titulado Cuatro días en Viena. El escritor rompe con sus dudas y pasa unos días con ella en su ciudad. Son días de gloria. Días sin toses ni lamentos: “Lo llevé por las colinas de los alrededores de Viena… Caminaba todo el día, subía, bajaba, marchaba a pleno sol, no tosió una sola vez, comía muchísimo y dormía como un lirón, gozaba simplemente de buena salud, y su enfermedad fue para nosotros esos días como un pequeño resfriado”, escribe Milena a Brod. Kafka también exultante: “Si es posible morir de felicidad, eso tiene que ocurrirme a mí. Y si uno que está destinado a morir puede permanecer vivo de felicidad, entonces yo tengo que seguir viviendo”.
Atado al fracaso
La euforia le hacía entregarse al riesgo sin coraza. Veía en ella una “peculiaridad” que no había encontrado en nadie más hasta ese momento. “No puedes hacer sufrir. Si no puedes hacer sufrir, no es por compasión, sino porque no puedes”. Y entonces empezaron los malentendidos y las piedras. Milena no iba a dejar a su marido nunca, a pesar de que éste la engañaba cien veces al año, como reconocía ella misma.
A finales de 1920, al borde de la extinción de la relación, ella le escribe que ha perdido la esperanza y entonces Kafka se convierte en un insecto lastimero que se arrastra y se culpa por haberla perdido: “No puedo hacerte comprender a ti ni a nadie lo que pasa en mi interior. Cómo podría hacer comprender por qué es así; ni siquiera puedo hacérmelo comprender a mí mismo. Pero esto no es lo esencial, lo esencial salta a la vista: en mi entorno es imposible vivir humanamente; ¿lo ves y aún no quieres creerlo?”.
Tres días después de la muerte del autor -un mes antes de que cumpliera 41-, Milena escribió su necrológica: “Cuando el alma y el corazón ya no soportan el peso, el pulmón toma sobre sí la mitad de la carga, para que quede repartida al menos con cierta uniformidad, escribió una vez en una carta, y de esa índole era también su enfermedad”. “Era tímido, medroso, dulce y bueno, pero los libros que escribió son crueles y dolorosos. Veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido”. Entonces decide separarse de Ernest Pollak, su marido.