Aprendiendo a leer en las chabolas de El Gallinero
Los voluntarios que trabajan en el barrio luchan cada día para que los 200 niños que viven allí tengan una educación digna.
16 noviembre, 2015 04:05Noticias relacionadas
Poco después de que se le cayese el último diente de leche, a España le creció un bebé en el vientre. Tiene catorce años y lleva el nombre de un país que ni siquiera la considera ciudadana. Hace más de dos semanas que no sale de la chabola en la que vive junto a su marido: tiene que dar de mamar a la criatura que llora cada vez que ella se sienta en el sofá a ver su telenovela preferida.
España vive en El Gallinero, el poblado chabolista situado a poco más de doce kilómetros de la Puerta del Sol (Madrid). Dejó la escuela en cuanto se casó a pesar de los ímprobos esfuerzos de Paco Pascual, profesor jubilado y voluntario de la Parroquia de Santo Domingo de la Calzada, por evitarlo. No tiene un libro favorito, nunca ha ido al cine y no sabe cuál es la música de radiofórmula que triunfa entre los adolescentes porque los sábados por la noche no mueve la cintura, sino los brazos para acunar a su hijo.
Los voluntarios han acudido cada mañana, chabola por chabola, a despertarles y darles el desayuno
La historia de El Gallinero es la de una canción pop que ha envejecido mal: todo el mundo reconoce la melodía, pero nadie recuerda la letra. Su estribillo es el siguiente: hay unas setenta familias rumanas de etnia gitana asentadas en esta zona de Madrid —en el kilómetro trece de la A3, perteneciente al distrito de Villa de Vallecas— que el Ayuntamiento combate a fuerza de derribo.
Absentismo escolar
El poblado ha llegado a albergar a más de quinientas personas desde que en 2007 comenzaran a asentarse las primeras familias. Muchas se han marchado poco a poco tras la imposibilidad de encontrar trabajo. La cifra es inexacta, pero todavía viven entre escombros —y sin apenas recursos— unos doscientos niños, según los datos más recientes aportados por los voluntarios de la parroquia que trabajan allí.
El absentismo escolar en El Gallinero era de un ochenta por ciento hace unos años; según Paco Pascual, hoy ese problema está resuelto y “el porcentaje apenas alcanza el diez por ciento”. “Los niños van al colegio a diario gracias a que durante mucho tiempo los voluntarios han acudido cada mañana, chabola por chabola, a despertarles y darles el desayuno. Además, por las tardes viene una profesora rumana a darles clases de repaso, ayudarles con los deberes…”, explica Pascual.
Pero, ¿qué leen al acostarse? ¿Ven dibujos animados? ¿Con qué se divierte un niño que vive entre ratas? David, de ocho años, estira su pierna izquierda y enseña su pie desnudo. De alguna manera ha perdido su zapatilla, no sabe cómo, y así no puede jugar al fútbol. “No me gusta leer, yo quiero ser como Messi, quiero ser futbolista”, dice. A su lado, Cassandra juega con unos cromos, lleva una sudadera de Hannah Montana pero no sabe quién es Miley Cyrus y jamás ha visto la serie: “Me gusta porque es rubia”.
Poco a poco les enseñamos que hay otro mundo, que pueden formarse y ser lo que quieran.
Valica tiene once años y la cara salpicada de pecas. En brazos lleva a su hermano de dos, del que cuida a menudo cuando regresa del colegio: “Mi mamá está pidiendo, por eso yo estoy con él”. “Hace unos años le preguntabas a esta cría qué quería ser de mayor y te decía que princesa o que quería tener hijos. Ahora, ¿qué?”, señala Paco Pascual. “Veterinaria”, responde ella. “¿Ves? Poco a poco les enseñamos que hay otro mundo, que pueden formarse y ser lo que quieran. Sólo espero que no me la casen pronto”, añade el voluntario.
A Valica le gusta la lectura, aunque en su casa solo tiene un libro: El diario de Nikki. “Cuando lo acabo, lo vuelvo a leer”. Es la única que mantiene la mochila de la escuela intacta de un año para otro y con orgullo tímido explica que el curso anterior la profesora del colegio la eligió para llevarla al Parlamento Europeo para que hablase de cómo es la vida en El Gallinero. “A veces veo Bob Esponja, pero en casa se suele poner la telenovela. No tengo mucho tiempo para divertirme, si acabo los deberes, ayudo en casa”.
Aprender a leer
La hermana de Valica, Bianca, tiene doce años y antes de hacer los deberes aprovecha y ve un rato el telediario. “En clase nos preguntan cosas de política y de geografía, así que yo pongo la tele y escucho para entender un poco”. Hace dos años esta chiquilla escribía poemas de amor a David Janer, uno de los protagonistas de la serie Águila roja. “Soy Bianca, tu querida Bianca”, comenzaba la carta, como si fuese Rodchenko dirigiéndose a su amada Mulka cuando éste le escribía: “Me parece que me he vuelto a enamorar de ti”.
Ahora no tiene actor favorito ni una habitación forrada con pósteres de sus ídolos. Ni siquiera tiene una habitación propia. La casa se divide en dos y el espacio lo comparte con Valica y con sus otros nueve hermanos. “A veces me molestan porque estoy estudiando o quiero ver la telenovela y no puedo. Además, tengo que cuidar de los pequeños”, explica Bianca.
Necesitamos más recursos. Que lean, escuchen y aprendan. Solo así podrán conocer otras cosas, otras posibilidades
Florentina Samoila, de 42 años, es la profesora rumana que acude al poblado a dar clases en un pequeño espacio habilitado a unos metros de las chabolas. Hay pupitres, una pequeña nevera con zumo de piña, lápices y libros. “Estos niños intentan descubrir el mundo, pero desde fuera se lo están limitando. A mí me encantaría enseñarles poesía, decirles por qué me gusta tanto Dickens, pero me conformo con que aprendan a leer”, apunta esta mediadora social vinculada a la enseñanza.
“Hace unos días se me casó una alumna con doce años y se me partió el corazón. Se lo intentas explicar y te dicen que es su tradición”, añade. Cuando eso ocurre, el primer paso es dejar el colegio; el siguiente, ser madre. “Me gustaba ir a clase, escuchar música, bailar… pero ya no tengo tiempo de eso, tengo que cuidar del niño”, dice España. Su marido la mira y asiente. “Ojalá el nuevo Ayuntamiento haga algo para solucionar esto. Necesitamos más recursos. Que lean, escuchen y aprendan. Solo así podrán conocer otras cosas, otras posibilidades”, pide Samoila.
Índice de pobreza
A unos metros, los hombres juegan en una sala donde han instalado una mesa de billar. Beben cerveza y tienen un CD puesto en la radio. “¿Qué música es esta”?, les preguntan. “No sé, nuestra música, de Rumanía”. “¿Y el autor?”. “Música instrumental. No sé autor, es simplemente música”, responden. Su universo cultural se reduce a esas cuatro paredes donde las mujeres no entran: no saben leer, no ven películas —“sólo fútbol”, comenta Constantin, padre de nueve niños— y no recuerdan haber ido al cine nunca.
Algunos se esfuerzan por acudir a las clases de Florentina, que también enseña a los adultos. “Ya casi sé escribir mi nombre”, demuestra Stan señalando un papel en el que ha garabateado con esmero las letras. El Índice de Pobreza Humana (IPH), que mide el analfabetismo, la probabilidad de morir antes de los sesenta años o el desempleo a largo plazo, es 93 en El Gallinero, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo; en Madrid ciudad es 10,07.
David sigue sin encontrar su zapatilla y gruñe como un animalillo. Quiere patear la pelota, estirar sus brazos en cruz, levantar la cabeza y gritar “¡gooool!”. Paco Pascual le monta en su coche junto a Cristi, otro crío que de caminar descalzo tiene una herida en el pie. “Vamos a buscaros algo que poneros, madre mía, así no podéis estar”. Los lleva a la Parroquia de Santo Domingo de la Calzada, en la Cañada Real, donde guarda algunas botas y deportivas de adulto. Les servirá hasta que encuentren algo de su talla.
Se bajan del automóvil con cuidado para no pisar las jeringuillas usadas por los cientos de drogadictos que a diario acuden ahí a chutarse. De vuelta al poblado, David mira por la ventanilla y se fija en la pintada de un muro solitario de la Cañada: “Si os mata la droga, qué suerte”. No sabe leer, así que pregunta en voz alta: “¿Qué pone ahí?”.