Había alguien que siempre recogía las tazas de café que García Márquez se tomaba al levantarse. Con disciplina militar se disponía a golpear las teclas entre las nueve y las dos y media, hora a la que llegaban los niños y el ruido comenzaba a molestarle. Apuraba sus dedos sobre la máquina de escribir como el camarero que apura de mala manera un cigarro en sus cinco minutos de descanso.
Gabo aprovechaba las horas en las que no había interrupciones en el hogar, ni tan siquiera el teléfono —“mi mujer ha estado filtrando las llamadas”, decía—. Mientras él se estrujaba las manos para ver si así brotaba su próxima novela, Mercedes, su esposa, hacía lo propio con el estropajo y los cacharros del desayuno. El colombiano contaba que entre las dos y media y las tres almorzaba; luego, no siempre, se echaba una siesta; por la tarde solía ir a tomar algo y por la noche siempre había amigos en casa. Remataba esta declaración sobre su rutina asegurando: “Esta es la situación ideal para un escritor profesional, la culminación del que ha estado trabajando exclusivamente para hacer eso”.
Mi mujer ha estado filtrando las llamadas, decía Gabriel García Márquez de Mercedes
“Ha sido una locura. Escribo desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde; almuerzo, duermo una hora, y corrijo los capítulos del principio, a veces hasta las dos y tres de la madrugada. Nunca me he sentido mejor: todo me sale a torrentes. Así desde que regresé de Colombia. No he salido a ninguna parte. Mercedes aguanta como un hombre, pero dice que si luego la novela no funciona me manda a la mierda”, escribió a Plinio Apuleyo Mendoza, en 1966, sobre el proceso de creación de Cien años de soledad. Conocemos los detalles de la paciencia de Mercedes gracias al Centro Harry Ransom (Universidad de Texas, EEUU), que ha liberado recientemente su archivo.
Si García Márquez (1927) narraba la desdicha del coronel que “destapó el tarro del café y comprobó que no había más que una cucharadita”, se podría intuir que él jamás tuvo que enfrentarse a eso. Seguramente su mujer se encargaría de que el bote siempre estuviese lleno.
Reparto de tareas
¿Quién le hacía la comida al escritor para que pudiese dedicarse solo a su labor intelectual? ¿Quién cuidaba de los niños y hacía la cena para los invitados? ¿El boom habría existido si las mujeres de estos novelistas no se hubiesen encargado de barrer, fregar, coser y planchar? ¿Cuánto tiempo podría haberle dedicado García Márquez a Cien años de soledad (1967) si hubiese tenido que recoger a los críos del colegio, poner la lavadora, tender la ropa y hacer la comida? ¿Habría ganado el Nobel de haber dedicado parte del día a las ‘trivialidades’ de una ama de casa?
La escritora Marcela Serrano ya contestó hace años en un programa de televisión: “Lo que una escritora necesita es lo que ellos han tenido: una esposa”. Y lo ha ratificado Álvaro Vargas Llosa, hijo de Mario y Patricia, en la carta que le dedica a su madre por su setenta cumpleaños: “Para ellas no hay biografías porque si las hubiese, las cosas serían al revés”. El aporte determinante de Patricia a la fama y al éxito del escritor peruano es indiscutible, pero como arguye el hijo de ambos: “Lo conocen los amigos o quienes ponen mucha atención a las vidas de los seres públicos que les interesan, pero no los que más cuentan: los lectores”.
Es muy difícil hacer que la vida doméstica no irrumpa como un estruendo en el proceso creativo. Qué gusto debe de haber sido para estos señores nunca encargarse de nada de eso
María Fernanda Ampuero (1976), escritora y periodista ecuatoriana, señala que ellas fueron “las que callaron a los niños porque papá estaba escribiendo, las que sirvieron litros y litros de té en silencio, las que mantuvieron el orden obsesivo del susodicho, las que organizaron veladas literarias en las que no podían ni debían opinar, las que hornearon tartas, asados, panes, las que vivieron pobrezas y sobresaltos… Es muy difícil hacer que la vida doméstica no irrumpa como un estruendo en el proceso creativo. Qué gusto debe de haber sido para estos señores nunca encargarse de nada de eso”.
Lejos de ser una cábala, la reflexión de Ampuero sólo expresa lo que hace años ya escribió María del Pilar Donoso, casada con José Donoso (1924), en El boom doméstico, un epígrafe incluido en la edición de 1987 del diario del escritor chileno —Historia personal del boom—. “Mario [Vargas Llosa] y Pepe [José Donoso], que no niegan que lo que más les gusta es hablar de literatura, se trenzaban en discusiones literarias que terminaban siempre en Flaubert. Patricia y yo no terciábamos en las discusiones. La repartición de roles era muy definida, sobre todo en el caso de ellos y de los García Márquez. Un día Gabo declaró, al regresar de una larga entrevista con una profesora norteamericana, que detestaba a las mujeres intelectuales. Le pregunté, irónica, si me consideraba intelectual a mí porque hacía traducciones. Me contestó que aún no, pero que iba ‘por mal camino’. Otro día Mario me interpeló, medio en broma pero también medio en serio, diciéndome que yo iba a ser causante de la ruina de su matrimonio. Intrigada y algo inquieta, a pesar de que creía que tenía la conciencia tranquila, le pregunté por qué. Me contestó que porque estaba ‘instigando’ a Patricia a tomar clases de italiano conmigo”.
Mujercitas y mariditos
Era una mujer, Carmen Balcells, la que comandaba todo el desfile masculino del boom. Además de esposas, lectoras, gruppies y secretarias, ellas podían ser, si acaso, agentes literarias, pero nunca fueron consideradas colegas ni parte del movimiento literario latinoamericano de aquellos años. Hegemonía masculina. ¿O se olvidan de Clarice Lispector?
“Esta escritora brasileña tenía que haber estado entre los nombres del boom: ella era esposa de un diplomático y cumplía el rol a la perfección. Era hermosa, elegantísima, educada, gran anfitriona y organizaba unas veladas en las que todos felicitaban a su marido por su maravillosa mujercita. ¿Por qué ella permitió que eso pasara? ¿Por qué escribía casi a escondidas? ¿Por qué esa mujer con ese talento descomunal estuvo tanto tiempo escribiendo sobre moda y repostería en una revista femenina?”, reflexiona Ampuero.
“Cuando veo la serie Mad Men identifico a Don Draper con la imagen del escritor latinoamericano del boom, exitoso, convincente, trajeado y encorbatado, fumando o bebiendo whisky, hablando de negocios, de arte o de política, mientras a su alrededor orbitan mujeres vulnerables”, señala el escritor Iván Thays sobre el movimiento literario y su canon.
Gabierla Wiener dice que el boom era un movimiento donde no había ni una sola escritora de verdad, solo esposas amantísimas que lo hacían todo y todo lo hacían bien
La escritora y periodista peruana Gabriela Wiener señala en su texto Isabel Allende seguirá escribiendo desde el más allá (Etiqueta Negra, 2013) que el boom era un movimiento donde “no había ni una sola escritora de verdad, solo esposas amantísimas que lo hacían todo y todo lo hacían bien”. ¿El objetivo? Ser las chachas de sus maridos —así las veían ellos; no se engañen, no eran solo musas— para que estos pudiesen terminar sus novelas y ganar algún día el Nobel. En su entrevista a Allende, Wiener le recuerda a la escritora que en el discurso que dio Vargas Llosa cuando ganó el ansiado premio (2010) contó que su esposa solía decirle: “Mario, tú para lo único que sirves es para escribir”.
“Un hombre puede darse el lujo de servir solo para escribir. A mí me encanta escribir pero tengo que hacer muchas otras cosas”, le respondía la chilena a la periodista. Sirva de ejemplo nuevamente un extracto de El boom doméstico que relata los caprichos y desdenes de Gabo hacia Mercedes: “Cuando lo conocimos en México [a Gabriel García Márquez], en plena seca, se las arreglaba para vivir haciendo guiones de cine y escribiendo artículos periodísticos. Hasta que un buen día en medio de la carretera a Acapulco, adonde viajaba con su familia, detuvo el coche y le dijo a Mercedes algo así como: ‘Ya está. Ya tengo el libro. Vendemos el coche, nos morimos de hambre, pero lo escribo’. Y así fue. Vendieron el auto, no se murieron de hambre pero las pasaron muy estrechas y Gabo escribió el gran libro. Recuerdo que un día en Barcelona yo les contaba que quería vender un clip de platino con brillantes porque necesitábamos dinero; Gabo me dijo: ‘Que te acompañe Mercedes, ella está acostumbrada a hacer esas cosas y las hace bien’. Mercedes no se toma en serio y es muy sincera. Un día le propuse que tomáramos clases de catalán juntas. ‘Ay, no…’, me contestó, ‘a mí me duele la barriga cuando estudio’”.
No debió de ser nada fácil vivir junto a una persona para la que su trabajo literario era lo único que importaba, un objetivo a lo que todo lo demás, empezando por la mujer y la hija, debía subordinarse
En 2009, Pilar Donoso, hija adoptiva de María del Pilar y José Donoso, publicó el libro Correr el tupido velo, una confesión familiar de todo lo que su familia había escondido tras las cortinas. “Mi padre confiesa varias veces haber golpeado a mi madre con ‘fuerza y prolongación’. Alguna vez admite también que esa violencia se desataba debido a su sensación de que no le importaba realmente a mi madre; que ella no lo respetaba ni lo quería; que él no la satisfacía. Pero luego quedaba lleno de culpa y arrepentimiento”, escribe en el diario.
Mario Vargas Llosa (1936), que conocía bien al escritor, apuntaba en su artículo Retrato de familia: “No debió de ser nada fácil vivir junto a una persona para la que su trabajo literario era lo único que importaba, un objetivo a lo que todo lo demás, empezando por la mujer y la hija, debía subordinarse y, si era preciso, ser sacrificado. No es de extrañar que María del Pilar [la esposa de Donoso] padeciera depresiones y que en ciertas etapas de su vida se refugiara en el alcohol”. Sin embargo, el escritor peruano, a pesar de reconocer que Donoso subyugaba a su mujer y a su hija, asegura unas líneas más tarde que el novelista chileno “amaba a su mujer y adoraba a su hija” y que las “abrumaba de regalos y delicadezas”.
Patricia cumplió
La reivindicación de la mujer como motor del éxito masculino no es nueva. Según el tipo ideal de familia de Talcott Parsons, “el obrero y el ama de casa cumplen funciones complementarias” para asegurar la eficiencia de la sociedad y de la familia. La teoría parsoniana establece que cuando el sector terciario aumenta su peso en la economía es cuando las mujeres se incorporan masivamente al mercado laboral.
Como consecuencia, ese modelo familiar entra en crisis. La fuerza que el trabajador asalariado empleaba en la fábrica era posible gracias a que estaba exento de cualquier tarea en el hogar —no tenía ni que lavarse el uniforme—. Del mismo modo, las mujeres de Gabo, Vargas Llosa, Fuentes, Cortázar o Donoso fueron, en su mayoría, el alimento que les permitía desentenderse del resto de futilidades de la vida cotidiana. Julia Saltzmann, editora de Alfaguara en Argentina, escribía un artículo (El País, 2014) que pretendía ser un homenaje a Aurora Bernárdez, primera esposa de Julio Cortázar, quien cuidó de él cuando estaba moribundo a pesar de que ya se habían divorciado. Resume su figura en una frase: “A la muchacha enamorada, a la mujer que supo jugar y supo cumplir”.
Vargas Llosa de Patricia: Ella resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo
En el alegato que el autor de La ciudad y los perros (1963) pronunció sobre Patricia al ganar el Nobel, este la rescató por un momento del segundo plano silencioso en el que siempre se mantuvo. “Soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico […] Ella resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas...”, manifestaba el novelista. Incluso entonces su historia era contada a través de otra persona —un hombre—, la suma de lo callado. De hecho, de aquello lo noticiable fue que su marido comenzó a hipar como un chiquillo que acaba de caerse del columpio.
“¿Esperaba que él llorara, Patricia?”, le preguntó el periodista Juan Cruz. Interesaba más el color de los calzoncillos de Varguitas que por qué Patricia llevaba una vida lavándoselos. El reconocimiento emotivo de menos de dos minutos parecía saldar las deudas con aquella que dedicó miles de horas al cuidado de un marido, unos hijos y una casa.
Es lícito preguntarse, por tanto, qué parte del éxito recogido por los escritores del boom les pertenece a ellas. “No creo que se trate de eso. Creo que es la vida de ellas las que les pertenecía a ellas. Por el amor mal entendido, por la devoción, por la sumisión y por eso que llaman lealtad y que tantas vidas ha consumido, esas mujeres se quedaron ahí, atrapadas en una cosa romántica de estar al servicio de algo más grande que ellas, que era el trabajo literario de su hombre. No hay nada más grande ni más trascendente que ser fiel a una misma”, apunta Ampuero.
Seguramente el mayor temor de un escritor sea fracasar y no cumplir con las expectativas de su propio ego; no dejar un legado con el que poder abrumar a hijos, nietos y bisnietos. Ellos llenaban las estanterías de libros con regocijo, y ellas limpiaban el polvo que acumulaban.