Imaginen la dentadura de un norteamericano. Cada pieza es una oda a la fortaleza genética, a las vitaminas y al brío juvenil. Y al dinero, por supuesto. Su sonrisa parece el relincho de un purasangre. Si son capaces de conservar la entereza, imaginen ahora la dentadura de un inglés. Espeluznante, ¿no les parece? He ahí un terrible mapa de la saña histórica que habla de miseria, de abusos nobiliarios y de grandes pucheros de gachas. Decía Baudrillard que a los estadounidenses se les han concedido buenas dentaduras en compensación por su falta de identidad.
A nadie se le escapará que este aforismo lleva todas las marcas de agua de la Gran Parida (a la que tan aficionado era su autor). Pero, por extraño que parezca, nos proporciona un buen tema para la especulación. ¿Y si sus horribles dentaduras fueran el precio que los ingleses han tenido que pagar por disfrutar de una identidad nacional tan fuerte? Eso explicaría muchas cosas, ¿no? Explicaría, por ejemplo, la obsesión que han desarrollado hacia el universo de los flemones y los empastes. Y también explicaría por qué una novela tan exquisitamente inglesa y tan preocupada por lo inglés como Una chica en invierno (1947) –la última que publicó el muy inglés Philip Larkin antes de dedicarse por completo a la poesía‒ da comienzo, precisamente, con un dolor de muelas y una visita al dentista.
La heroína de esta minúscula novelita –a medio camino entre una tragedia de Hardy y un sainete de Coward‒ es una emigrante llamada Katherine Lind a quien los estragos de la guerra han obligado a refugiarse en Inglaterra. Aunque su apellido tiene fuertes resonancias centroeuropeas, Larkin no nos desvela nunca su nacionalidad; sin duda porque, como es bien sabido, todo lo que había al otro lado del Canal de la Mancha no era para él más que una pulpa indiferenciada de salvajismo y subdesarrollo.
Katherine se parece mucho al propio Larkin, con quien también comparte currículo y trayectoria vital
Con todo, Miss Lind es una foránea muy particular, ya que no presenta ninguno de los atributos en los que Larkin cifraba la extranjería (la suciedad, las enfermedades tropicales, la delincuencia). Lo que sí tiene, y en abundancia, es un inquietante talento para entregarse a largas sesiones de vudú sentimental, lo cual le viene muy bien al narrador para hacer progresar el enredo romántico en torno al cual gira la trama.
En esta tendencia a las reelaboraciones autopunitivas, Katherine se parece mucho al propio Larkin, con quien también comparte currículo y trayectoria vital: ambos viven en una pequeña localidad de provincias que detestan (Larkin solía referirse a la suya como “ese agujero lleno de mierda de sapo”); ambos consideran degradante su trabajo como auxiliares en una biblioteca municipal y, a pesar de tener apenas veinte años, ambos se sienten emocionalmente arruinados.
Autobiográfico
Esta dimensión autobiográfica de la novela –a la que, por otro lado, el propio Larkin hace abundantes alusiones‒ no ha pasado desapercibida a la crítica. Los eruditos se lo han pasado pipa haciendo divertidas insinuaciones sobre el significado que podría tener la identificación del autor con su protagonista femenina (¿Es Larkin gay? ¿Es Katherine lesbiana? ¿Es esto un incesto?). La guerra de notas al pie ha sido cruenta en este campo, pero el lector sensible hará bien en mantenerse alejado de esta controversia.
Katherine irrumpe en la narración un crudo día de invierno. Todo es hielo, nieve y desolación invernal
Katherine irrumpe en la narración (y cuando lo hace casi podemos oír el murmullo de aprobación con el que es recibida por la digna hermandad de histéricas novelescas a la que pertenece) un crudo día de invierno. Todo es hielo, nieve y desolación invernal y, aunque la glosa climatológica a la que estas condiciones dan pie es de una gran belleza, habría sido deseable que un poeta del talento de Larkin hubiera encontrado una simbología un poco menos ramplona para aludir a la parálisis emocional que domina el relato.
Esa misma mañana, poco después de comenzar su jornada laboral, nuestra desdichada joven recibe el encargo de escoltar hasta su casa a una compañera con un grave problema dental. En lugar de cumplir con su misión, decide llevar a la enferma al dentista. Será al regresar de la consulta cuando Katherine descubra algo que la dejará al borde de la trombosis cerebral: la carta de un antiguo amor –el insufriblemente inglés Robin Fennel‒ en la que este le anuncia su inminente visita.
El desarraigo ha transformado a Katherine en un sollozante despojo emocional al que todo le importa un comino
Por medio de un pequeño salto temporal el narrador nos invita a que seamos testigos del verano de fábula en el que estos dos irritantes muchachos se conocieron. Da comienzo así la segunda parte de la novela, más de cien páginas de enredos y malentendidos en las que vemos a Katherine chocar una y otra vez contra el muro de sus introspecciones, incapaz de entender algo que hasta al lector más despistado resulta evidente: que Robin no tiene en ella el más mínimo interés romántico. Cuando en la tercera y última parte los frustrados amantes se reencuentran por fin, el equilibrio de fuerzas entre ellos se ha alterado.
La guerra ha convertido a Robin en un zote urgido por imperiosas necesidades sexuales, y el desarraigo ha transformado a Katherine en un sollozante despojo emocional al que todo le importa un comino. Después de cenar unas salchichas con tostadas y un té negro, y tras asegurarse de que la caldera está convenientemente apagada (¿no son adorables los ingleses?), la relación camina hacia su triste clímax erótico: una primera experiencia sexual que no se distingue en nada de ese coito desmañado que los matrimonios antiguos se tiran a la cara cada lustro. Una vez más, el tiempo ha triunfado en su obstinada tarea de hacer que todo el mundo se sienta como una basura.
Treinta años
A pesar de ser muchas, las satisfacciones estéticas no son las únicas que el lector obtendrá con la publicación de esta novela. Quizá no me crean, pero hay implicadas en este asunto cuestiones de vanidad intelectual y, hasta cierto punto también, de orgullo nacional. Resulta un tanto descorazonador que, aunque la obra completa de Larkin no contiene más que cinco poemarios, dos novelas y tres compendios críticos, el mundo editorial español haya tardado casi treinta años en prestarle la atención que merecía.
Afortunadamente, con la publicación de Una chica de invierno ‒una de las últimas piezas de importancia que aguardaban su traducción‒ esta ominosa afrenta va camino de ser completamente reparada. He de apresurarme a añadir que en las alacenas de los editores aún quedan algunas bolsitas de chucherías larkinistas sin abrir. Cabe destacar entre ellas –además de un fragante montón de casquería biográfica‒ la edición de las Poesías completas que el profesor Archie Burnett preparó el año pasado, un delirio de rigor documental del que su maniático compilador solo ha dejado fuera las cuentas de Larkin en la lechería y el comprobante de compra de sus bragueros.
A quienes no conozcan la obra de Larkin, es ocasión inmejorable para internarse en su peculiar universo poético
Por orto lado, no deja de ser una feliz coincidencia que el broche de oro a esta campaña de reparación literaria lo haya puesto una editorial como Impedimenta, cuya obsesión con la narrativa de posguerra ha llegado a alcanzar cotas de verdadero fanatismo (hasta el punto de ofrecer cobijo en su catálogo a una excentricidad tan notable como Una habitación en la cumbre del siniestro John Braine).
No obstante, con su coqueta edición de esta novela, el equipo de Impedimenta no ha hecho más que culminar la labor pionera que en el campo del larkinismo ha desarrollado desde principios de los noventa la editorial Lumen. Ellos fueros los primeros en atreverse a publicar una obra de Larkin, y de ellos fue la acertada decisión de reclutar en 2007 al eminente larkinólogo Damià Alou para que vertiera al castellano dos bellísimos poemarios: Las bodas de Pentecostés y las Poesías reunidas. Sería injusto no aprovechar esta oportunidad para saludar desde aquí este impecable trabajo.
A quienes no conozcan la obra de Larkin, la publicación de Una chica en invierno les proporcionará una ocasión inmejorable para internarse en su peculiar universo poético, un verdadero zarzal de amargura, misantropía y autodesprecio. A pesar de ser una novela de hechuras simples y propósitos modestos, los lectores avisados experimentarán intensos goces literarios con su lectura. No todos los días se encuentra uno con un genio de este calibre: alguien capaz de convertir una materia narrativa tan insulsa en un capricho delicioso.