Los modernos de raza nacen en la Nicaragua de 1867, tienen padres alcohólicos, tíos adoptivos y una raya incorregible en el lado izquierdo de la melena. A los tres años ya están leyendo con ansia: visten chaquetas de hojarascas al estilo mexicano y apoyan los dedos, pensativos, en sus mofletes de perro triste. La estirpe de la modernidad literaria empieza en Rubén Darío, el llamado 'príncipe de las letras castellanas': “Ya lo dijo Borges, todos venimos de Darío”, sonríe José María Martínez Domingo, catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Texas-Pan American, experto en el autor y responsable de varias reediciones de su obra.
“También Henríquez Ureña dijo que de todo poema en castellano se puede decir si fue escrito antes o después de Darío”. Este año se cumplen 100 años de su muerte, pero su estela le sobrevive: revolucionó el ritmo del verso invocando a Baudelaire, a Verlaine y al mismísimo Nietzsche si hacía falta. “Reinventó el español como lengua poética”, manifiesta Darío Villanueva, director de la RAE. “En el siglo XX tuvimos cinco poetas premios nobeles de la literatura: dos españoles, Juan Ramón Jiménez y Vicente Alexaindre; dos chilenos: Gabriela Mistral y Pablo Neruda y un mexicano, Octavio Paz. Todos ellos le son deudores”.
Era promiscuo -también en lo literario-, le gustaba toquetear todas las artes y arrastrarlas a la palabra escrita
Darío tenía esa forma desusada de caer de pie que caracteriza al buen moderno: el niño provinciano -que no distinguía un cuadro de una oleografía y que sólo había leído a Víctor Hugo- fue a parar un día a Santiago de Chile y, sin más, resultó simpático al ateneo intelectual del lugar y se convirtió en el embajador poético de la América Hispana. Le pasó un poco como a Franco. Se murieron, sospechosamente o no, algunos compañeros de ideario, dejándole sólo para acaudillar el movimiento.
Del talento al pecado
Era promiscuo -también en lo literario-, le gustaba toquetear todas las artes y arrastrarlas a la palabra escrita, pillar una textura de aquí, un olor de allá, una música lejana: “estilo en delirio”, diría él, sinestésico inflexible. "Hay que hacer rosas artificiales que huelan a primavera, ahí el misterio”. No se acabó de lanzar a un manifiesto modernista, pero dejó alguna pista encriptada: “No hay que escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan”. Ahí queda eso. Y trazó uno de los versos más repetidos: "Amar, amar, amar, amar siempre, con todo"
No hay que escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan
Las metamorfosis artísticas duelen como un parto, chirrían a la casta cultural, valen todo tipo de improperios, pero -a veces- merecen la pena. Al nicaragüense se le acusó de fomentar pecados de la carne, de matar a Dios, de renovar mitologías… pero nadie le pudo negar el talento. Hasta el escritor español Juan Valera tuvo que persignarse antes de admitir que le aplaudía “por lo perfecto”.
Lo mismo creaba Darío un ecosistema raro de cisnes, centauros y torres que escupía a la Iglesia y al imperialismo. Nos queda el sabor ñoño y escolar de “La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?”, y, en el otro extremo, una oda a Theodore Rooselvet -entonces presidente de los EEUU-: “Eres los Estados Unidos / eres el futuro invasor / de la América ingenua de sangre indígena / que aún reza a Jesucristo y aún habla español”. O su “¡Abajo la beatitud! / ¡Abajo la aristocracia! / ¡Abajo la teocracia! / Por todas partes resuena / de dulces cadencias llena / la voz de la democracia”.
Algo esquizofrénico después cuando dedicó a Norteamérica Salutación al águila, poema en el que pedía que el espíritu yanqui de la constancia, el vigor y el carácter invadiese a los latinos. Él la llamó “pieza ocasional”, pero fue igualmente criticado. “Era un personaje contradictorio”, explica Villanueva. Señala que el autor “no era una persona antisistema” -ya que fue representante diplomático de Nicaragua y Colombia, protegido de presidentes latinoamericanos y periodista del diario La Nación- pero sí tuvo “una primera actitud panhispánica de confrontación con la raza anglosajona y, más tarde, a raíz del estallido de la Guerra Mundial en Europa, Darío quiere que América quede al margen de la catástrofe y busca el diálogo y el entendimiento entre norte y sur”.
Toda su obra es respuesta intuitiva a su momento histórico, al paso de la barbarie a la civilización, a los sueños europeos, a la industrialización: “Las musas se van porque vinieron las máquinas”, bromeaba el escritor. Pero aún se agarraba a ratos al pezón de una ninfa en un cuento o escribía un libro parisino (Azul…, 1888, la obra más relevante del modernismo hispánico) siendo un gracioso criollo que no había pisado Francia -de tan moderno era profético.
El mal beber
Claro que la pateó más tarde, también España -a la que deseó sin reservas-, y se tomó sus vinos con Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Baroja, Benavente, y quien se terciase. Siempre tuvo el poeta mal beber, una sed mundial y un hígado poroso herencia de su padre que acabó finiquitándole la vida.
Siempre tuvo el poeta mal beber, una sed mundial y un hígado poroso herencia de su padre
El color azul fue su fetiche y lo grapó a toda su creación: “Es el color del ensueño, del arte, el color helénico y homérico, oceánico y firmamental. Concentré en él la floración espiritual de mi primavera artística”, reconoció. El azul fue el color del genio, de la creatividad corrosiva, del talento que te golpea las paredes del cuerpo y hasta que no te mata no fluye.
Así se demuestra en uno de sus cuentos más célebres, El pájaro azul (publicado en La Época, el 7 de diciembre de 1886), en el que cuenta la historia del poeta Garcín, “bohemio intachable, bravo improvisador, buen bebedor de ajenjo”. Un muchacho excelente que arrugaba el ceño cuando sus compañeros, borrachos, reían por nada. Esa-tristeza-extraña.
Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro...
Cuando le preguntaban qué le pasaba, siempre respondía: “Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro...”. Se enamoró de su vecina Niní, rechazó el soborno de su padre -le decía que si seguía escribiendo tonterías, dejaría de mandarle dinero- y comenzó a trabajar en su obra cuando el pájaro azul lo dejaba. Un día apareció con el cráneo roto de un balazo y una nota: “Hoy dejo abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul”.
Al catedrático Martínez-Domingo le parece “una obra maestra y autobiográfica”, uno de los relatos “más intensos y precisos sobre la condición moderna del escritor, desplazado a los márgenes de la vida social y económica o convertido en un simple ornamento”.
No hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente
Pésimo padre y peor marido -“Nuestro amor siempre, siempre / nuestras bodas, jamás”-, el autor acabó replegándose hacia sí como un insecto. Regresó al discurso autoctonista, se llenó de nostalgias y activó el ojo de la nuca. El alcoholismo le provocó alucinaciones y le obsesionó con la idea de la muerte: no atravesó a su pájaro azul de un balazo, prefirió empaparlo, degradarlo poco a poco. A los 49 ya era un cadáver meditabundo.
“No hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”, escribió en Lo fatal. “Y la carne que tienta con sus frescos racimos / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos / y no saber adónde vamos / ni de dónde venimos”. No todo el mundo puede decir que ha escrito su epitafio. Ventaja de ser el primer poeta moderno.