Svetlana Alexiévich tiene los ojos como Alfanhuí. No son del amarillo del alcaraván pero varias motas ambarinas hacen que su iris azul parezca verde. Cuando la Premio Nobel de Literatura se indigna, el amarillo se enciende y su voz, grave y monocorde, se agudiza y se entrecorta como el canto de la cerceta, pájaro que abunda en Bielorrusia. Allí nació y allí volvió hace cuatro años tras doce de exilio por haberse atrevido a narrar las atrocidades del “imperio soviético”.
Alexiévich es aficionada a la ornitología, quizá hable de ello mañana, martes, en su conferencia pública en Espacio Fundación Telefónica. En su presentación en Barcelona ante los medios no tardó ni cinco minutos en mencionar la naturaleza y las aves. “Prefiero entrevistar a mujeres. Para ellas, la guerra siempre es un asesinato. Ellas reparan en cómo mueren los pájaros y, además, lo cuentan”. La mujer que ha dado voz a víctimas de guerras y catástrofes como la de Chernóbil también observa aves y le gustan especialmente las golondrinas.
En sus libros traducidos a español hay cucos, grajos, urracas, cuervos y muchas cigüeñas. Ruiseñores, carboneros, águilas y cornejas. Y pájaros y aves, en genérico, pues en sus crónicas, historia oral, habla la gente y ni un ornitólogo experto puede distinguir a veces entre los 40 tipos de gorrión que hay en el mundo.
La naturaleza, espejo roto
En los libros de Alexiévich, la naturaleza es un espejo. En Los muchachos del zinc (Debate) o en La guerra no tiene rostro de mujer (Debate) la guerra lo rompe. Hombres y mujeres no tienen donde mirarse. Por eso buscan abejas, plantas o pájaros que les devuelvan una imagen de lo que fueron: “Antes de la guerra había muchos ruiseñores, dos años después de la guerra todavía seguían sin oírse (…) La gente reconstruyó las casas, entonces regresaron los ruiseñores”.
“El ser humano cree que tiene alguna opción de ganarle a la naturaleza. Y no es cierto”, dijo Alexiévich en su presentación. En Voces de Chernóbil (Debate) relata la forma en que una catástrofe química obliga a los humanos a volver la vista a la tierra. “Las vacas gritaban… Las gallinas gritaban… Me parecía que todas las voces eran humanas. Todo seres vivos”.
En un entorno en el que las flores mueren o no huelen, los frutos de la tierra brotan pero envenenan, donde los animales se devoran entre ellos, los pájaros resisten. Por eso, la naturaleza es espejo y las aves marcan la linde entre la vida y la muerte: “Mientras en la ciudad o en el pueblo hubiera gorriones o palomas, en aquel lugar se podía vivir”.
Símbolo y augurio
“Entre los animales, las aves son las que más recuerdos y asociaciones producen”, escribió Leonard Lutwack en Birds in Literature. Explicaba que los escritores han recurrido a ellas por su valor augural y simbólico. Elizabeth Barrett Browning o Jane Eyre emplearon aves enjauladas para hablar de mujeres y convenciones sociales. John Keats, como buen romántico, envidió su libertad en Oda al ruiseñor y Wallace Stevens evocó con ellos a la muerte en muchos de sus versos.
En los libros de Alexiévich la gente también recurre a las aves para barruntar y comprender: “He aprendido a interpretar el vuelo de los pájaros y el susurro de la hierba”.
La voz de la periodista apenas aparece en sus relatos. Pero es ella quien elige y edita las entrevistas. Y jamás amputa un ave: “Lo primero que dejé de oír son los pájaros que cantan más agudo. Por ejemplo, al escribano cerillo no lo oigo en absoluto”.
Lutwack dejó escrito que cada cual interpreta la naturaleza como le place. Samuel Johnson lo expresó así: “El hombre alegre escucha la alondra de la mañana. El pensativo, oye el ruiseñor por la tarde”. Las señales se interpretan según el ánimo. Y el ánimo y los deseos se encogen con la desgracia: “Cuántas ganas tenía de ver un abedul, un pájaro carbonero de los de toda la vida…”
Pájaros de ciencia ficción
En la literatura en español pueden leerse cucos, grajillas y cárabos en los cuentos y novelas de Miguel Delibes. En catalán, Mercè Rodoreda puso una tórtola en la ventana de Teresa, protagonista de Mirall trencat. Gabriel García Márquez recurrió al alcaraván para marcar las horas y anunciar la muerte en La hojarasca.
Fue el canto de ese mismo pájaro el que dio nombre a Alfanhuí, novela de Rafael Sánchez Ferlosio en la que también hay mirlos, avefrías, zarapitos y gaviotas y los hombres injertan huevos en los castaños para ver si nacen pájaros con hojas en lugar de plumas.
Esa esperanza, tan de ciencia ficción, aparece en muchos fragmentos escritos por Alexiévich. Por ejemplo, cuando hablan mujeres de Chernóbil que se preñan más de química que de hombre y esperan, rezando, a ver qué sale de sus barrigas. A la autora le parece “estar anotando el futuro” pero el porvenir no está tan claro como ese presente tangible y deforme: “El cuco canta, las garzas rascan. Los venados corren. Pero si los habrá en el futuro, nadie sabe decirlo”.
Alexiévich, que ahora está escribiendo un libro sobre el amor, dice que sus historias no hablan sólo del miedo o del terror. A ella le gusta explicar que en cualquier lugar, también bajo las bombas o en un lugar donde las radiaciones de radio, estroncio y cesio son capaces de reventar un cuerpo humano, pueden aparecer pájaros de buen agüero: “Hasta las fieras necesitan del hombre. Todos buscan al hombre. Hoy ha venido una cigüeña. Y el escarabajo sale de su rincón. Y todo me llena de alegría”.
El miedo paraliza. La guerra y la enfermedad matan a los niños o los dejan quietos, como si fueran ancianos. En ese clima los pájaros y los insectos siguen volando. Son el paisaje. Y con su movimiento, marcan el calendario y proporcionan certezas: “Gritan los gansos salvajes: llega la primavera. Es hora de sembrar”. “Llegué allí cuando los pájaros estaban en sus nidos y me marché con las manzanas caídas sobre la nieve”.
Mueren de veras
Lutwack exponía en Birds in Literature algunos errores que los escritores han cometido con los pájaros. Un ejemplo es el del lector que afeó a Oscar Wilde que en su cuento El ruiseñor y la rosa colocara el nido en una encina. Wilde contestó airado que uno no se mete a literato si no puede poner el nido donde quiera. Pero si su error no desmerecía el cuento no era por eso: es porque era verosímil.
“En la guerra sólo hay una verdad ‘incontrovertible’: la del hombre en su agonía definitiva”, cuenta Joanna Bourke en Sed de sangre. La historiadora recoge testimonios de víctimas y verdugos de distintas guerras y explica lo difícil que es obtener relatos coherentes de gente que ha sufrido tanto. A veces por apatía, otras por miedo, lo que explican las víctimas suelen ser “historias confusas, imprecisas y desarticuladas”.
Así son las de Alexiévich. Y a ella no le importa. Quizás por eso abundan las aves y los puntos suspensivos. “Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror…”, se dice a sí misma en Voces de Chernóbil. En ese libro, veinte páginas son suficientes para darse cuenta de que nada de lo que cuenta parece real. Pero pasó. Quien lee a Alexiévich debe suspender su incredulidad como si leyera una novela. Porque en las guerras y en Chernóbil es la realidad lo primero que se va al garete.
Lo importante en sus historias no son los datos, son los damnificados y a los de Alexiévich, nadie les hará un fact-checking.
Precisamente por eso, tampoco le pasará a Alexiévich lo que le pasó a Oscar Wilde. A nadie le preocuparía que sus fuentes confundieran una golondrina con un vencejo o que traten supersticiones y pesadillas como parte de los hechos. A su autora tampoco. “No me interesa la Historia de las cifras y las fechas.” Lo importante en sus historias no son los datos, son los damnificados y a los de Alexiévich, nadie les hará un fact-checking.
“En nuestra aldea desaparecieron los gorriones […] se los veía tirados por todas partes: en los jardines, sobre el asfalto. Los recogían con rastrillos…”
La prosa de Alexiévich no es mejor porque sea cierta. Pero si posee una fuerza distinta es porque el suplicio que narra la Nobel de Literatura compete a la humanidad y es literal: “Chernóbil para ellos no era una metáfora, un símbolo, era su casa. Cuántas veces el arte ha ensayado el Apocalipsis […] ahora sabemos positivamente que la vida es incomparablemente mucho más fantástica”.
Los pájaros olvidan la guerra
“¿Cómo se puede evacuar a un gorrión o a una paloma?”, se pregunta Serguéi Gurin en Voces de Chernóbil. Se ha escrito mucho sobre la libertad que dan dos alas, pero los pájaros migran, se mueren o se extinguen. No huyen. “También me daba miedo la tierra arada. Y eso que los grajos la pisaban con toda tranquilidad. Los pájaros pronto olvidaron la guerra…”
A ese carácter confiado, lo llamó Charles Darwin “la mansedumbre de lo pájaros” cuando llegó a las Islas Galápagos y se encontró con que algunas avecillas se dejaban coger con facilidad, como si no temieran al hombre.
Pero en las historias de Alexiévich “el hombre ha resultado ser peor de lo que creía” y las aves, como los demás seres vivos, se convierten en víctimas de los humanos: “Los animales son otros pueblos. Y yo los exterminaba a decenas, a centenares, a miles sin saber siquiera cómo se llamaban”.
El ser humano es como una pluma. Como una plumita de gorrión
Después de la tragedia, los humanos empezaron a mirar el entorno de otra forma. Hacen las paces o piden perdón y todos toman conciencia de su vulnerabilidad: “Aunque a veces las urracas se le llevan los huevos del cobertizo. Así y todo, no las espanto. Ahora todos sufrimos la misma desgracia”. “Las aves, los árboles, las hormigas… ahora me resultan más cercanos que antes.”
En sus libros apenas se oye la voz de Alexiévich. Ese espacio se lo da a las personas que forman parte de la Historia, pero a las que nadie nunca preguntó por su versión de los hechos. No está su voz, pero sí su mirada, la que posa sobre sus entrevistados para extraerles frases tan tristes como esta: “El ser humano es como una pluma. Como una plumita de gorrión”.
Y al leerla, es fácil acordarse de Emily Dickinson y de aquel verso tan afligido: “La esperanza es esa cosa cubierta de plumas que se posa en el alma....”