Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) sabe cuál es el precio a pagar por ser escritor en Colombia y negarse a escribir sobre narcos y sicarios: la marginalidad. No le importa. En sus más de 20 obras publicadas -entre cuento, ensayo, poesía y novela- ha hecho lo que le ha dado la gana; y por esa mezcla de libertad y resistencia -a ratos temeraria- le llaman autor de culto. Montoya se dice secreto y se sacude continuamente las modas, pero los premios han llegado y andan tirando de él, que se deja llevar medio contrariado. Le gusta su submundo; un sótano impermeable a los guiños del poder político y cultural -aborrégate, no resultes molesto; el lector colombiano quiere tiros, no ensanchar la mente-. Aquí sólo hay devoción y método. Ningún otro interés que rascar. "Entiendo la labor del escritor como un acto de denuncia y la escritura como un ejercicio de disidencia", delimita el autor.
Su rollo eremita no es tan incompatible con el prestigioso Rómulo Gallegos del año pasado -un reconocimiento que también ganaron García Márquez, Vargas Llosa, Vila-Matas o Bolaño- ni el recién recibido José Donoso. Si en hispanoamérica sigue siendo un extraño para el gran público, en España aún se le ignora: ninguno de sus libros podía encontrarse en las librerías de nuestro país hasta este año, cuando ha empezado a distribuirse sólo Tríptico de la infamia (Random House, 2014).
Tengo reservas hacia la forma en que el intelectual o el artista se acerca a la escena pública: creo que así uno acaba absorbido por el espectáculo, por la farándula; el escritor se convierte en vedette
Pablo Montoya no es nadie aquí y ese desprecio no tiene nada que ver con su talento. Tampoco él intenta caer en gracia: "Tengo reservas hacia la forma en que el intelectual o el artista se acerca a la escena pública: creo que así uno acaba absorbido por el espectáculo, por la farándula; el escritor se convierte en vedette", explica. "Vivimos en una sociedad de consumo tan voraz que uno puede caer fácilmente en la vanidad, en la egolatría y en todos esos tejemanejes; y se olvida de lo que debe ser: una suerte de conciencia social".
El escritor silencioso
Montoya se sabe un "narrador aislado y silencioso" que lleva 20 años "alejado de cualquier centro de influencia": "No soy militante de ningún partido político, no hago parte de ninguna capilla ideológica ni cultural. Desde ese estado he escrito mis libros, con mucha disciplina y pasión", relata. Toda su obra se ha desarrollado desde una especie de atalaya.
Empezó a escribir en Tunja, un pequeño municipio cercano a Bogotá: esplendoroso en la época colonial, pero detenido en el tiempo desde hace siglos, ininsertable en la modernidad. Un páramo perdido donde ni siquiera llegaban revistas ni periódicos. Su lugar perfecto para la creación. "Da igual que tengas mucho dinero, da igual que seas un premio Nobel: escribir es aislarse, habitar un espacio periférico, escoger un rincón para retirarse y divisar el mundo que te rodea", evoca. "Desde esa discrepancia vital con todo, uno puede ser mucho más libre. No estar sujeto a nada".
Da igual que tengas mucho dinero, da igual que seas un premio Nobel: escribir es aislarse, habitar un espacio periférico, escoger un rincón para retirarse y divisar el mundo que te rodea
En Colombia, señala, los diarios son los mayores tiranos. "Todo a partir de la figura de Gabriel García Márquez: después de él, el poder literario ha sido manejado por el mundo del periodismo", opina. "Evidentemente, hay otras instancias. Grandes consorcios editoriales como Random House o Planeta... y las obras que se difunden son siempre las mismas, las basadas en el realismo sucio, urbano, las llenas de crímenes, las policíacas".
No obstante, rompe una lanza a favor de su país y asegura que no hay temas prohibidos en Colombia, sólo temas "incómodos": "Temas de sexualidad perversa, como, por ejemplo, la pederastia... pueden generar rencillas. Recuerdo, precisamente, que al jurado colombiano de un Premio Nacional de Literatura le gustaba mucho una novela que protagonizaba un pederasta. Cruda, fuerte, empática y brillante. Pero prefirieron premiar a una novela inofensiva".
Inmigrante en París
Montoya -después de abandonar Tunja- fue inmigrante en París. Estuvo once años allí: pasó de tocar la flauta en el metro de forma ilegal -había estudiado Música- a, veinte años más tarde, ir como profesor invitado a la Universidad de la Sorbona. "Allí conocí la mezquindad humana, pero también la solidaridad, el amor y el desamor, la impotencia y el sueño, el deseo de hacer cosas que a veces parecen imposibles de hacer. Allá se formó mi hija mayor... y allá sigue. Soy muy francés". Y lo es porque lleva puestos a Albert Camus y a Louis-Ferdinand Céline.
Los poetas son un ejemplo de rebeldía. Una sociedad sin poetas es una sociedad coja, mocha, bizca, tuerta
Reconoce que su fijación es la "búsqueda estilística" y asegura que "la poesía es el motor" que mueve su escritura. Hasta comprende su propia exclusión: "La lírica siempre ha sido vista con malos ojos, desde los tiempos de Platón, que expulsó a los poetas de la República: eran considerados personas irracionales, peligrosas para la buena armonía de la sociedad".
Pero Montoya se repone a esa idea y sostiene que los poetas son "críticos, un ejemplo de rebeldía": "Una sociedad sin poetas es una sociedad coja, mocha, bizca, tuerta. La imagen loca del poeta tiene mucho de realidad, pero también tiene una lectura irreverente que es fundamental en la modernidad".
Mitad crítico literario
Él ha tratado de imprimir en sus libros "un tratamiento distinto de la violencia" y ha relacionado la literatura con otras artes, como la pintura, la música o el cine. Explora los vínculos de los artistas con los medios sociales: en La sed del ojo (2004), Montoya habla de los inicios de la fotografía erótica en París. "El protagonista es un fotógrafo que tiene a los periódicos y a la policía encima persiguiéndole por obsceno, vulgar, peligroso". En Tríptico de la infamia, ambientada en el siglo XVI, estudia a "escritores protestantes perseguidos por el catolicismo que tratan de buscar la belleza estética y se encuentran con la guerra, el horror, la violencia con el mundo indígena, el encuentro con el Nuevo Mundo... En medio del caos, siempre aparece el artista".
Ya no puedo separar al escritor que soy del crítico. Y eso que sé que, como decía Baldomero Sanín Cano, la crítica es el sutil arte de hacer enemigos
Además de escritor, es profesor y crítico literario. Y no puede desligarse de sus otros yo. "Mi labor en la academia universitaria me ha llevado a hacer muchas reseñas... ya no puedo separar al escritor que soy del crítico. Y eso que sé que, como decía Baldomero Sanín Cano, la crítica es el sutil arte de hacer enemigos", ríe al teléfono. "Mira, te voy a decir una cosa: cuando hay crítica literaria, la literatura de un país alcanza un nivel superior de madurez. Los críticos son parásitos de la literatura, van a analizar, pero también a reinterpretar, a marcar rumbos para cada tipo de lector".
No hay forma de caer de pie: dice que cuando se critica, al autor le sienta mal; pero cuando se alaba, el autor sospecha. Conoce, por último, que no hay manera de luchar contra lo que se ama. El arte, la escritura, le parecen "un modo de consuelo", pero también "una condena". "Qué sé yo", concluye. "Tampoco podría hacer otra cosa".