¿Qué ha hecho un cantautor para merecer el galardón más importante de las letras internacionales concedido por una Academia que se ha caracterizado por el rescate de escritores alejados de la fama y el reconocimiento? Manuel Lorenzo analiza por qué es una buena decisión y Carlos Mayoral subraya los inconvenientes de una elección como esta.
A favor del Nobel de Dylan, por Manuel Lorenzo
No ha sido Adonis. Tampoco Ngugi wa Thiong'o. No ha sido Murakami, ni Philip Roth, ni Joyce Carol Oates, ni Don DeLillo. Favoritos de siempre como Anne Carson, Cormac McCarthy, Milan Kundera, Amos Oz, César Aira o Lobo Antunes han corrido la misma suerte. Todos ellos se han vuelto a quedar sin el ansiado Premio Nobel de Literatura. Y al destino le ha bastado un solo derechazo.
La representante de la Academia Sueca comparecía ante los medios en el Börshuset y pronunciaba el nombre del eterno candidato entre aplausos, risas nerviosas y exclamaciones de sorpresa. Con rostro serio, evitando cualquier gesto que abriese la puerta a interpretaciones malintencionadas, extraía de una carpeta un papel en el que constaba uno de esos nombres que no necesitan ser anotados en papel alguno y lo hacía retumbar en toda la sala: “Bob Dylan”. Algo se estremeció de repente en lo más hondo de la literatura universal.
El premio no recaía en un novelista. No lo recibía un dramaturgo, un ensayista o un poeta. Se le concedía, para sorpresa de propios y extraños, a un cantautor. Y estadounidense, por si fuera poco. Su único mérito, “haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana". Menos mal que a Bob, al menos, le dio en su día por la canción y no por crear nuevas expresiones poéticas en el mundo de la gastronomía. Imagínense a Ferran Adrià recogiendo el premio algún día en Estocolmo.
Porque los cantautores podrán escribir versos magníficos, pero que no lo llamen literatura. Ya lo dijo Quique González en su día: “La poesía es algo demasiado serio como para dejarla en manos de los cantautores”. Cómo se atreve Dylan, un tipo además que se apropió alevosamente del nombre de Dylan Thomas, a añadir acordes de guitarra a sus versos.
Cualquier poema, por inteligente -es decir, bello- que sea, pierde toda su armonía y acierto en el momento en el que se le añade música. Si en el instante mismo en el que Borges escribió El remordimiento, el preciso instante en el que Goytisolo terminó Palabras para Julia o Pablo Neruda su Poema XX, si en ese momento en el que se compuso alguno de los mejores poemas de la historia sus autores hubiesen decidido acompañarlos o, de algún modo, completarlos con una melodía, estos dejarían en el acto de ser literatura para ser, sencillamente, una vulgar canción.
Tal vez había en sus versos algo de profético. Tal vez las aguas de nuestro alrededor han crecido y estemos calados hasta los huesos. Tal vez la ruleta haya estado girando hasta hoy
Por eso ese tal Bob Dylan no merece que los Nobel reconozcan su talento esculpiendo el lenguaje hasta tallar versos inolvidables como aquel de Chimes of Freedom que nos zambullía dentro de los portales entre la puesta de sol y el fallido peaje de la medianoche. Porque todos los hombres sabios que deciden por nosotros -incluso por la propia Academia Sueca- qué es literatura y qué no lo es, han sentenciado que la poesía sólo puede existir en los libros. Que un puñado de versos, por brillantes, extraordinarios o sobrecogedores que sean, no tendrán categoría suficiente si su autor los ha vestido de canción. Y así debemos acatarlo.
Bob Dylan, como Leonard Cohen o Nick Cave, es un intruso. Hace ya tiempo que otra voz borrosa emergió entre el público ortodoxo para llamarlo judas. El cantautor, henchido de soberbia, se acercó entonces al micrófono y exclamó: “No te creo. Eres un mentiroso”. La misma clase de vanidad que le ha llevado, apenas sin mover un dedo, a aspirar al Premio Nobel de Literatura y, lo que es mucho peor, a ganarlo.
En 1963, hace más de medio siglo, Dylan publicó una canción acaso desconocida llamada The Times They Are a-Changin’. Su letra, que traducida pierde algo de lirismo pero conserva todo su significado, comienza diciendo lo siguiente:
Reuníos a mi alrededor gente
por donde quiera que vaguéis
y admitid que las aguas
de vuestro alrededor han crecido,
y aceptad que pronto
estaréis calados hasta los huesos.
Si el tiempo es para vosotros algo que
merece la pena conservar,
entonces mejor que empecéis a nadar
u os hundiréis como una piedra,
porque los tiempos están cambiando.
Vamos, escritores y críticos
que profetizáis con vuestras plumas,
mantened los ojos abiertos,
la oportunidad no se repetirá.
Y no habléis demasiado pronto,
porque la ruleta todavía está girando
Y nadie puede puede decir
quién es el designado.
Porque el ahora perdedor
será el que gane después.
Porque los tiempos están cambiando.
Tal vez había en sus versos algo de profético. Tal vez las aguas de nuestro alrededor han crecido y estemos calados hasta los huesos. Tal vez la ruleta haya estado girando hasta hoy. Tal vez hayamos hablado demasiado pronto. El que antes era el perdedor, ahora ha ganado. Tal vez, de hecho, los tiempos ya hayan cambiado. Pregunten por ahí, porque los que saben de esto quizá se lo confirmen: puede que los tiempos hayan cambiado, en efecto, pero si un cantautor ha ganado el Nobel, es que lo han hecho para mal.
En contra del Nobel de Dylan, por Carlos Mayoral
¿Es coherente un premio Nobel de Literatura para Dylan? Ya puedo ver a la descomunal caterva de gafapastas con sus Gillettes tan afiladas como vírgenes esperando el momento certero para saltar al cuello de este texto. Pero estos párrafos se vuelven con cada renglón más conservadores, y no pueden dejar de resaltar la extrañeza que provoca dentro del mundo de las letras el Nobel otorgado al genio de Minnesota. Y sí, el sustantivo está bien utilizado: “genio”.
El punto de partida es ése. Bob Dylan es un genio, el mejor cantautor que jamás he escuchado, por todos los humanos que vinieron, incluidos los gafapastas que siguen esperando cuchilla de afeitar en ristre, y por todos los humanos que vendrán. En esto, creo, estamos de acuerdo la mayoría de los aquí reunidos.
No me importa si Dylan es o no poeta. Es decir, la mayoría de las balas apuntan en esa dirección: ¿es poesía lo-que-sea-que-haga-Dylan? En estos tiempos que corren, dijera Bécquer lo que dijera, podrá no haber poesía pero siempre hay poetas. Así que, como la poesía no es una verdad universal, y como habrá quien me responda que Dylan es el más grande de los bardos del Parnaso, la segunda premisa se completa: consideraremos a Dylan un poeta, le pese o no a mi opinión.
Ahora bien, tratando a Dylan como genio y como poeta, repito: ¿es coherente un premio Nobel de Literatura para él, entendiendo este premio como el reconocimiento a una carrera literaria excelsa? ¿Acaso se puede completar un poeta sin dejar para la posteridad un soneto, un serventesio, una copla? Mi opinión es rotunda: no, y a Dylan no le importa. ¿Puede llevarse el premio a la excelsitud poética alguien al que no le atañe nada la preceptiva? Tajante: no, y a Dylan no le importa.
¿Acaso se puede completar un poeta sin dejar para la posteridad un soneto, un serventesio, una copla? Mi opinión es rotunda: no, y a Dylan no le importa
Entiendo que la poesía tiene un punto de expresividad que el premiado alcanza, pero sin meterme en idiomas ajenos, ¿de verdad supera en forma, ritmo, métrica, rima o recursos estilísticos a, yo qué sé, Pepe Caballero Bonald? Obvio: no, y a Dylan no le importa. Sigamos preguntándonos: ¿hubieran premiado con el Nobel a los que fueron, según él, maestros de su obra, es decir, Ginsberg o Kerouac? Adivinen: no, y a Ginsberg o a Kerouac no les importa.
Vuelvo por tercera vez a soltar la pregunta: ¿es coherente un premio Nobel de Literatura para Bob Dylan? No, porque a Dylan le importan un carajo todos los conceptos que se han paseado por el texto, le importa un carajo la poesía, y le importa todavía menos el premio Nobel de Literatura (algo que no ocurre en sentido contrario, por cierto).