Sacando pecho, agarrando con las manos los extremos del atril como si su discurso fuese a salir volando, Mariano Rajoy comparaba hace dos sábados, durante la toma de posesión de Alberto Núñez Feijoo, la próspera situación actual de Galicia con la precariedad que padecía en el año 1981, cuando él era diputado en el parlamento gallego.
Por aquel entonces, decía, no había autopistas, había que cruzar el puerto de Pedrafita do Cebreiro a diez kilómetros por hora en coche y “los presidentes de las diputaciones inauguraban la luz eléctrica en muchos lugares de nuestra geografía”. Menos mal que llegó don Manuel Fraga para maquillar las condiciones de miseria en que nos tenía Franco, parecía estar a punto de exclamar de un momento a otro. Así estaban las cosas hace tan sólo treinta y cinco años, cuando España entraba en la década de los ochenta y Galicia en el siglo XX.
Mi madre suele mencionar el momento en que la luz eléctrica llegó al pueblo, a finales de los años cincuenta. Se trataba -se trata- de una aldea minúscula, de unos setenta u ochenta habitantes, perdida en las montañas entre Lugo y Ourense, y la casa de mi familia, por ser además la tienda del pueblo, fue la primera en la que se instaló. La luz eléctrica era algo que sólo se veía cuando uno bajaba a la ciudad, cuenta mi madre, así que la primera noche, acostumbrados desde siempre a los candiles y las lámparas de parafina, todos los vecinos del pueblo acudieron a presenciar el instante en que mi abuelo encendía la primera bombilla.
Reunirse por las noches para contarse historias los unos los otros era, en cierto modo, su manera de leer
Hasta ese día, lo habitual era reunirse alrededor de una hoguera al caer el sol para contar historias. Cuentos tradicionales, relatos fantásticos, anécdotas curiosas. La mayoría se repetían al cabo de una o dos semanas, pero como cuenta ella, estabas deseando que cada historia la contase esa persona concreta que lo hacía con una intensidad, un lirismo o una gracia especial. Mi madre y su hermana fueron de las primeras en asistir al colegio en una comunidad rural en la que, por aquel entonces, casi todo el mundo era analfabeto. “Reunirse por las noches para contarse historias los unos los otros era, en cierto modo, su manera de leer”.
Personas que son historias
Cada persona era una historia. Cada persona era un relato que escuchó o vivió. El resto se sentaba junto al fuego a escucharla hablar, a sentir las emociones que describía, a imaginar los personajes y lugares a los que les transportaba la narración. Como la del hombre que, en cierta ocasión, regresando al pueblo por la noche a través del bosque, sintió cómo un lobo caminaba a su lado, acompañándolo, guardando la distancia a lo largo de todo el camino.
O la del chiquillo que se hizo pasar por un trasno, golpeando clandestinamente en las puertas de las casas con un tizón hasta que un día lo descubrieron por las manchas en sus manos. O la de la mujer que había emigrado a Cuba con sus padres, el viaje en barco, los primeros días, la soledad, el regreso a casa. Cada uno se sentaba a escuchar al de al lado, a vivir su historia con él a medida que hablaba, como el que viaja a otros mundos y otras épocas a través de las páginas de un libro.
Cada uno se sentaba a escuchar al de al lado, a vivir su historia con él a medida que hablaba, como el que viaja a otros mundos y otras épocas a través de las páginas de un libro
Décadas más tarde, en el año 2000, cuatro chicos daneses llamados Ronni Abergel, su hermano Dany, Asma Mouna y Christoffer Erichsen tuvieron una idea. Habían atravesado un momento crítico siete años antes, cuando en Copenhague se respiraba una extraña atmósfera de rechazo causada por la afluencia de inmigrantes de diferentes culturas, razas y religiones y uno de sus mejores amigos había sido apuñalado en un ataque racista. El muchacho sobrevivió, afortunadamente, pero aquel episodio de odio les cambió la vida. Decidieron aunar esfuerzos y poner en marcha un proyecto que movilizase a la juventud danesa contra la violencia. Así fue como nació la organización Stop The Violence.
Con la llegada del nuevo milenio, el director del multitudinario Roskilde Festival, Leif Skov, decidió dar impulso a la idea de aquellos chicos y ofrecerles un espacio en el festival para que desarrollasen una iniciativa relacionada con su organización. Un proyecto hermano de Stop The Violence en que pudiesen participar e implicarse todos los asistentes al evento. Y Ronni, Dany, Asma y Christoffer tuvieron la ocurrencia de sus vidas: crear la Biblioteca Humana.
Juzgar por la portada
Su lema es revelador: “No juzguéis un libro por su portada”. Una máxima que cobra especial relevancia en una biblioteca donde los libros, en realidad, son personas. Desde el año 2000 se ha implantado ya en más de setenta países y la idea cobra cada año más fuerza. Su objetivo, como sus organizadores manifiestan, es “cuestionar lo que pensamos que sabemos sobre otros miembros de nuestra comunidad”. No consiste en una plataforma de apoyo para personas que sufren discriminación o se encuentran en riesgo de exclusión social, aunque, al mismo tiempo, de algún modo, también consista en eso. Es un medio para poner en contacto a la gente con realidades a las que, de otra forma, apenas tendría acceso. Una ventana abierta a situaciones sobre las que existe una capa, a veces invisible, de recelos y prejuicios.
El objetivo de la biblioteca, como sus organizadores manifiestan, es “cuestionar lo que pensamos que sabemos sobre otros miembros de nuestra comunidad”
Uno accede a la biblioteca, repasa el catálogo y solicita un libro. Pasa a la sala de lectura y dispone de media hora para escuchar lo que alguien le quiere contar. En España ya se ha llevado a cabo en Lorca en el año 2008, en Barcelona en 2009, en Alicante en 2013 y en Madrid en 2014. Entre los muchos títulos que se han podido consultar en la biblioteca alrededor de todo el mundo se encuentran Hijo de supervivientes del Holocausto, Chico de orfanato, Violada, Veterano de la guerra de Irak, Historia gitana, Mujer gorda, Maricón o Seminarista católico.
Es un modo de replantearnos, cara a cara con la realidad, lo que pensamos de personas o colectivos que solo conocemos de oídas, a base de rumores y clichés, o en cuya situación no nos hemos visto nunca, pero en el fondo no es más que alguien contándole su historia a otro alguien. Sentándose a escucharle hablar, a sentir las emociones que describe, a imaginar los personajes y lugares a los que le transportaba la narración. Como el que viaja a otros mundos y otras épocas a través de las páginas de un libro.
“Reunirse para contarse historias los unos los otros era, en cierto modo, su manera de leer”, suele decir mi madre cuando se acuerda de aquella época en la que la luz eléctrica todavía no había llegado al pueblo. En la Biblioteca Humana ocurre exactamente lo mismo. Sólo es necesario sentarse alrededor de un buen fuego. O ni eso.