Robert Walser (Suiza, 1878-1956) era un niño errante. Uno de esos críos con ojeras tempranas que están siempre mirando a ninguna parte -quizá destripando las cosas por dentro-, escuchando, dilucidando, paseando hasta que se hace de noche. Parece que disfruta de todo lo que ve -¿será cierto, o sólo literatura?-. "Él se quitó suavemente el sombrero y se fue / así se dice del hombre que es caminante", dice en un poema. No se le sabe nunca; se le intuye. Se escarba ahora, 60 años después de su muerte, en el hombre marginado por el público pero aplaudido por Kafka o Herman Hesse, en el escritor incomprendido pero con conciencia de clase, en el mayordomo encantado de serlo, en el varón temeroso de la fascinación que sentía por las mujeres.
Solitario, autodidacta, hasta monacal. Regresa de entre los muertos con El Paseo (Siruela), con prólogo de Menchu Gutiérrez, que sopla un siglo. Quizá a su pesar. Walser quería desaparecer, hacerse miniatura, autor de bolsillo. Trepar el mundo poco a poco, con vocación de hormiga. Con sueños de deconstrucción, de invisibilidad. "Escribo para ausentarme".
Lo consiguió -cuidado con lo que se desea-, y por eso hoy sigue siendo un enigma para el público mayoritario. Por un lado es hermoso: puede descubrírsele. Puede ser leído por primera vez, con toda la expectación que eso implica. Escribió muy pocos años -entre 1904 y 1925- antes de instalarse en el psiquiátrico con su locura pacífica. Terrores nocturnos, alucinaciones, ataques de ansiedad. "Mi libro favorito de Robert Walser es Jakob von Gunten", cuenta el escritor Enrique Vila-Matas, quien dice que Walser es su "héroe moral". Esta obra trata sobre un instituto en el que se aprendía a obedecer.
En 'Jakob von Gunten' se educa en la servidumbre, se enseña a los alumnos a obedecer. Hay un momento en el que dice 'aquí falta la naturaleza', y en eso se parece a Kafka de alguna manera. No hay tiempo en ese libro
"Ahí se educa en la servidumbre. Hay un momento en el que dice 'aquí falta la naturaleza', y en eso se parece a Kafka de alguna manera. No hay tiempo en ese libro. A pesar de que es un diario, es atemporal: se aprende eternamente a servir", reflexiona. "Y esto tiene una lectura tremendamente política: ¿quién no sirve a alguien en el mundo de hoy? Pensadlo. Hace reír... pero al mismo punto es triste".
El hombre que no conocía el odio
El escritor tenía una fijación por la obediencia que imprimía en sus personajes. Pero no se trataba de sumisión a un poder político, ni de docilidad por debilidad de carácter: sencillamente, intuía que obedecer es la única forma de escapar de hacer algo por uno mismo, y se agarraba a ello porque él no quería ser nadie. Tener que ser algo -o peor, alguien- es agotador. "Walser no conocía el odio", explica Vila-Matas. "Eso es interesante en un tiempo en el que todos conocemos el odio, y, si lo pensamos, lo conocemos más de la cuenta. Pero él no lo conocía y era incapaz de hablar mal de nadie, como Samuel Beckett". Sonríe: "En tiempos de Twitter y Facebook, podemos decir que Walser no odiaba. Y si viviera ahora seguiría sin odiar, a pesar de todo".
Walser no cumplía el estereotipo de suizo: la discreción con sus propias cosas. No. Él siempre hablaba de sí mismo, "en una prolongada cháchara a la que se referían Canetti y Walter Benjamin", apunta Vila-Matas. "Hablaba siempre sin plano, sin cesar, y decían de él que es un escritor sin motivo. Estamos acostumbrados a que la gente escriba para salvar la humanidad, denunciar las injusticias, luchar contra el machismo. Pero Walser no. Escribía sin motivo en una prolongada charla. Aquí ni se habla ni se escribe, sólo se charla. Y eso se refiere, en realidad, a la imposibilidad de la escritura".
Estamos acostumbrados a que la gente escriba para salvar la humanidad, denunciar las injusticias, luchar contra el machismo. Pero Walser no. Escribía sin motivo en una prolongada charla
Abandonó la escuela a los 14 años y se fue de su casa a los 17. Después trabajó como empleado de banca, como sirviente, como secretario. Vagabundeaba. Construía poemas. Vivió en Berlín con su hermano, el pintor Karl Walser, y más tarde volvió a Suiza. "Con todas mis ideas y necedades pondré fundar muy pronto una sociedad anónima para la difusión de ilusiones hermosas, pero nada fiables", dijo en una ocasión. Vivió el nazismo, pero nunca le atravesó, porque estalló en la época en la que él ya se había retirado. Cuenta Reto Sorg, el director de Robert Walser-Zentrum en Berna, que el autor dijo frente a unos amigos que "el nacionalsocialismo había destruido todas las cosas que a él le importaban".
Literatura desviada
Sostiene que Walser era de "literatura menor", es decir, que se nutría "de la escritura que se hace en la periferia, en los márgenes", que él "escribía en alemán, pero no en el mismo alemán que se pueda utilizar en Berlín o en Francia, y tal vez eso le haya unido a Kafka: porque en él encontró un amigo que escribía en alemán, pero en un alemán menor".
Eso lo llama Vila-Matas "literatura desviada", citando a la artista contemporánea Dora García. Relata que la marginalidad de Walser se expone con claridad en un cuento suyo llamado La sopa caliente. "Ahí está el meollo de la cuestión. Habla de que cuando tomamos una sopa muy caliente, empezamos a tomarla por los bordes, y cuando llegamos al centro, lo caliente ya se ha enfriado. Es decir, no llegamos al corazón de lo que buscábamos, y es una gran metáfora de la escritura". Se detiene. "Nunca llegamos a decir en realidad... lo que amamos".
No llegamos al corazón de lo que buscamos, y eso es una gran metáfora de la escritura. Nunca llegamos a decir en realidad... lo que amamos
El autor de Marienbad eléctrico (Seix Barral) explica que era un escritor "muy peligroso", porque "atraviesa en ocasiones la delgada tela de la realidad inmediata": "Percibe. Eso le pasa a los grandes escritores. No son proféticos, pero sí tienen una enorme capacidad de percepción. Saben lo que va a pasar, o lo que está pasando, sobre todo. Son antecedentes. Igual que Kafka percibió Auschwitz". Por último, la fascinación del retiro. Del silencio. De los últimos 23 años que Walser se pasó sin escribir, dedicado a la demencia, hasta que el día de Navidad de 1956 apareció muerto, cerca de su manicomio. Durante un paseo. Exhausto, hueco de letras ya. Lo decía él mismo cuando se hizo interno: "Yo no he venido aquí a escribir, sino a volverme loco".