Habla en la calle con soldados, oficiales, obreros, comerciantes, etc y escribe a Albert Thomas que la calle, el tranvía, la familia rusa con la que vive son el mejor observatorio para entender lo que acaba de ocurrir. El capitán francés Jacques Sadoull le avanza a su compatriota y cómplice una conclusión de los primeros días después de la revolución que sacó a los trabajadores de la fábrica a las calles de la capital, Petrogrado, en febrero de 1917: “El deseo de una paz inmediata, a cualquier precio, es general. Sobre este punto, todos los rusos con los que me he encontrado, sin excepciones, están de acuerdo con los bolcheviques y sólo les separa una diferencia en la nitidez, digamos la palabra justa, en la honestidad de la expresión de ese deseo: el fin de la guerra, cueste lo que cueste”.
Dicen que la revolución se hizo contra el zar, pero también contra la guerra
En el otoño de 1917 Jacques Sadoul es elegido por el ministro de Armamento para acudir a Rusia a cerrar, oficialmente, una operación relacionada con el petróleo y el platino. Albert Thomas, cuyo objetivo principal seguía siendo ayudar a crear en Rusia las condiciones políticas necesarias para un resurgimiento militar que permitiese una rápida victoria de los aliados durante la I Guerra Mundial, recomienda al capitán francés. Éste le promete el envío regular de unas notas sobre la revolución de los acontecimientos en Rusia, que hará entre octubre de 1917 y mayo de 1918. Las cartas son el testigo, que informan, juzgan e interpretan desde dentro de la revolución bolchevique que irrumpió “luminosa y violentamente en la historia de la humanidad”.
Es el propio Thomas el que apunta en sus informes de entonces que ya desde año y medio antes de la revolución, los rusos reclamaban la paz. “Dicen que la revolución se hizo contra el zar, pero también contra la guerra”. El motivo de uno de los acontecimientos esenciales para entender la Historia del siglo XX fue la recuperación de la paz. En una de sus últimas cartas desde Moscú a Thomas, el 25 de julio de 1918, le explica que cuando los bolcheviques derrocaron el gobierno provisional, la situación de Rusia era de total desamparo.
Un país envenenado
“Todos los observadores del gran drama constataban la descomposición irremediable del ejército, la disgregación completa del estado donde cada pueblo se había vuelto en realidad independiente, el escandaloso incumplimiento de las órdenes de la autoridad central, la vertiginosa caída de la producción industrial...” Ludovic Nadeau definió a aquella Rusia como “un orinal lleno de mierda sobre el que se sienta el zar”. “Derrocando a Nicolás, la revolución rompió el orinal cuyo contenido cubre, ahoga y envenena a todo el país”, podemos leer cómo escribe Sadoul gracias a la primera edición en castellano, publicada ahora por Turner, traducida por Inés Bértolo.
El crítico y editor Constantino Bértolo describe en el prólogo a Jacques como el arquetipo de diligente funcionario al servicio de los intereses de la patria y de su partido. Es un personaje “digno de una novela de Graham Greene o John Le Carré, con una historia “llena de ruido y de furia” y con una aventura personal llena de pasión, intriga, coraje, coherencia y riesgo”.
El desgarro que el observador francés sufre entre su conciencia moral y sus obligaciones políticas termina con una condena a muerte en 1919
En contra de la opinión común, cuenta Bértolo subrayando la importancia de la lectura de las cartas de Sadoul -y su relación directa con Trotski-, que revelan cómo los bolcheviques eran la única fuerza política que ha sabido interpretar y mover los deseos, intereses y estados de ánimo de las masas de trabajadores, campesinos y soldados. Para Bértolo el levantamiento estuvo sostenido “a partir de la enorme fuerza que les otorga el hegemónico deseo de paz que se vivía en todas las capas de la población rusa y, muy especialmente, entre el proletariado, los soldados y el campesinado”.
Desengaño socialista
El libro desvela una relevante historia común -la revolución soviética- y la revolución personal del autor de las misivas, que avanza desde un socialismo moderado al comunismo. Así como en las primeras aclara que no es bolchevique, termina definiendo a la revolución como unos hechos “completamente razonables”. El desgarro que el observador francés sufre entre su conciencia moral y sus obligaciones políticas termina con una condena a muerte en 1919, en pago a sus servicios y a las notas tan contrarias a los intereses y los pensamientos del gobierno. En 1925, queda libre de todos los cargos.
“Tengo la conciencia clara y la convicción de haber servido constantemente, a menudo en contra de mi interés personal y mi tranquilidad, a los intereses de Francia en la limitada medida en que podía”, escribe en 1918. Para entonces le había quedado claro que las intenciones de su gobierno no eran reforzar a las fuerzas bolcheviques ni ayudar a su rearme a fin de equilibrar las fuerzas entre Rusia y Alemania. Lo que pretendían era desgastar y acosar el poder de los bolcheviques para abatir la revolución.
“No han dejado de combatir a los bolcheviques, desde el interior: pagando, apoyando, suscitando los movimientos contrarrevolucionarios, el sabotaje de la producción, el sabotaje de la producción, los transportes y el abastecimiento, organizando la anarquía; desde el exterior, intentando aplastar al naciente y frágil ejército rojo...”, cuenta infeliz. Lamenta que el embajador francés en Rusia se ponga nervioso cada vez que se le habla de socialismo.
“Unidos a la burguesía rusa, los gobiernos capitalistas, fieles servidores de los explotadores del proletariado, quieren mantener a cualquier precio la dominación del capital sobre las clases trabajadoras”. Concluye con un catastrófico “juraron matar la revolución rusa”, y se logró. El libro supone una parada importante para perturbar e interrumpir la “corriente hegemónica” de las ediciones que aparecerán al hilo de los 100 años de la revolución.