“Cuando tomes café, papaiño, tómalo muy dulce y piensa en nosotras”. Desde Galicia, Laura López le escribe a su padre, Manuel, que vive exiliado en México. La carta está escrita a máquina, “para que pase entre los apuntes de Carolo”, dice la hija informando de las dificultades para hacer llegar su mensaje. Con esta historia arranca Gritos de papel. Las cartas de súplica del exilio español (Comares, 2017), un ensayo en el que la historiadora Guadalupe Adámez Castro investiga el contenido de misivas enviadas y recibidas por los exiliados republicanos entre 1937 y 1942.
En este libro no hay cartas de amor. Hay algunas a la familia, pero sobre todo, hay peticiones a los organismos republicanos encargados de velar por el bienestar de los exiliados. “Las cartas de súplica fueron las transmisoras de las necesidades y deseos de los refugiados, al tiempo que las portadoras de respuestas y de esperanza”, dice la autora a EL ESPAÑOL.
No habla de mandatarios, ni de reyes, pero al obviarla nos hemos perdido la cotidianeidad
Adámez explica que ha sido, durante décadas, una documentación menospreciada por no formar parte de la Historia oficial. “No habla de mandatarios, ni de reyes, pero al obviarla nos hemos perdido la cotidianeidad y conocer de primera mano cómo afecta un acontecimiento histórico a una persona normal”. El libro es fruto de una tesis enmarcada en una disciplina relativamente nueva: la historia social de la cultura escrita.
“Es la nueva paleografía de Armando Petrucci que analiza cómo incide la escritura de la gente corriente en los cambios sociales e históricos”. De esta manera, el foco no se pone en los intelectuales o en los políticos, ni en guerras o edictos, sino en los textos de gente que a veces, apenas sabía escribir.
Muchas peticiones, pocas quejas
El motivo para escoger estas cartas es triple: eran gratuitas, iban dirigidas a los órganos de Asistencia Social y podían tramitarlas hombres y mujeres. “Esto era una excepción, pues la mayoría de escritos oficiales debía solicitarlos el cabeza de familia”. Eso hace que en este fajo de misivas haya más de un 35% redactadas por féminas. “Metomo la liberta de dirigirme a usted que es nuestro mejor hamigo”, escribe Demetria Hidalgo Pascual, en nombre de varias madres para saber cómo recuperar a sus hijos.
En ellas hay faltas de ortografía, trazos temblorosos, invasión de los márgenes…
La mayoría escribe para saber de su familia. Otro objetivo de estos textos es postularse para emigrar a algún país amigo, pues el libro recoge cartas de tres momentos y tres espacios: uno es la España de 1937, tras caer el frente Norte y producirse las primeras evacuaciones. El segundo son los campos de concentración en Francia y el tercero, México, donde fueron atendidos por el CTARE, delegación del Servicio de Evacuación a los Republicanos Españoles (SERE).
Los exiliados aprenden que hay que seguir unas normas y un protocolo si quieren ser escuchados. Buena letra, corrección en las formas, humildad, legibilidad… Todos saben que es mejor escribirlas a mano, por deferencia, por eso sólo un 9% de las analizadas en el libro están redactadas a máquina. En ellas hay faltas de ortografía, trazos temblorosos, invasión de los márgenes… evidencias de que para muchos es la primera vez que piden algo por escrito.
Un nuevo concepto de solidaridad
Conforme pasa el tiempo, cambian las circunstancias, también el tono. “Los exiliados adoptan distintos roles. Al principio, piden ayuda usando el argumento de que han sido militantes. Luego se definen como combatientes. En ambos casos el lenguaje es orgulloso, incluso glorioso. Cuando se presentan como víctimas es más emotivo”, explica la investigadora..
Aprenden a mentir diciendo que se dedican a determinadas profesiones porque saben que son las más demandadas en los países de acogida y destacan unos logros por encima de otros. Esas tergiversaciones se acentúan cuando la UGT empieza a seleccionar en Francia a los que se irán a México. La sumisión se transforma en exigencia: lo han dado todo por la República y sienten que tiene derecho a esa ayuda. “Reclaman lo que les pertenece y eso muestra una nueva manera de entender el concepto “Estado” y también de la asistencia social basada en la solidaridad y no en la beneficencia”.
Queremos hacer saber a nuestro Gobierno en las malas condiciones que aquí nos encontramos
Eso se observa también en las quejas. Sólo un 9% de las peticiones contienen alguna, pero quien las formula se dirige como un igual a su destinario. “Queremos hacer saber a nuestro Gobierno en las malas condiciones que aquí nos encontramos. Nos han puesto cada familia por pisos donde carecemos de luz, agua y sin W.C.”, escribe Manuela Vilas a la Asistencia Social de Euskadi.
Todas las clases escriben cartas
“Nos hemos ido adaptando a la vida del campo de concentración, pero en las primeras semanas, tendidos al sol o acurrucados en la noche, sólo hemos pensado en escribir cartas”. La frase, tomada de las memorias de Eulalio Ferrer, Entre alambradas (Grijalbo, 1988), da cuenta de hasta qué punto era vital escribir para quien no tiene más que tiempo e incertidumbres.
Las voces de Gritos de papel son las de gente que escribe para salvar la vida, para matar el hambre y el aburrimiento, para encontrar a la familia o mantenerla unida. Ese uso desesperado y vital de la palabra escrita, cuenta Antonio Castillo, historiador de la Universidad de Alcalá de Henares se consolidó en la I Guerra Mundial y se intensificó durante la Guerra Civil española y el exilio. Y entre todas las formas, las cartas tomaron el protagonismo porque podían acceder a ellas personas de toda clase y condición.
La Cruz Roja Internacional creaba boletines de avisos a las familias para que se encontraran
Pero en el campo de concentración nada era fácil. A veces, el remitente no sabía ni dónde dirigir su texto. En la detección de familiares tuvo un papel vital Cruz Roja Internacional, que creaba boletines de avisos a las familias para que se encontraran. Otro método para encontrar a personas consistía en leer las cartas en voz alta, pues a veces contenían información que podía ayudar a otro a encontrar a un ser querido. Se crearon así comunidades de lectores.
El mercado negro de sellos
Saber dónde enviar el sobre no era el único impedimento para ponerse en contacto con el exterior. Estaba también la censura. Para combatirla, los detenidos inventaron trucos. “Tu cuñado se ha mudado; ahora vive en una pensión de la calle Entenza”, relata una carta que en realidad está informando de que al cuñado lo tienen preso en La Modelo de Barcelona. Otra salida era escribir detrás del sello, en miniatura.
Se fomentó un mercado negro en el que todos participaban porque escribir era tan vital como comer o beber
La escasez de estampillas era otro hándicap. La Cruz Roja intentó que se aprobara una franquicia postal como la de los prisioneros de guerra, que según la Convención de Ginebra, tienen derecho a escribir un mínimo de dos cartas y cuatro tarjetas sin coste alguno. Francia se negó y ofreció dos sellos al mes por refugiado que empezó a repartir muchos meses después de haberlos prometido.
Así se fomentó un mercado negro en el que todos participaban porque escribir era tan vital como comer o beber. Tanto, que quien no sabía escribir buscaba un “delegado gráfico” que lo hiciera por él. “Hay pocos casos, pero son muy evidentes en algunas cartas donde la letra y la firma no tienen nada que ver”, dice Adámez.
Hubo una época en la que el cartero era esperado con mayor ansiedad que el camión de la carne hervida
Pero había algo más importante aún que escribir. Lo explica Avel-lí Artis Gener “Tísner” en La diáspora republicana (Euros, 1975) de un modo muy gráfico: “Después vinieron respuestas y se inauguró la época en la que el cartero era esperado con mayor ansiedad que el camión de la carne hervida”.
La fiesta del cartero
Leer misivas era una inyección de moral. Entre los exiliados había funcionarios de correos que enseguida se hicieron cargo de esa labor en los campos. Otros le ayudaron y en algunos lugares crearon hasta una estafeta para controlar y repartir las miles de cartas que recibían.
Cualquier comunicación con el exterior era una fiesta. Tanto es así, que quien no tenía quien le escribiera buscaba a alguien con quien hacerlo. En libros como el de Ferrer se informa de anuncios en diarios locales donde mujeres francesas se ofrecían para cartearse con refugiados españoles. Esa necesidad de hablar con alguien al otro lado es una constante que se presenta en todo ser apresado o expulsado de su tierra: hoy, en la era digital, hay ONG que recopilan cartas escritas en colegios o por particulares para llevarlas a refugiados de todo el mundo.
Las peticiones sirvieron tanto a los refugiados como a los organismos de ayuda para conformar una República en el exilio. Fue por tanto, un exilio asistido, pues alguien en la distancia velaba por ellos y los escuchaba, pero la realidad superó cualquier previsión y los destinatarios no podían leer todas las cartas que recibían. El SERE, entidad central que administraba mayor número de peticiones, había llegado a recibir mas de mil al día.
Respuestas frías
Las respuestas no devolvían la pasión que ponía el remitente ni el calor que precisaba. Solían contestar pidiéndoles más documentación, carnés del sindicato y cualquier documento que demostrara que eran quienes decían y que estaban en la situación que relataban. “Lo que sí contenían con frecuencia eran frases con las que seguían difundiendo la ideología republicana. Insisten en que todo lo que hacen es para salvar la República, incluso en 1942, pues aún creen que acabará la Guerra Mundial y volverán a España a combatir contra Franco”.
Para Adámez, además de la falta de medios, también fue decisiva la división entre los partidos republicanos. “Afectó al reparto de la ayuda pues cada organismo asistencial dependía de un partido. Así, la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE) absorbió muchos fondos que tenían que ser para el SERE”. Son cosas que saben los refugiados, que escriben cartas posicionándose. Se ve más claro en las peticiones para ir a México, una selección que se va a hacer según los porcentajes que le correspondan a cada partido.
De este modo, el sector marxista se quedó con un 55% de las plazas, mientras que el sector confederal y libertario tuvo un 22%, el republicano incluyendo a los partidos catalanes, un 20% y sólo un 3% de las plazas en los barcos rumbo a América fueron para gente sin partido. Es normal que en esas condiciones, el afectado adaptara su relato. “Asombra el modo en que cada uno se aferra a un logro, a una batalla, a un sufrimiento, y lo presenta como un mérito más en su currículum vitae para demostrar que merece esa ayuda más que sus compañeros”.
La “cultura de las arenas”
A suplicar también se aprende. “Había grupos en los campos donde los hombres intercambiaban conocimientos para escribir las mejores cartas a las instituciones”, cuenta Adámez. Lo hacen en las Barracas de la Cultura que hay en todos los campos franceses. Según el historiador José Ignacio Cruz Orozco, lo que les sobraba era tiempo y ese era uno de los motivos por los que crearon la “cultura de las arenas”, sin más infraestructura que el cielo y el suelo, sobre el que organizaban clases para analfabetos, de idiomas, conferencias y escribían boletines y periódicos.
Cruz cuenta la experiencia del campo de Sant Cyrpien, donde llegó a celebrarse un evento cultural que traspasó las fronteras de la alambrada. La muestra, de óleos, retratos, dibujos, caricaturas y esculturas hechas en jabón fue de tal calidad, que el material llego a exponerse en París.
Esa convicción de que el conocimiento les haría libres la trasladaron incluso a los barcos que iban a América. En el primer viaje, que partió el 25 de mayo de 1939 del puerto francés de Seté, se organizaron lecciones para los más jóvenes a bordo del Sinaia. La idea era no perder el tiempo que duraba el trayecto y prepararlos para su nueva vida, en la que debían integrarse en sociedades donde dejarían de ser exiliados para ser ciudadanos de nuevo.
Gente importante, gente común
“No hay que olvidar que la historia privilegia a quienes dejan información escrita y que, en esto, los intelectuales siempre llevan las de ganar”, escribió Nicolás Sánchez Albornoz, historiador e hijo de exiliado republicano. Esa división entre gente importante y gente común es la que rompe este libro, pero las fuentes no siempre están al alcance y muchas han desaparecido.
En Francia, el Gobierno franquista se incautó de las propiedades e instituciones en manos de la República en Francia, Bélgica y Holanda. Parte de esas posesiones eran documentos como los que estudia Adámez. “Los querían para volver a España y usarlos para llevar a cabo su política de represión”. Pero avanzó la II Guerra Mundial y la comisión franquista fue disuelta. Al huir, se dejaron lo papeles y fue el Partido Nacionalista Vasco, dueño anterior del local, quien los recuperó. Hoy están en la Fundación Sabino Arana: “Fue un hallazgo vital para este libro”.
En México, sin embargo, tuvieron claro desde el inicio que el material que albergaban de los exiliados era parte de la Historia. En el Instituto Nacional de Antropología e Historia fue el único centro donde Guadalupe pudo consultar respuestas a las súplicas de los exiliados. Ahora también hay una copia en la Fundación Pablo Iglesias de Alcalá de Henares.
Un Historia más democrática
Esas fuentes documentales, ocultas durante años, tampoco fueron reclamadas por el mundo académico hasta hace relativamente poco. Antonio Castillo es uno de los impulsores en España de la historia social de la cultura escrita. En un artículo titulado “La gente corriente también escribe” explica cómo desde el inicio del proceso de alfabetización de todas las capas sociales, la carta se convierte en el formato predilecto de todos el mundo, especialmente para hacer peticiones oficiales y en tiempos de guerra.
Las correspondencia privada es mucho más difícil de encontrar. Tanto es así que sólo hay un epistolario de exiliado común que ha sido publicado: Francia no nos llamó (Antinea, 2006) contiene las cartas que Marcelino Sanz Matero, campesino anarquista aragonés, escribió a su familia durante su reclusión, primero desde el campo de Argelès-sur-Mer, después en una Compañía de Trabajadores en La Condaime y, finalmente, en Mauthausen donde redactó sus últimas palabras.
Castillo asegura que esta manera de contar la Historia, desde abajo, impide que haya “visiones del siglo pasado desequilibradas a favor de las élites”. Para Adámez, tenemos mucha información de artistas e intelectuales que vivieron el exilio, pero poca de gente corriente que pasó por aquello. “Añadiéndolos, escribimos una Historia más completa, más democrática”.
Gritos sin papel
Adámez hace mención en su libro a todos los refugiados, no sólo a los españoles de los años 30 y 40. “Quiero que no se olvide el pasado, pero tampoco el presente. Observando la situación actual, no es que no haya cambiado nada, es que ha empeorado”. Los refugiados de hoy también elevan peticiones a las autoridades de países que los retienen en campos, pero apenas se escriben cartas entre ellos. “Los modos de comunicarse han cambiado y ellos, como nosotros, emplean el móvil”.
Esa realidad está muy bien explicada en District Zero, documental dirigido por Jorge Fernández Mayoral, Pablo Tosco y Pablo Iraburu, que narra la historia de Maamun Al-Wadi, un joven que arregla teléfonos en una barraca de Zaatari, campo de refugiados que se ha convertido, por población y extensión, en la cuarta ciudad de Jordania. Allí viven alrededor de 80.000 personas que acuden a él para que les repare el dispositivo o les imprima fotos. “No entiendo que haya quien diga todavía que no estarán tan mal cuando tienen un móvil”, protesta Adámez. Quienes lo dicen deberían ver la cinta y leer Gritos de papel: no tardarán en darse cuenta de que para los expulsados del siglo XXI pantalla, wifi y tecla son el papel, el sobre y el lápiz de aquellos republicanos.