“No hay elección”. Y el otro asiente. “La verdad es que no”. Ambos dejan rodar sus pensamientos sobre el destino y la muerte por las carreteras perdidas de Francia, que cruzarán durante 22 días, en etapas de más de 16 horas. “Nunca hay elección, no cuando ya estás metido hasta el cuello en algo, amigo. Sólo hay una posibilidad, porque sólo hay una cosa que se puede hacer. La idea de que hay elección es una ilusión, amigo”. Dos ciclistas australianos perdidos en la nada, tratando de volver a entrar en el pelotón después de reparar un pinchazo. Otro.
“Es una de las trampas del tiempo. Las elecciones son un espejismo del tiempo y del dinero”. Nada más, se dicen en marcha que no hay más que destino. Mantienen un diálogo existencialista mientras persiguen al resto de corredores. Aquel Tour de Francia de 1928 fue un horror. Lo ganó el ciclista de Luxemburgo Nicolas Frantz y revalidó su victoria del año anterior. El corredor del potente equipo Alcyon se vistió con el maillot amarillo el primer día y no lo perdió más, a pesar de romper el cuadro de su bici en un paso a nivel y de correr los restantes 100 kilómetros con una bici de mujer prestada.
Frantz acumuló un tiempo total de casi 193 horas (Froome lo ganó en 2016 con 89 horas), tras superar varias etapas de más de 300 kilómetros con el Aubisque, el Tourmalet, el Portet d'Aspet, el Galibier, el Télégraphe o el Lautaret entre medias. Aquel año tomaron la salida 162 participantes y llegaron a París 41. Pero hoy no toca hablar de los líderes. Hoy tocan los héroes de barro, sudor, sangre y cocaína. Superviventes de la Primera Guerra Mundial, que tratan de olvidar y de volver a ver.
Meditando en el infierno
“Si quieres mi opinión, aquí la tienes: todos estamos atrapados en algún destino implacable, ésa es mi opinión”. Es la única explicación que encuentra uno de ellos a su paso por la guerra. Encima de su bici, retorciéndose de dolor, reconoce que su vida está atrapada entre 1915 y 1917. Así siguen en marcha hacia su destino, unos expectantes, otros concentrados. “Pensando y pedaleando”. El ciclismo es meditación en medio del derrumbe.
“El hombre que ha muerto hace tres horas”, firma en el control al concluir la etapa uno de los cinco ciclistas de Australia y Nueva Zelanda que forman parte de las historias de aquel Tour de 1928. Resistieron y pelearon contra los equipos profesionales europeos, contra la naturaleza, contra sus recuerdos, contra ellos mismos. Ésa es la peor batalla de todas. La milla invisible (Seix Barral) es la primera novela del escritor David Coventry (Wellington, Nueva Zelanda, 1969), una indagación sobre la violencia de la fama, el amor y el destino, con un escenario inhumano para revelar el calado más humano de los personajes.
Coventry acerca al abismo a estos sacos de huesos y pellejo, Homeros sin reservas, y descubre que la verdad es mucho más dura y fría de lo que a uno le gustaría. En la verdad llueve, las carreteras no están asfaltadas, la cocaína se esnifa antes de salir y los pinchazos te los reparas tú mismo. La verdad también devora tu músculo para poder sobrevivir, para llegar a alguna parte. Para sobrevivir al encuentro con el pasado sangriento con las cordilleras de Messines, Vimy, Verdún, Flandes. El mapa de la guerra.
El narrador se pierde en el paisaje. Sueña despierto en su tránsito por esas carreteras en las que pocos años antes se movieron las tropas de dos ejércitos a muerte. Sobre su bicicleta, el narrador conoce la geografía de la guerra en la que murió su hermano mayor. Pedalea y se ensimisma: “Fue la desesperación lo que convirtió estos altozanos en montañas, estas leves inclinaciones en grandes cordilleras sobre las que se luchaba a vida o muerte. No vi nada de eso mientras pedaleaba. Ninguna señal de vida ni de muerte”.
Entre dos guerras
Una vez acabada la Gran Guerra, la Grande Boucle. El protagonista ha viajado a Europa para sabotear la muerte, para sobrevivir a un infierno voluntario. No importa cómo: “Minutos antes de nuestra salida, conseguí ver al muchacho con el cuerpo doblado como si estuviera apoyado en una nube. Le di la oportunidad de que esnifara la cocaína que me había dado uno de los directores de equipo. Esbozó una sonrisa y negó con la cabeza. Abrió su mochila y vi que tenía todo lo que necesitaba. Frascos de dinamita”.
Los ciclistas, los supervivientes, caminan con la cabeza repleta, con el violento estímulo de la efedrina, entre la niebla de la verdad y el destino, lejos de las trincheras en las que se pudrían los cadáveres alemanes. “Dios, es maravilloso estar en el Tour”, le escuchamos decir. Y pensamos: esta novela es un teatro de la inferioridad. La naturaleza abruma al individuo, que pedalea huyendo de sí mismo una vez ha descubierto que es la partícula más débil. Coventry es un novelista de interiores que reniega de lo heroico.
Lo que hace grande a La milla invisible sea que la observación minúscula de los miedos de los personajes no impide las peripecias íntimas (ni las aventuras). El autor se ha cubierto de mugre y costas, apesta a pis, dolorido, roto y embarrado. En esta novela los héroes no vencen, se dedican a sobrevivir. Como si estuvieran en el frente.