Cuenta Laurie Penny que cuando Internet empezaba a gatear, los primeros habitantes del ciberespacio -“empollones, teóricos y piratas informáticos”- pensaban que la red permitiría al ciudadano librarse del género. “¿Cómo iba a tener la más mínima importancia en qué cuerpo habitases? Si el cuerpo físico no importa, ¿qué más da que seas mujer u hombre, niño, niña o de cualquier otra especie?”, plantea. La autora de Cibersexismo. Sexo, poder y género en Internet (Editorial Continta me tienes) es una galardonada periodista de The Guardian y The New York Times, ensayista y activista que ha tenido que padecer en sus propias carnes -o en sus propios píxeles- cómo esa tierra sin dios, ni patria ni amo que parecía Internet en sus comienzos también ha sido sembrada con la plaga de la misoginia.
Con 12 años, Penny prefería ser ciberbog antes que diosa, como decía Donna Haraway. En medio de la preocupación social acerca de la pedofilia y la inocencia de las adolescentes que jugaban en el nuevo medio, la escritora se hacía pasar en los foros por un profesor de Historia cuarentón llamado George. “No quería ser sólo una chica, porque la experiencia me había enseñado que nadie entiende a las chicas”, relata. Identificó “femineidad” con “desaparición”.
¿Cómo iba a tener la más mínima importancia en qué cuerpo habitases? Si el cuerpo físico no importa, ¿qué más da que seas mujer u hombre, niño, niña o de cualquier otra especie?
Con el cambio de siglo le brotaron los pechos e ignoró el poder de la biopolítica. “Internet parecía un espacio en el que no importaban las sandeces, los chicos, los códigos de vestimenta, el acoso ni esa forma en la que habían empezado a mirarme los hombres mayores”. La intuición le latía y le señalaba que era más fácil que el mundo tratase “como igual” a un individuo blanco, heterosexual, hombre, de clase media y, cuanto menos, culturalmente cristiano, como señalaba el teórico de los medios de comunicación Clay Shirky (autor de Here comes everybody).
Porno, modelos esqueléticas y fotos privadas
A los 17 años, durante su estancia en el ala femenina del hospital para mujeres con rarezas mentales, a Penny le prohibieron el acceso a Internet. “Era una mala influencia, probablemente la peor, para chicas que intentaban recuperar la salud y ser buenas: el porno, la basura y esa infinidad de fotos tóxicas de modelos escuálidas por las que nos animábamos unas a otras a sufrir hambrunas hasta convertirnos en los esqueletos exultantes que éramos al entrar al hospital”, recuerda.
Dice la ensayista que “el hecho de que tantas mujeres pasáramos tiempo conversando sin supervisión ni control contribuyó a la revitalización del feminismo a mediados de la década del 2000”. Las chicas se encontraron e hicieron piña, sostiene, “empoderándonos frente a esa cultura mayoritaria que se empeña en castigar a cualquier mujer que alce la voz, salvo si lo hace para hacer un alegato victimista”. Pero se encontraron con las trabas. Trabas digitales que emulaban el llamado “mundo real”.
El hecho de que tantas mujeres pasáramos tiempo conversando sin supervisión ni control contribuyó a la revitalización del feminismo a mediados de la década del 2000
La principal: la amenaza sobre el cuerpo. Explica la autora que, estando en una entrevista de trabajo, mientras charlaba con el editor jefe de una revista política -optando a ser, con mucho, la contratada más joven de la empresa, y habiendo ganado ya premios y cabreado a políticos-, se le acercó un trabajador y le pidió a hablar a solas con ella. “Un señor con cara de aburrido que lleva un traje de Marks and Spencer con demasiado almidón, un espécimen de esa raza predispuesta a la política, un empollón chupatintas de los que a los veintidós se parece a su padre y pasan los siguientes treinta años alimentándose de las ideas de otros y otras”. El señor en cuestión le comentó que había una página de cotilleo que tenía fotos de ella, y que, si no se portaba bien con él, si no “manejaba la situación”, las iba a utilizar. “Fotos mías en el instituto enseñando las tetas o besando a una amiga”, puntualiza Laurie Penny.
Entendió entonces que una foto del cuerpo de una mujer en manos de cualquiera significa “poder”. No así en el caso del hombre. O, al menos, la amenaza no es tan devastadora, capaz de cargarse una trayectoria profesional y hasta una vida. Hay mujeres por todo el mundo que han tenido que cambiar de ciudad y prácticamente de identidad. Otras han llegado a suicidarse después de que una ex pareja filtrase un vídeo sexual. La última de la que tenemos noticia: una joven italiana, Tiziana Cantone, que se suicidó en 2016 después de más de un año de insultos y humillaciones por la difusión por parte de su expareja de un vídeo íntimo.
Mejor mujeres sin voz
La experiencia de Penny como escritora joven con un alto número de seguidores en la red le ha enseñado que uno de los insultos más habituales empleados contra una mujer con voz es “quieres llamar la atención”. “Cuando una niña habla libremente o exige el respeto que se ha ganado, se dice que está intentando llamar la atención, y eso es justamente lo que una mujer no debe hacer nunca. Cuando un niño hace lo propio se dice que es asertivo, seguro de sí mismo y con capacidad de liderazgo (…) Que un hombre quiera llamar la atención no es un pecado, es algo inherente al varón, pero las mujeres deben ser silenciosas”.
Cuando una niña habla libremente o exige el respeto que se ha ganado, se dice que está intentando llamar la atención, y eso es justamente lo que una mujer no debe hacer nunca
Mujeres como rostros sin voz. Esta idea no se limita al mundo online, pero también ahí ha echado sus anclas y levantado sus imperios: “Los usuarios juzgan si esta o aquella señora es lo bastante guapa, si su comportamiento sexual es el apropiado, si está en forma o fondona, si sus caderas tienen el diámetro que mejor les sienta o si están acumulando grasa aquí y allá”. Por supuesto, hace un guiño a todos esos “trolls machistas que colaboran habitualmente como columnistas en prensa escrita” y a los “lectores de sus publicaciones, que funcionan como una hermandad: todos a una”. ¿Forocoches?
Y ojo a la cuestión del porno, industria tradicionalmente liderada por hombres y dedicada a hombres. Sin embargo, a Lenny el problema no le parece el porno, sino el machismo con el que se le mira. “Responsabilizar al porno online del machismo vicioso de la red es prácticamente como librar a los que lo ejercen de toda culpa”, reflexiona. “El problema es la incapacidad del personal para lidiar con un sexo que no sea violento, que no te haga sentir culpable y que no sea vejatorio para las mujeres”.
Amenazas de violación y asesinato
Peor son las amenazas. De violación, de asesinato. La autora cita una: “No hay nada que no se solucione con un par de horas destrozándole el coño y luego asfixiándola y tirándola a cualquier cuneta”. Dice que “cualquier mujer internauta está acostumbrada a recibirlas”. Sin ir más lejos, muchas mujeres españolas con voz pública han dado un paso adelante para condenar estas conductas: ahí Ana Pastor, Lara Siscar, Eva Hache o América Valenzuela.
Hay una premisa para cualquier mujer que no tenga cuidado con su uso de Internet. “Tus pecados nunca serán perdonados”. La hipersexualización, según la autora, ha convertido a las mujeres en “superzorras del ciberespacio”, en potenciales víctimas de pedofilia, de vigilancia patriarcal -gracias a la geolocalización- o en damnificadas en su derecho al derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, si algún novio despechado publica fotos personales o cualquier otro la graba sin su consentimiento.
Hay algo de esperanza. “Internet nos deja ‘elegir nuestra propia aventura’”, finaliza la autora, aún con aliento. “Podemos reescribir los códigos. El sistema es flexible y podemos remodelarlo para que funcione mejor (o podemos convertirlo en la cámara de los prejuicios y estereotipos del pasado). Está en nuestras manos”.