Sólo cuando vuelven las tórtolas en mayo, sabemos lo duro que fue el invierno pasado. Porque la ausencia se aguanta mientras no regresa lo que nos falta. Sólo con los chirridos de los vencejos recién llegados en abril somos conscientes de lo que atravesamos sin ellos. Ese puñetero desierto helado. Vivir si su alboroto madrugador es como hacerlo sin amor, una tortura gélida de la que somos conscientes cada vez que lo volvemos a oír. A vivir.
El vencejo te alborota, te saca de tus casillas, te arregla un día torcido con una sonrisa, te sacan de lo que importa mucho menos de lo que crees que es importante y pueden ser la bandera de una península: el país de los pájaros que duermen en el aire. Porque no se posan. Saltan de África a la Península Ibérica con el viento suave de levante. Y muchos lo han hecho hasta tres veces sin posarse, desde que salieron del nido. Tres años sin parar de volar, comiendo, apareándose, bebiendo, todo. En el aire. Y llegan para despistar a los problemas de quienes los miramos desde tierra y pensamos: “Sacadme de aquí”.
No podemos ser sin Historia, pero sin Naturaleza tampoco. Aunque sólo lo miremos como decoración, aunque sólo la coleccionemos en fotografías panorámicas hechas con el móvil, aunque creamos que es algo de lo que podemos prescindir, el ser humano es mucho más que sus acontecimientos. Y mucho menos. Es tan pequeño que trata de invisibilizarla, menospreciarla y convertirla en algo que está para servirse a su disposición. Hay quien la mira como si fuera un bufé libre, cuyo único objetivo es arrasar con todo. Devorar sin dejar rastro de la costa, el monte, la playa o el río.
Mil libros en uno
No es el caso de Mónica Fernández-Aceytuno, que ha escrito un libro para admirar lo que somos por reflejo de la Naturaleza, que es lo que nos mejora. Lo ha titulado El país de los pájaros que duermen en el aire (Espasa) y no es un cuaderno de campo, ni una guía de pájaros, tampoco es un poemario, ni una novela, pero de todos tiene algo. Porque es un artefacto literario con el que el ser humano camina cerca del resto de seres que comparten espacio con él, fragmentado y troceado en mil impresiones de quien sale al campo a escribir de lo que ve.
Como los pintores cuando abandonaron sus estudios, Mónica sacó su lienzo y su caballete y se dejó impresionar por la Naturaleza. Esto que ahora leemos no es más que el orden de anotaciones de 20 años de paseos: “Pocos ruidos me parecen tan agradables como el de los cascos de los caballos al paso por la carretera. Al contrario de las ruedas del coche, hacen eco las herraduras, como si llamaran, cloc, cloc, cloc, a la tierra que hay bajo el asfalto”. Este libro es un resultado de la luz y la casualidad.
Por eso también es una autobiografía, porque son sus experiencias a lo largo de dos décadas, sus encuentros con los paisanos y los paisajes. Es un ensayo científico y un libro de crónicas. Mirar la Naturaleza, escribir para ella. Pero también lo es de Historia, porque es un manual que reúne las maneras que tienen de ocupar el tiempo y el espacio las golondrinas, la codorniz, el murciélago, el gamo, una tormenta o un banco de sardinas. La autora los ha mirado a todos durante años y ha cosido todos sus encuentros con ellos, mes a mes, en un año, de enero a diciembre. No es ganchillo impresionista, es el color de la lengua.
Lo natural vs lo artificial
Y también, una pelea. Se enfrentan lo indomable contra lo dogmático. La Naturaleza contra la escritura. El caos contra el orden. Lo natural frente a lo artificial. Escribir en el campo es confitura de Naturaleza, volverla pacto y palabra, retorcerla hasta meterla en un tarro de néctar para conservarla. La Naturaleza se hizo para ser escrita y admirada: “No son las manos las que escriben, sino el pensamiento”. Para desbordar al autor y al lector. “Lo más valioso que tiene la Naturaleza, además de la vida, es la mirada humana”. Sobre todo para la vida humana. Parece antropocentrismo, pero es conciencia. A salir y estar atentos a lo que no tiene tiempo, a lo que no tiene reglas, a lo imprevisible.
“Es una invitación a mirar”, cuenta a este periódico la escritora. A mirar, no a fotografiar. Un libro visual sin imágenes, un libro como una película que se monta y se produce al tiempo que se lee. Mónica mueve la cámara por los campos y los mares, por las gentes y los valles, para hacer de lo natural algo artificial para hacer de lo artificial algo natural. Pasar la Naturaleza por la escritura.
Porque dice que, en la Naturaleza, “todo está pensado con la esperanza” de que los planes de la vida se irán cumpliendo sin trazar ningún plan. A sus ojos, la Naturaleza es desorden sublime. Dice que si la dejamos tranquila, se ordenaría ella sola, porque es a lo que tiende, a reordenarse a su manera. “Por eso la conservación de la Naturaleza debería aspirar a darle tiempo”.
Luz y casualidad
En la Naturaleza nada es casual, pero todo es por azar. Cuenta Mónica que cuenta Miguel Delibes de Castro que en China los bambúes no florecen hasta pasados al menos treinta años y, entonces, todos juntos, repentinamente, mueren. Azar es también lo que fecunda el óvulo del erizo hembra, que en una explosión reproductiva, arroja al mar, a la deriva, veinticinco millones de óvulos, cuando se caldea el agua, para que haga diana. Eso sí es un milagro y no la leyenda de la paloma y la virgen.
El país de los pájaros que duermen en el aire es, además de todo, un viaje sin cámara, fruto de una experiencia que apunta y recuerda. Como memoria viva. Que guarda y protege la palabra, como se protege la alegría de un vencejo. Atenta al interior del nido de los gorriones, tapizado con jirones de lana esos rebaños de ovejas que trashuman por los alrededores. “Es todo su recuerdo del campo”.
Abre los ojos, que al sol le gusta perfumarse y ha entrado sin llamar cuando no estabas. Que lo importante no es la flor, sino el tallo que la sostiene. Que prefiero estar sin comer que sin flores. Que el viento se abriga en el plumón de los pájaros. Abre los ojos y mira qué bien se llevan el hielo y el sol, la tinta y la vida.