El españolito nacido a partir de 1990 guarda algunas devociones infantiles: las aventuras domésticas de Manolito Gafotas, el imaginario de J. K. Rowling, los hechizos de Kika Superbruja o los cuentos de Gloria Fuertes. Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate y otras píldoras de asueto, como el rap de El Príncipe de Bel Air o Art Attack. Pero no Baroja: Don Pío, como le llaman sus religiosos, reside en esa parte podrida del corazón de los estudiantes que son las “lecturas obligatorias”, Don Pío es ese árbol de la ciencia que el niño noventero no entendió pero buscó en Encarta. Demasiado áspero, demasiado lejano, demasiado sobrio y misántropo ese hombre de la boina, el libro polvoriento y la arruga de disgusto en la frente.
Lo que hace el periodista Daniel Ramírez en La otra vuelta del camino (Ipso Ediciones) es tender puentes entre sus 25 años y los 146 que cumpliría Baroja: ir paladeándole en sus textos, visitando sus lugares, trenzando la vida del malhumorado escritor con la suya. Ramírez lo recorre con deslumbramiento pero sin genuflexiones en su tomo de la colección “Baroja & Yo”, en la que también firman Luis Antonio de Villena, Sergio del Molino o Soledad Puértolas. El autor se ha sacudido los prejuicios generacionales y no juzga a Baroja: se limita a dibujarle con respeto antiguo, con sencillez y talento. El librito es uno de esos retratos que destacan los elementos justos para que el lector entienda. Como decía el propio Baroja: “La calle era larga y olía a pan”. Y más que suficiente para estremecerse.
Ramírez no se atreve a hablarle de tú -como esos intelectuales venidos arriba que compadrean con “Gabo”- pero no se dedica tampoco a excusarle con fervor de mitómano. Le recupera con la mirada entre divertida y nostálgica del joven que llega a la cuesta de Moyano y observa la estatua de Pío Baroja mientras los altavoces retumban reguetón: “Se pone caliente cuando escucha este perreo”. Ramírez, que es un autor analógico en un mundo digital, sufre con estos ataques de música lúbrica en pleno rincón literario. ¿Está 2018, año álgido de la cultura Instagram -sonrisa y vacuidad- preparado para asumir a Baroja, ese hombre al que la cortesía le parecía una “obligación desagradable”?
Pío Baroja, el 'outsider'
Ramírez lo recuerda sentado en su butacón, con su pañuelo al cuello. Cuando le preguntaban “¿qué tal?”, solía responder “Aquí estoy, solo”, aunque la casa reventase a visitas. Decía César González-Ruano que aquello recordaba a una suerte de sala de espera del dentista, donde el escritor no sabía poner nombre a la mayoría de los que por allí pululaban. “Escribió Caro que el revoloteo de aquellos desconocidos en torno a Baroja era somo si los personajes de sus novelas se hubieran reunido alrededor para entretenerle cuando su inventiva ya estaba marchita”, apuntala el periodista.
El millenial medio, arrastrado por las corrientes de opinión, tiene mucho que aprender del estoicismo de Baroja. La España de hoy, como la de entonces, sigue rota en bandos, y la rabia ibérica al adversario sigue destilando baba verde. Aquí hay que casarse con alguien para sobrevivir; porque a quien no se deja bautizar por una ideología monolítica le cae la somanta de palos. Por eso Pío Baroja, en su autenticidad e inteligencia, resurge como un outsider excepcional, como un anacoreta impasible a las modas y a las etiquetas, como un anticlerical militante para el que no había nada sagrado. O, más bien, nada aparte de Pío Baroja.
“Yo, en mi juventud, me creí con fuerzas bastantes para seguir el abrupto sendero e los que se apartan de la limitación”, escribía Baroja. “Y sin hacer caso de las leyes viejas, de las costumbres y la teocracia vieja, fui también eleuteromano y dionisiaco. Ahora no me arrepiento de ello, pero veo que ir en contra de la mentira vital, como diría un bergsoniano, es ir a la ruina”.
Esta alternativa rígida: adaptarse completamente o inadaptarse en absoluto, la ciudad estrecha o el desierto, el rebaño o el estado salvaje, la limitación o la libertad solitaria y pánica
“Como yo hace muchos años, otros jóvenes de hoy y mañana se encontrarán al principio de la vida con esta alternativa rígida: adaptarse completamente o inadaptarse en absoluto, la ciudad estrecha o el desierto, el rebaño o el estado salvaje, la limitación o la libertad solitaria y pánica”. Él eligió siempre la opción valiente, que pasó también por no ser profeta en su tierra ni en ninguna otra. De San Sebastián, donde nació, decía que “allí donde los donostiarras, en colaboración con los madrileños, ponen la mano, se levanta una cosa fea. Mañana llegarán a afear el mar. El espíritu de esta ciudad es lamentable”.
De Pamplona, Baroja criticó su sobredosis de “cleromilitarina” y su carácter “reaccionario, aparatoso y cursi”. Ningún lugar, y casi ningún ser humano, resistió a su visión implacable y avasalladora del mundo. “La moral de nuestra sociedad me ha perturbado. Por eso la odio virulentamente y la devuelvo en cuando puedo todo el veneno del que dispongo”. Ha quedado claro, Don Pío.
Un hombre anti-todo
El autor era un punki, un pequeño vándalo, un “calavera atrevido” que bebía en los años mozos “aguardiente matarratas”, fumaba y jugaba a ser fanfarrón, luchaba a pedradas con seminaristas y robaba aguiluchos. Baroja tenía esa transgresión natural, esa revolución de espíritu con la que hoy los hipsters sueñan. Daniel Ramírez, para evocarle, le persigue por Vera, por Itzea, por Cestona. Le visita en la esquina donde intentó conquistar a una dama rubia y en las casas familiares por las que sacrificó su sueño de Robinson -“el de la casa solitaria y el perro”-. Le pregunta a los que saben: Manuel Alcántara, Sánchez Dragó o Marino Gómez Santos.
He sido siempre individualista y liberal. No he tenido nunca simpatía por la democracia y menos por el socialismo o el comunismo
El libro revela algunas de las paradojas de Baroja, algunos de sus milagros y taritas de hombre inclasificable. Por ejemplo: consiguió un puesto como médico precisamente por hablar “esa lengua tan antigua” que es el euskera. Del nacionalismo decía que era “una farsa”, pero tampoco le obsesionaba el unionismo. Cuando Ramírez ve las fotos de la estatua de Baroja, inaugurada en 1980 y rodeada por dos banderones de España, tampoco le identifica en esos colores. No era franquista ni -cuidado- republicano. “He sido siempre individualista y liberal. No he tenido nunca simpatía por la democracia y menos por el socialismo o el comunismo”.
Rechazaba la religión -“la Biblia es un cúmulo de contradicciones y una majadería”- y repudiaba el militarismo, pero aceptó a escribir a sueldo del franquismo. Eso sí, sólo “en los días del hambre”. Con todo, el incorregible acabó preso y a punto de ser fusilado. Muchos querían que pagara con su vida -había acusado al clero de emborrachar a los jóvenes para embrutecerlos-, pero un sargento de la Guardia Civil acabó liberándole. Baroja era, al final, esa clase de vasco que la España de hoy se comería por los pies: ni un nacionalista, ni un “facha”. Baroja no podría ir a ninguna manifestación, porque no asumía ningún ideario en bloque. Baroja -con perdón de las masas digitales - no podría tener Twitter.