Camille Paglia segrega atractivo en su discurso, incluso para quien no comulgue con las bases de su pensamiento: es brillante y molesta, va enarbolada, furibunda, se despliega disidente e incluso insultante. Es pretenciosa y apasionada, atea y bisexual -aunque crítica con el movimiento LGTB-, huye del buenismo y se crucifica a sí misma si hace falta, en una vuelta de tuerca rayana en el delirio: “Yo quiero librar el feminismo de las propias feministas. Con lo que me identifico es con el feminismo de antes de la guerra, el de Amelia Earhart, el de Katharine Hepburn, que me produjo un impacto tremendo”, escribe en Feminismo pasado y presente (Turner Minor). “En esos tiempos había mujeres que tenían independencia, que tenían confianza en sí mismas y que eran responsables de sus actos, sin culpar a los demás de sus problemas”.
Cuenta que le gustaría “traer eso de vuelta” y asegura que su carrera “ha sido un desastre, pero no culpé a nadie”: “Me responsabilicé de lo que había escrito. Si no lograra publicarlo en vida, lo dejaría como un recado que me sobreviviría, a lo Emily Dickinson, para seguir torturando a la gente desde la tumba”. Paglia es profesora de humanidades y de estudios de la comunicación en la University of Arts de Filadelfia. Lleva apretando las tenazas al discurso mayoritario del movimiento feminista desde Sexual Personae (2001), seguida por Vamps and Tramps (que se publicó en español ese mismo año). Explica que en 1969, “cuando surgió el movimiento de reivindicación de las mujeres”, se percató de que había dos elementos relevantes que el feminismo moderno ha excluido y que deben integrarse en él.
Una de las exclusiones, sostiene, fue la estética. “¿Por qué a las feministas les cuesta tanto apreciar la belleza y el placer, dos campos en los que los hombres homosexuales han hecho unas contribuciones culturales tan sobresalientes? ¿Por qué un hombre gay sí es capaz de reaccionar positivamente?”, lanza. Señala la tesis de Naomi Wolf -en su célebre libro El mito de la belleza- como equivocada. “Desde muy pequeña, me cautiva la belleza. No me cohíbe estar en presencia de un ser hermoso. No me pongo a lloriquear gritando: ¡Ay, nunca seré así de guapa! Esta actitud tan ridícula es precisamente la de Naomi Wolf. Cuando los hombres ven un partido de fútbol o cualquier encuentro deportivo, no gimotean: ¡Ay, nunca seré tan rápido, nunca seré tan fuerte! ¿Se suicida alguien al ver al David de Miguel Ángel? No”.
El problema del feminismo con la belleza es un prejuicio provinciano
Paglia subraya que “la belleza es un valor humano eterno, no un truco inventado por un corrillo de publicistas en una habitación de Madison Avenue” y que “el problema del feminismo con la belleza es un prejuicio provinciano”. Matiza que cualquier adicción, incluida la obsesión con la cirugía plástica, es peligrosa. Y aquí se mete en un terreno espinoso: “Pero esto de culpar de la anorexia a los medios; esto es la especialidad de Naomi… ¡por favor! La anorexia procede de las familias blancas; de esas familias blancas, agresivas y perfeccionistas, cuyas hijas siempre acaban estudiando en Yale”. Acusa a Wolf de ser “una yupi”, una “hija sumisa, una alumna pelota y una lameculos”: “¿No es interesante que sea precisamente la señorita Naomi, que ha triunfado dentro del sistema, que ha recibido los premios que le ha entregado el sistema, que es la princesa del sistema, que sea ella la que va de maldita por la vida?”.
La exclusión del feminismo moderno: la psicología
La segunda de las exclusiones del feminismo moderno que señala la autora está en el campo de la psicología. “Desde el principio, Kate Millet prohibió a Freud por ser sexista. Y por eso tenemos este horror que ha surgido durante los últimos 20 años: el feminismo tratando de construir una teoría del sexo sin Freud, que es uno de los más grandes maestros de la historia, uno de los grandes analistas de la personalidad humana”, escribe. “Ojo, que no digo que haya que consentirle todo a Freud”, matiza, y dice que ella picotea de Freud y lo redondea con Jung, Frazer, astrología o las telenovelas de Lana Turner. Se atreve a mencionar un tercer elemento, aunque en este punto anda más dubitativa: “Una mentalidad política ingenua, que culpa de todos los problemas humanos a los varones blancos imperialistas que han victimizado a las mujeres y a las personas de color”.
Recuerda que si al encontrarse con la palabra “imperialista” el lector piensa automáticamente en EEUU, “entonces no sabe nada”: “Basta haber estudiado historia antigua para saber que el imperialismo prácticamente se inventó en Egipto y Oriente Próximo. Si el tema es el imperialismo, hablemos de Japón o Persia, por mencionar un par de casos. No es solo un monopolio masculino blanco”.
Kate Millet prohibió a Freud por ser sexista. Y por eso tenemos este horror que ha surgido durante los últimos 20 años: el feminismo tratando de construir una teoría del sexo sin Freud
Ella defiende una renovación absoluta de los planes de estudio y una enseñanza sistemática de la ciencia política y de la historia, todo aliñado con su premisa, la de la “verdadera liberación de la mente”. “Lo que está sucediendo hoy es que se dan charlas en plan santurrón que son casi sermones sobre sexo, pues resulta que los terapeutas de la violación y demás son gente que no se da cuenta, pese a sus buenas intenciones, de lo opresivo que es todo esto para el sexo, lo desastroso que es para la mente y el espíritu, esto de permitir a los expertos en violaciones que se hagan cargo de la nueva etapa cultural”.
Responsabilidad y autodefensa de la mujer
A lo largo del libro presenta más propuestas: que el asunto de la violación se elimine de los estudios de la mujer y se traslade al de la ética, que recordemos que “el hombre también ha protegido históricamente a la mujer: les han proporcionado alimento, les han dado cobijo y han muerto para defender sus países y a las mujeres de sus países” y no desdeñemos la importancia del capitalismo a la hora de independizar laboralmente a la mujer. Otra de sus tesis es que las mujeres del sur de EEUU “por una serie de razones culturales, manejan una fórmula de conducta, cordial pero decidida, más lograda que la más militante y en ocasiones marimandona de las mujeres del norte, tal vez procedente del puritanismo de Nueva Inglaterra”. Señala a Ava Gardner o Tallulah Bankhead.
Como profesora, no cree que las universidades tengan que crear códigos de conducta sexual que puedan afectar a la intimidad de los estudiantes -en el debate sobre las precauciones acerca de agresiones y violaciones en los campus-: si hay un delito, dice, se denuncia ante la Policía. “Parece haber demasiadas jóvenes de clase media, criadas lejos de las calles urbanas, convencidas de que su vida adulta será una prolongación de sus hogares cómodos y sobreprotegidos. Pero el mundo sigue siendo una selva. El precio de la libertad de la que disfrutan las mujeres hoy es su responsabilidad personal en cuanto a vigilancia y autodefensa”. Esta idea peligrosa entronca con la tan criticada “culpabilización de la víctima”.
El mal no se cura con progresismo
Paglia cree que las consignas educativas actuales siguen la senda marcada por la izquierda occidental y mantienen vivas las “falsas ilusiones” sobre el sexo y el género. “La premisa básica de la izquierda, procedente del marxismo, es que todos los problemas humanos emanan de una sociedad injusta, aunque las correcciones y ajustes de ese mecanismo social nos acabarán trayendo en algún momento la utopía (…) Los progresistas tienen una fe indesmayable en la capacidad de autoayuda de la humanidad”. Su explicación es, sencillamente, el mal: el mal atávico, el mal cosido a la condición humana. Cree que la educación y los cambios sociales no pueden erradicar el mal del todo.
“En el crimen sexual hay un simbolismo ritual que la mayoría de mujeres no vislumbran, por lo que no pueden protegerse (…) Se le llama depredador precisamente porque convierte a sus víctimas en presas”. Señala que las adolescentes “asumen que la carne desnuda y la ropa sexy son pautas de la moda femenina desprovistas de mensajes que puedan ser malinterpretados y retorcidos por un psicótico. No comprende la fragilidad de la civilización y la proximidad constante de la naturaleza salvaje”.
El sexo como asignatura
Todas estas pautas sobre el trato de la sexualidad en la sociedad moderna desembocan en una idea principal: hay que incluir el sexo como asignatura obligatoria en los colegios. Titula fuerte el capítulo: “Pongan el sexo otra vez en la educación sexual” y sostiene que “la fertilidad es el capítulo que le falta a la educación sexual”: “A las jóvenes ambiciosas, que compiten en carreras profesionales pensadas para hombres, se les ocultan datos sobre la disminución de la fertilidad femenina a partir de los 20 años”.
Se centra en que “los géneros deben recibir el asesoramiento sexual por separado”: “Es absurdo obviar la cruda realidad de que los hombres jóvenes arriesgan menos al practicar por sistema el sexo esporádico que las mujeres jóvenes (…) Los niños deben recibir lecciones de ética básica y recomendaciones morales sobre el sexo (por ejemplo, no aprovecharse de las mujeres ebrias), mientras que las niñas deben aprender a distinguir entre ceder en el sexo y ser populares”.
Es absurdo obviar la cruda realidad de que los hombres jóvenes arriesgan menos al practicar por sistema el sexo esporádico que las mujeres jóvenes
Insta a “iniciar un debate nacional sobre la implantación de un estándar curricular y sobre la imprescindible transparencia pública”: “El sistema es demasiado vulnerable a las presiones políticas tanto de la izquierda como de la derecha, dejando a los estudiantes atrapados en medio”. Con todo, concede, “a los colegios públicos no les compete enumerar las variedades de gratificación sexual, desde la masturbación hasta el sexo oral y anal, aunque los expertos en salud deban responder objetivamente a las preguntas de los estudiantes sobre las implicaciones sanitarias de tales prácticas”.
Y cierra: “El tema de la homosexualidad es polémico. En mi opinión, las campañas contra el acoso escolar, por loables que sean, no deben escorarse hacia el respaldo político de la homosexualidad. Los estudiantes deben tener la libertad de crear grupos que puedan identificarse como homosexuales, pero las escuelas en sí deben permanecer neutrales para que la sociedad evolucione por sí misma”.